La conversaci¨®n democr¨¢tica
Si queremos proteger la democracia, lo hemos de hacer tambi¨¦n frente a las estrategias con las que pretendemos conseguirlo. El sistema se encuentra desconcertado sobre qu¨¦ hacer ante la extrema derecha
El verdadero fantasma que recorre nuestras democracias no es la extrema derecha sino el desconcierto acerca de qu¨¦ hacer con ella, c¨®mo combatirla con justicia y eficacia: si hemos de dialogar, si entramos en una confrontaci¨®n que implique aceptar su marco mental o si tratamos de introducir una agenda alternativa¡ En esta decisi¨®n nos jugamos mucho porque son menos preocupantes las provocaciones de quienes se nos oponen abiertamente que nuestros errores a la hora de hacerles frente. Con diagn¨®sticos equivocados y reacciones torpes por nuestra parte no es extra?o el crecimiento de tales adversarios.
Las estrategias de combate est¨¢n siendo m¨¢s rotundas que eficaces: l¨ªneas rojas, cordones sanitarios, limitaciones a la libertad de expresi¨®n, exclusi¨®n de interlocutores, ampliaci¨®n de los delitos (como la reciente propuesta de penalizar la apolog¨ªa del franquismo). Parecemos ignorar qu¨¦ pocas cosas soluciona el c¨®digo penal y preferimos las medidas tranquilizantes que las medidas efectivas. Puestos a elegir, optamos por aquello que nos genera buena conciencia a nosotros frente a lo que les provocar¨ªa mala conciencia a ellos. La marginalizaci¨®n indica poca seguridad en nosotros mismos, en la fuerza de nuestras convicciones y argumentos, una muy escasa confianza en la madurez de la gente, a quienes no podemos privar de la experiencia de escuchar tonter¨ªas. Ir a esta lucha armados ¨²nicamente con los instrumentos de la prohibici¨®n tiene como consecuencia que hasta los fachas se dan el aspecto de estar defendiendo las libertades. Con la exclusi¨®n les proporcionamos sus dos armas preferidas: ruido y victimismo.
Por supuesto que hay una diferencia radical entre gobernar con ellos y hablar con ellos, pero incluso esto ¨²ltimo parece a muchos altamente desaconsejable. Es un dilema que reaparece una y otra vez en la historia de la democracia y sobre el que han opinado sus mejores te¨®ricos. ?Debemos hablar con los terraplanistas? ?Sirve para algo escucharles? ?Implica la tolerancia el deber de soportar a quienes defienden ideolog¨ªas intolerantes?
No hay nada m¨¢s civilizador que un extremista que comprueba la poca resistencia de los datos que maneja
La idea de excluir a ciertos interlocutores se ha abierto paso incluso en un lugar tan antidogm¨¢tico como las universidades. En 2014 comenz¨® una intensa controversia en Estados Unidos (trasladada despu¨¦s a muchas universidades del mundo) a prop¨®sito de si las universidades pod¨ªan permitir la presencia de voces consideradas extremas. Se trata de un planteamiento de dif¨ªcil justificaci¨®n en una instituci¨®n que es un lugar de profunda diversidad de opiniones. A la hora de promocionar la ciencia son mejores, m¨¢s eficientes y m¨¢s respetuosas con la libertad de pensamiento las reglas de la objetividad que las condenas morales. Un terraplanista dif¨ªcilmente publicar¨¢ en Nature, pero no por una marginalizaci¨®n ideol¨®gica sino porque no conseguir¨¢ escribir un art¨ªculo de la calidad exigida, que requiere evidencias, respeto a la objetividad y argumentaci¨®n rigurosa. Establecer una exclusi¨®n ideol¨®gica expresa (del estilo de ¡°prohibamos el terraplanismo en las universidades¡±) equivale a dar a entender que quienes en ella estudian son personas fr¨¢giles que podr¨ªan ser traumatizadas si se les expone a ideas pol¨ªticas extremas. Como dec¨ªa John Stuart Mill, no somos infalibles y no tenemos el derecho de ¡°proteger¡± a los dem¨¢s de escuchar una opini¨®n distinta de la nuestra. En una l¨ªnea similar afirmaba Hanna Holborn Gray, antigua presidenta de la Universidad de Chicago, que ¡°la formaci¨®n no est¨¢ para proporcionar comodidades a los seres humanos sino para hacerles reflexionar¡±. Lo m¨¢s liberador de la ciencia consiste en la posibilidad de confrontarse intelectualmente con las experiencias que no tienen nada que ver con la propia experiencia vital.
El di¨¢logo tiene m¨²ltiples beneficios para la vida democr¨¢tica: nos permite conocerles, les obliga a argumentar, revela sus debilidades y nos ofrece la posibilidad de convencerles. De entrada, excluir a los extremistas de la conversaci¨®n democr¨¢tica nos impedir¨ªa conocerlos y no deber¨ªamos olvidar que muchos de nuestros errores a la hora de combatirlos tienen su origen, m¨¢s que en su habilidad, en nuestra propia ignorancia (como no entender el tipo de indignaci¨®n de la que se nutren o no acertar con la clase de candidato y discurso m¨¢s apropiado para la confrontaci¨®n electoral; por ejemplo, por qu¨¦ gan¨® Trump y cu¨¢l ser¨ªa el mejor candidato para que no vuelva a hacerlo). Si a esto se a?ade el hecho de que tendemos a subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos, la consecuencia l¨®gica es que termine pareci¨¦ndonos no solo detestable sino incomprensible que la gente vote a tal o cual candidato.
La tolerancia democr¨¢tica implica escuchar cosas que nos desagradan e incluso que detestamos
Si hay que hablar con los extremistas no es porque uno vaya a poder convencerles (una posibilidad tanto m¨¢s remota cuanto m¨¢s extremista sea el interlocutor), sino para que quienes escuchen el debate tengan ocasi¨®n de escuchar sus argumentos y comprobar lo endebles que son. Lo costoso de la democracia es que tienes que explicarlo todo; lo bueno es que la sociedad entera vea lo dif¨ªcil que les resulta a algunos explicarse. No hay nada m¨¢s civilizador que un extremista comprobando la escasa resistencia de los datos que maneja y lo poco convincente que resultan sus argumentos. El debate, en el lugar adecuado y con las formas exigibles, les hace m¨¢s da?o que el silenciamiento y la exclusi¨®n. Adem¨¢s, nuestra disposici¨®n a reconocerles como interlocutores les impide disfrutar el privilegio de los m¨¢rtires.
Siempre me ha parecido una ingenuidad aquello de Habermas de que en un debate termina por imponerse la fuerza del mejor argumento. Tenemos mil pruebas de que nuestra conversaci¨®n democr¨¢tica no est¨¢ exenta de ventajas asim¨¦tricas y obstinaci¨®n; y aunque estuviera perfectamente organizada, nada nos asegura de que fuera a ganar quien se lo merece. Nuestras razones para hablar incluso con quien hace todo lo posible para no merecerlo no son tanto de naturaleza moral como estrat¨¦gica: porque hablar con ellos no les hace m¨¢s fuertes sino todo lo contrario, y mejora nuestra cultura democr¨¢tica, que es precisamente aquello que tratamos de potenciar.
Conviene recordar que la tolerancia democr¨¢tica implica escuchar cosas que nos desagradan e incluso que detestamos moralmente. La estupidez no es delito, ni el buen gusto es pol¨ªtica o moralmente exigible. En momentos como este se acuerda uno de Paul Val¨¦ry: la diversidad humana se debe a la variedad de formas de hacer el rid¨ªculo. Lo que no tiene ning¨²n sentido es que tratemos de proteger la democracia con las armas de sus adversarios. Las de la democracia son el di¨¢logo, la tolerancia y el respeto, tambi¨¦n con aquellos que han puesto todo de su parte para no merecerlo. Si el avance de la civilizaci¨®n consiste en hacer compatible la firmeza de las convicciones con la disposici¨®n a convivir con quienes no las comparten no es por debilidad o relativismo. La creaci¨®n de un espacio p¨²blico abierto ha sido una conquista de la humanidad a partir de la experiencia de que tendemos a identificar con demasiada ligereza nuestra peculiar visi¨®n del mundo con lo correcto y exigible a todos. Las normas que regulan la convivencia deben proteger la libertad de expresi¨®n contra esa tendencia a descalificar moralmente lo que nos desagrada.
La democracia liberal y las instituciones republicanas nacieron de la constataci¨®n de que en lo que consideramos como valores absolutos suele colarse alg¨²n inter¨¦s ventajista, que nos sobra seguridad con respecto a las cosas que consideramos verdaderas y que la prohibici¨®n es un recurso de ¨²ltima instancia que debe ser cuidadosamente justificado. Si queremos proteger la democracia, hemos de protegerla tambi¨¦n frente a las estrategias con las que pretendemos protegerla. La democracia solo se cuida con medidas democr¨¢ticas.
Daniel Innerarity es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa Pol¨ªtica e investigador Ikerbasque en la Universidad del Pa¨ªs Vasco. Acaba de publicar Una teor¨ªa de la democracia compleja (Galaxia Gutenberg).
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