Pulgarcita
Toda la infancia deber¨ªa ser protegida de las fauces del ogro. De la voracidad econ¨®mica
Leo cuentos de hadas sin edulcorar. Los enanitos de Blancanieves se parecen a los ni?os que trabajaban en las minas. En el Pulgarcito de Perrault, el protagonista es el menor de siete hermanos abandonados por su padre en el bosque: la madre, para que vuelvan, les da miguitas de pan que Pulgarcito arroja por el camino. Se las comen los p¨¢jaros y los ni?os acaban en casa del ogro. Distancia. Peligro. Desarraigo. Alimento. El relato habla del dolor naturalizado al que obliga la miseria: juntar dinero para el que el hijo m¨¢s listo cruce el mar, trabaje y regrese para salvar a una familia. Un pueblo.
Estos h¨¦roes de narraciones ejemplares ya no se llaman Pulgarcito. Hoy a estas criaturas el agua del mar les borra el rostro cuando se ahogan. El hacinamiento les borra miembros y cara: en la Pur¨ªsima de Melilla, 850 seres humanos ocupan un espacio para 350. Se les borra cuando se les nombra con un acr¨®nimo ¡ªmenas¡ª y cuando, a golpes de odio, frente a un centro de menores en Sevilla, Monasterio pide protecci¨®n para ¡°espa?oles de a pie y las mujeres¡±. En sus piadosas entrel¨ªneas, la idea de que estos ni?os son violadores y ladrones. Se les borra la cara cuando se les calcula la edad midi¨¦ndoles dientes y huesos, como a Omar, que se suicid¨® al perder la tutela de la Generalitat: sus tibias dijeron que ten¨ªa 18 a?os. Un ni?o abandonado en mitad de la calle. Sin nada. Sin la actitud positiva de Pulgarcito. Sin resiliencia. Un infeliz condenado a ser pobre por su falta de car¨¢cter. Por la historia que cargar¨ªa sobre sus hombros. Por las desigualdades de las que no nos responsabilizamos habitantes del primer mundo que instalamos c¨¢maras en viviendas de protecci¨®n oficial, y nos encabritamos para no renunciar a nuestros cristianos privilegios de producto interior bruto ni tener que repartir nuevas formas de miseria. ¡°Atender a los menas no es regalarles una casa con pista de p¨¢del¡±, declara esa presidenta de Madrid que no suelta por su boca m¨¢s que caducados huevos de codornices. Se les borra la cara, como el amo a su empleado en el blues de Gamoneda, cuando se piden deportaciones en caliente o se colocan artefactos explosivos, reales o simulados, a la puerta de los centros en que viven. Son competidores. Oscuros. Pobres. Fan¨¢ticos. Sospechosos. La c¨¢scara adjetival encubre la semilla: son ni?os. Casi siempre hablamos de ni?os, porque ¡°las chicas salen pero no sabemos d¨®nde llegan¡±, dice Rosa Molero. Pulgarcita fue secuestrada por un sapo para casarla con su hijo.
Midamos la indefensi¨®n de nuestros ni?os y ni?as: adolescentes hist¨¦ricos maltratan a su madre porque no les compra unas zapatillas; modelos infantiles, tamborileros televisivos, microchefs, precoces miss Sunshines convierten el trabajo en espect¨¢culo circense; menores envejecidos vienen a trabajar para comer. Toda la infancia deber¨ªa ser protegida de las fauces del ogro. De la voracidad econ¨®mica. No despersonalicemos a desafortunadas criaturas bajo el c¨®digo de barras y la marca ¡°mena¡±. Volvamos a leer cruel¨ªsimos cuentos de ni?os perdidos y mujeres dormidas. Que el lenguaje no sea excusa para enterrar la parte hedionda de nuestra realidad.
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