J??n p?¡¯?m o la enfermedad del fuego
Las grandes epidemias del siglo XVI influyeron de manera determinante la manera en la que se instal¨® el orden colonial
Escribo desde Ayutla, una comunidad mixe en la sierra norte de Oaxaca, que se enfrenta a la situaci¨®n creada por la pandemia del coronavirus, sin acceso al agua potable. Mientras ideamos, platicamos e intercambiamos ideas de lo que podemos hacer ante esta situaci¨®n y la necesidad de denunciar la urgencia de nuestras circunstancias, no puedo evitar pensar en otras epidemias que han marcado la configuraci¨®n misma de nuestras comunidades a trav¨¦s de la historia. Las grandes epidemias del siglo XVI influyeron de manera determinante la manera en la que se instal¨® el orden colonial en estas tierras en los siguientes siglos.
Entre las guerras de conquista, los trabajos forzados, los abusos y las enfermedades, la colonia se fue estableciendo sobre una gran cat¨¢strofe demogr¨¢fica. Seg¨²n los c¨¢lculos de John K. Chance, autor del libro cl¨¢sico La conquista de la sierra. Espa?oles e ind¨ªgenas de Oaxaca en la ¨¦poca de la Colonia, el pueblo mixe no recuper¨® la poblaci¨®n estimada en 1519 hasta la d¨¦cada de 1970. Las cr¨®nicas y los registros de los impactos de la viruela y otras enfermedades importadas en la poblaci¨®n nativa siguen siendo impresionantes, pueblos enteros en los que la situaci¨®n hac¨ªa imposible enterrar a los muertos.
Los efectos de las epidemias en una poblaci¨®n expuesta ya a la guerra y al trabajo forzado redujo la poblaci¨®n nativa de una manera dram¨¢tica. Tan solo en la primera gran epidemia de viruela, algunos especialistas calculan la muerte de ocho millones de personas en un periodo de aproximadamente dos a?os. En una estimaci¨®n m¨¢s reducida -los n¨²meros siguen a debate- en estas tierras habitaban 15 millones de personas que a comienzos del siglo XVII se hab¨ªan convertido en dos millones. En cualquier caso y estimaci¨®n, no se puede negar que, a las guerras y al sometimiento, se sumaron las epidemias que hoy son consideradas un factor fundamental en ese proceso que llamamos la Conquista.
Despu¨¦s del siglo XVI y a trav¨¦s del tiempo, los pueblos ind¨ªgenas enfrentaron otras epidemias. En la tradici¨®n oral, tradici¨®n que habita en la memoria, las personas mayores de mi comunidad guardan relatos de aquellos a?os: las casas que quedaban desiertas ante la muerte de quienes la habitaban, el miedo cotidiano, la angustia de no poder cumplir con los rituales fundamentales y necesarios para que los muertos emprendieran su viaje, las caracter¨ªsticas de una enfermedad, j??n p?¡¯?m, que desde el mixe se traduce como ¡°la enfermedad del fuego¡±, por las fiebres alt¨ªsimas que la acompa?an, pero que no he podido identificar plenamente.
Las ¨²ltimas palabras de mi tatarabuelo antes de morir por j??n p?¡¯?m llegaron a m¨ª por medio de la transmisi¨®n intergeneracional, sus ¨²ltimas palabras antes de entrar en ese estado que es puente entre la conciencia y la nada hicieron referencia a una historia ejemplar: en su infancia, a ¨¦l le hab¨ªan contado a su vez de una gran epidemia que asol¨® a toda la regi¨®n, para evitar el contagio una familia decidi¨® tomar todo el ma¨ªz y el alimento disponible y huir a un lugar en donde la enfermedad no pod¨ªa alcanzarlos. Como despu¨¦s le¨ª en el extraordinario cuento de Edgar Allan Poe La m¨¢scara de la muerte roja, algo similar sucedi¨® con esta familia que disfrut¨® de los alimentos sustra¨ªdos a la comunidad sin preocuparse de la epidemia, como es de esperarse, la enfermedad viajaba con ellos y nadie m¨¢s pudo ayudarlos, despu¨¦s de la muerte que interrumpi¨® el disfrute de lo hurtado nadie pudo enterrarlos, sus cuerpos quedaron abiertos y secos al sol. Mi tatarabuelo, despu¨¦s de narrar la historia, pidi¨® a quienes lo escuchaban que no creyeran nunca esa mentira de que el bien individual se opone al bien colectivo. Dio algunas indicaciones m¨¢s y d¨ªas despu¨¦s falleci¨®. Su hija Luisa, que hab¨ªa escuchado estas palabras, pronto cay¨® enferma tambi¨¦n; antes de entrar en los estados extraordinarios que la fiebre provee a la mente, ella se comprometi¨® en matrimonio con mi bisabuelo Zacar¨ªas quien, junto a sus vecinos y amigos, se dedic¨® a tomar las medidas necesarias para no enfermarse y, al mismo tiempo, cuidarla a ella y a sus hermanos, provey¨® de agua fresca y alimento a quienes atravesaban la enfermedad en casa de su prometida. Mi bisabuela Luisa logr¨® sanar y transmiti¨® con solemnidad las palabras de su padre que desde entonces se repiten en mi familia con un respeto que solo genera la est¨¦tica de la repetici¨®n: el bien individual no se opone al bien colectivo, el bien individual depende del bien colectivo.
En una de las versiones de un mundo ideal capitalista, la vida en com¨²n transcurrir¨ªa con un estado que solo intervenga para proteger la propiedad privada y en la que todos los servicios, productos y lo necesario para vivir est¨¦ controlado por el capital y la iniciativa privada. En muchos delirios anarco-capitalistas, el individuo, su libertad y su propiedad son el centro de la regulaci¨®n de la vida en com¨²n. En contrapuesto, las organizaciones comunitarias se narran como aquello que vendr¨¢ y arrebatar¨¢ el fruto del trabajo de las personas m¨¢s trabajadoras para repartirlos entre los que menos se han esforzado, la organizaci¨®n comunal se narra como una estructura que aplasta las voluntades y los deseos individuales para instaurar la dictadura de la mayor¨ªa. En el discurso se ha creado una permanente tensi¨®n entre el bien individual y el inter¨¦s colectivo que frustra y limita al individuo. La explotaci¨®n de esta aparente contraposici¨®n entre individuo y comunidad se sembr¨® como la semilla del miedo para construir una propaganda anticomunista y tambi¨¦n se utiliza hoy para demeritar las m¨²ltiples luchas por la construcci¨®n de estructuras sociales m¨¢s ancladas en la solidaridad, en el apoyo mutuo y en la comunalidad. Las democracias liberales establecen un pacto con individuos concretos, las garant¨ªas individuales est¨¢n consagradas en diversas constituciones y la base del Estado neoliberal tiene al individuo y su propiedad privada como sujeto base del derecho. Bajo esta l¨®gica, a trav¨¦s de la historia, al Estado le ha costado lidiar con comunidades y no con individuos, comunidades que reclaman territorios en comunidad, entes colectivos con los que hasta hace poco, no ten¨ªa marco legal con el cual relacionarse.
Sin embargo, la experiencia de muchas personas contradice la preponderancia de una oposici¨®n esencial entre bien individual y bien colectivo. La polit¨®loga k¡¯iche¡¯ Gladyz Tzul ha abordado c¨®mo la estructura comunal permite justamente la satisfacci¨®n de los anhelos individuales. Mi experiencia apunta en el mismo sentido, si pudimos tener lo necesario para desarrollar nuestra vida y con ella nuestros deseos y anhelos fue en gran medida porque muchas personas en colectivo construyeron aulas, un sistema de agua potable, una estructura que nos provey¨® de fiesta y actividades de ocio gratuitas que se gestionaban con trabajo comunal. La pasi¨®n y el inter¨¦s personal por la m¨²sica encuentran un espacio en el cual florecer en las escoletas musicales y en las bandas filarm¨®nicas que nuestras comunidades gestionan colectivamente. Ante esta evidencia se revela que, m¨¢s que oponerse, el bien individual depende del bien colectivo. El individualismo de las personas que no conocen a quienes habitan en el mismo edificio se explica porque su bien personal se ha depositado en el pacto que han hecho con el Estado; a cambio de aportar una m¨®dica, digamos as¨ª, cantidad de impuestos, dejan en manos del Estado la gesti¨®n de aspectos fundamentales de la vida como el funcionamiento del agua potable o el sistema educativo, por mencionar algunos. Cuando lo extraordinario irrumpe en forma de terremoto o el Estado falla, como lo hace constantemente, la mentira del individualismo se revela: entonces es necesario hablar con la vecina, congregarse y enfrentar en colectivo la situaci¨®n extraordinaria que trae a la mesa la idea negada pero palpitante de lo humano: nos necesitamos. Incluso en sociedades altamente individualistas, la necesidad de la colectividad revela su amplio rostro en situaciones de quiebre: frenar la pandemia del COVID-19 necesita de la colaboraci¨®n de todas las personas, se revela que guardar la distancia o lavarse las manos, puede salvar la vida de personas que no conocemos y que las acciones de ellos pueden salvar la vida de nuestra madre octogenaria. Si la propagaci¨®n del virus muestra los resortes de las estructuras interrelacionadas en las que habitamos, solo la colectivizaci¨®n del cuidado puede parar la pandemia.
Las epidemias del siglo XVI tuvieron un contexto hist¨®rico, econ¨®mico y pol¨ªtico concreto, el COVID-19 aparece en medio de una de las crisis del capitalismo y ese contexto le dota de caracter¨ªsticas particulares y le proveer¨¢ de consecuencias espec¨ªficas. El capitalismo ha necesitado de la idea del ¨¦xito individual y del m¨¦rito personal, el capitalismo ha exaltado la idea del individuo que teme una conjura comunista o comunal que le arrebate su propiedad adquirida con tanto celo. Pero un virus no es propiedad privada. En las periferias del capitalismo y del Estado hemos aprendido otras verdades, la familia que hurta el ma¨ªz colectivo para escapar de la enfermedad est¨¢ condenada a la falta de ayuda y a los cuerpos insepultos, la poblaci¨®n mixe que sali¨® de la cat¨¢strofe demogr¨¢fica del siglo XVI se organiz¨® en estructuras comunales para resistir el establecimiento paulatino del r¨¦gimen colonial y luego el establecimiento del Estado, comunalmente hicieron la vida que hizo posible que a pesar de las cruentas epidemias, del despojo y la violencia, aqu¨ª continuemos. El cuidado comunal salv¨® la vida de Luisa que hace posible que ahora yo pueda repetir los ¨²ltimos consejos de mi tatarabuelo ante la epidemia que le toc¨® vivir: el bien individual es el bien colectivo.
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