Se suele decir que lo m¨¢s importante de un viaje es la compa?¨ªa, y a veces la mejor compa?¨ªa es un buen libro. Como explicaba mi compa?ero Guillermo Altares en el art¨ªculo El gran viaje de papel, publicado en El Viajero, ¡°los libros nos han ense?ado a ver el mundo¡±, y al igual que los viajes, son adem¨¢s una gran v¨ªa de escape, sobre todo cuando las ¨²nicas puertas por las que huir (con la imaginaci¨®n, se sobrentiende) de la cama de hospital en la que est¨¢s aislado por coronavirus son un par de novelas del escritor escoc¨¦s Philip Kerr, el creador del detective Bernie Gunther.
Ya convaleciente en casa, aprovech¨¦ para hacer limpia de libros, sobre todo de gu¨ªas de viaje obsoletas y mediocres novelas policiacas ¡ª?los actuales libros de caballer¨ªas?¡ª que han terminado en el contenedor de papel reciclado como lo hicieran el Sergas de Esplandi¨¢n, de Garci Rodr¨ªguez de Montalvo, o el Florismarte de Hircania, de Melchor de Ortega, en la hoguera del Cap¨ªtulo VI del Quijote. Tambi¨¦n me he reencontrado con viejos amigos escondidos en la tercera hilera en la estanter¨ªa, textos y versos de poetas, escritores y cronistas viajeros como Yeats, Cervantes, Graham Greene, Isak Dinesen, Paul Bowles, Nabokov, Truman Capote, Claudio Magris, Lawrence Durrell, Patrick Leigh Fermor, Marguerite Duras, Jan Morris, Juan Rulfo... Esta es una peque?a selecci¨®n elegida a vuelapluma (algunos, los que me m¨¢s me emocionaban, los iba volcando sobre la marcha en mi perfil de Facebook).
Entre ellos hay novelas que te atrapan desde la primera frase. Comienzos memorables como el ¡°Vine a Comala porque me dijeron que ac¨¢ viv¨ªa mi padre, un tal Pedro P¨¢ramo¡±, de la maravillosa novela del mexicano Juan Rulfo (aunque a m¨ª me gustan m¨¢s algunos de sus relatos cortos, como Nos han dado la tierra o Luvina, su fantasmag¨®rico precedente). Un arranque que viene muy a cuento en estos tiempos de distop¨ªa es el de Historia de dos ciudades, de Dickens (un libro que confieso no haber le¨ªdo entero): ¡°Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabidur¨ªa, y tambi¨¦n de la locura; la ¨¦poca de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperaci¨®n. Todo lo pose¨ªamos, pero no ten¨ªamos nada; camin¨¢bamos en derechura al cielo y nos extravi¨¢bamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella ¨¦poca era tan parecida a la actual, que nuestras m¨¢s notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, s¨®lo es aceptable la comparaci¨®n en grado superlativo¡±.
Otros libros te trasladan hasta lugares que visitaste, a veces decepcionado, mucho despu¨¦s de leerlos, como el delta del Mekong, en Vietnam, un decorado de canales, juncos y gabarras que, citando a Graham Greene en El americano tranquilo, ¡°se apodera de uno como un olor: el oro de los arrozales bajo un sol chato y tard¨ªo; las fr¨¢giles p¨¦rtigas de los pescadores zumbando como mosquitos, los sombreros como moluscos de las muchachas¡±. All¨ª, en el transbordador entre Vinh Long y Sa Dec, ¡°en la gran planicie de barro y de arroz del sur de la Cochinchina, la de los P¨¢jaros¡±, ser¨¢ donde una Marguerite Duras adolescente conocer¨¢ a su rico novio chino en El amante: ¡°Me apeo del autocar. Me acerco a la borda. Miro el r¨ªo. Mi madre a veces me dice que nunca, en toda mi vida, volver¨¦ a ver r¨ªos tan hermosos como estos, tan grandes, tan salvajes, el Mekong y sus brazos que descienden hacia los oc¨¦anos, esos terrenos de agua que van a desaparecer en las profundidades¡±.
Los r¨ªos de Europa
Otro virtuoso creando atm¨®sferas es Nabokov: ¡°Esto es lo que veo ahora mismo en tus ojos: una noche lluviosa, una calle angosta, unas farolas que se pierden en la distancia. El agua se desliza vertiginosa por las laderas de los tejados hasta los desag¨¹es (...) Aire de primavera. Un poco velloso. ?Ves esos tilos que bordean la calle? Negras ramas cubiertas con h¨²medas lentejuelas verdes. Todos los ¨¢rboles est¨¢n viajando hacia alg¨²n lugar (...) Los tejados relumbran como espejos oblicuos cegados por el sol. Una mujer con alas est¨¢ de pie en el alf¨¦izar de una ventana limpiando los cristales. Se inclina, hace unas muecas, se quita un mech¨®n de pelo llameante de la cara. El aire huele levemente a gasolina y a tilos¡±, escribe en Dioses uno de sus Cuentos completos publicados en espa?ol por Alfaguara. Los paisajes viajeros del italiano Claudio Magris abarcan desde Madrid ¡ª¡°La multitud del domingo, en el parque del Retiro, tiene un aire desenfadado y tranquilo, la desenvuelta vitalidad de quien disfruta de las horas que se deslizan perezosamente, los pasos sin meta, el tiempo que se consume como un helado lamido distra¨ªdamente¡± (El infinito viajar) ¡ª a las estepas h¨²ngaras que describe en El Danubio, su libro de viajes m¨¢s conocido, un territorio al que Patrick Leigh Fermor (1915-2011) nos traslada con delicioso lirismo en El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua: ¡°Tal vez pas¨¦ demasiado tiempo detenido en el puente. Las sombras engull¨ªan las orillas eslovaca y h¨²ngara, y las aguas del Danubio, r¨¢pidas y p¨¢lidas entre ambas riberas, ba?aban los muelles de la vieja ciudad de Esztergom, donde una escarpada colina alzaba la bas¨ªlica hacia el firmamento crepuscular¡±. La melanc¨®lica y oscura naturaleza de la capital checa recorre la enciclop¨¦dica (y a veces demasiado intensa) Praga m¨¢gica del italiano Angelo Maria Ripellino, donde se funden, como ¡°las larvas grotescas e inquietantes de la literatura praguense¡±, los alquimistas y astr¨®logos de la corte de Rodolfo II, las g¨¢rgolas de la catedral de San Vito, los robots de Karel Capek, el Golem de Gustav Myerink o el hombre transmutado en insecto de La metamorfosis, de Kafka.
Luz cegadora, aire seco y vibrante
La luminosidad del Mediterr¨¢neo ha deslumbrado a escritores como Truman Capote, que en uno de los relatos recogidos en Los perros ladran, describe as¨ª una playa de la isla italiana de Istria: ¡°Un d¨ªa, recorriendo los acantilados, vimos una amapola, luego otra; crecen aisladas entre las piedras en sombra, como campanillas chinas ensartadas a lo largo de una cuerda tensa. Seguimos el rastro de amapolas y llegamos a un sendero que desembocaba en una playa extra?a y oculta. Estaba encerrada entre acantilados, y el agua era tan clara que se ve¨ªan las flores marinas y los movimientos bruscos de los peces¡±. De Truman Capote es tambi¨¦n esta gr¨¢fica descripci¨®n del oto?o en Sicilia: ¡°Y lleg¨® el oto?o, y en ¨¦l estamos: un viento que suena como una pandereta, un fantasma de humo que se mueve entre los ¨¢rboles amarillos. Ha sido un buen a?o para la uva; flota dulce en el aire el aroma de la uva ca¨ªda en el mantillo de las hojas, vino nuevo. Las estrellas aparecen a las seis; sin embargo, no hace demasiado fr¨ªo, y podemos tomar un c¨®ctel en la terraza y contemplar, a la viva luz de las estrellas, las ovejas, con su cara de Buster Keaton¡±. Buena parte de la obra de Lawrence Durrell (Jullundur, India, 1912-Sommi¨¨res, Francia, 1990) tambi¨¦n est¨¢ ambientada en el Mediterr¨¢neo (Alejandr¨ªa y las islas de Corf¨², Chipre y Rodas), un espacio geogr¨¢fico que el autor del Cuarteto de Alejandr¨ªa, su obra m¨¢s conocida, despliega en pinceladas vibrantes como un lienzo impresionista. As¨ª arranca Clea, el cuarto tomo del Cuarteto: ¡°Aquel a?o las naranjas fueron m¨¢s abundantes que de costumbre. Centelleaban como linternas en los arbustos de bru?idas hojas verdes, chisporroteaban entre la arboleda ba?ada de sol. Parec¨ªan ansiosas por celebrar nuestra partida de la peque?a isla¡±.
El estadounidense Paul Bowles (1910-1999), autor de El cielo protector y cuentos como Bautismo de soledad hizo del desplazamiento y el desamor su materia literaria. Recluido en T¨¢nger (Marruecos) desde 1952 hasta su muerte en 1999, lejano en su nomadismo interior a la dura realidad del pa¨ªs, Bowles hab¨ªa renunciado a la brillantez de la vida literaria y musical de Nueva York para seguir el aforismo de Kafka, uno de sus escritores favoritos: ¡°A partir de un cierto punto, ya no hay posibilidad alguna de retorno. Ese es el punto que es preciso alcanzar¡±. Como le ocurriera a Lawrence Durrell con la ciudad de Alejandr¨ªa (Egipto), no tard¨® en caer cautivo del oscuro magnetismo del norte de ?frica y unos paisajes que Bowles dibuja con precisi¨®n fotogr¨¢fica: ¡°Tanto si es la primera vez que vas al S¨¢hara como si es la d¨¦cima, lo primero que percibes de inmediato es el silencio. Si est¨¢s fuera de una poblaci¨®n, un silencio incre¨ªble, absoluto, y si no, incluso en lugares bulliciosos como un mercado, algo callado en el aire. Parece que el silencio fuese una fuerza consciente que, molesta por la intrusi¨®n del sonido, redujera al m¨ªnimo el sonido y lo dispersara enseguida. Luego est¨¢ el cielo, comparado con el cual todos los dem¨¢s cielos parecen intentos fallidos. Rotundo y luminoso, es siempre el punto focal del paisaje. En el ocaso, la sombra precisa y curva de la tierra penetra en ¨¦l y se eleva r¨¢pida del horizonte cont¨¢ndolo en la mitad luminosa y la oscura. Cuando se ha disipado toda la luz diurna y el firmamento est¨¢ cuajado de estrellas, sigue siendo un azul intenso y ardiente, cuyo punto m¨¢s oscuro se encuentra en el cenit y va palideciendo a medida que se aproxima a la tierra, de manera que la noche no llega a ser oscura del todo¡±.
Fascinaci¨®n por ?frica
El lirismo de Memorias de ?frica, de la danesa Karen Blixen (m¨¢s conocida por su seud¨®nimo literario Isak Dinesen) ¡ª¡°A mediod¨ªa, el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana¡±¡ª tiene su contrapunto en la serie de cr¨®nicas africanas que Alberto Moravia escribi¨® en los a?os sesenta y setenta del siglo pasado para el Corriere della Sera, publicadas en castellano en libros como Paseos por ?frica o ?De qu¨¦ tribu eres? Los de Moravia son textos dotados de un sentido cr¨ªtico que va mucho m¨¢s all¨¢ de las descripciones sensoriales, incluso cuando habla de lugares tan cautivadores como la isla tanzana de Zanz¨ªbar: ¡°La melancol¨ªa tan seductora, la decadencia tan c¨ªvica de Zanz¨ªbar, son la melancol¨ªa y la decadencia resultantes de la abolici¨®n del comercio de esclavos, en 1897. As¨ª, la belleza po¨¦tica y madura del barrio ¨¢rabe era, por decirlo en t¨¦rminos marxistas, la superestructura de una estructura econ¨®mica basada en el comercio de carne humana¡±. Similar mirada cr¨ªtica ¡ªuna mezcla de repugnancia y fascinaci¨®n¡ª recorre El olor de la India, de Pasolini, quien acompa?¨® a Moravia en varios de sus viajes por Asia y por ?frica. ¡°He visto a un joven, inm¨®vil, del color de la cera, abstra¨ªdo: pero en sus ojos desorbitados hab¨ªa un gran orden y una gran paz. Ten¨ªa las manos unidas en gesto de plegaria. Me acerqu¨¦ para observar mejor (...) Mir¨¦ qu¨¦ era lo que adoraba. Se trataba de una rana, de un metro de altura, encerrada en el interior del templete, detr¨¢s de unos sucios tapices amarillos: una rana hecha con una madera que parec¨ªa viscosa, con el dorso pintado de rojo y la panza de amarillo¡±.
En los confines del mundo
Antes de hacerse escritor, el chileno Francisco Coloane (1910-2002) condujo reba?os en las haciendas de la Tierra del Fuego, particip¨® en la b¨²squeda de petr¨®leo en el estrecho de Magallanes y naveg¨® en c¨²teres loberos por el laberinto de canales patag¨®nicos, un territorio salvaje que se extiende hasta el Cabo de Hornos, ¡°desgran¨¢ndose en numerosas islas, entre las cuales culebrean canales misteriosos que van a perderse all¨¢ en el fin del mundo¡±. Sus aventuras se ven reflejadas en libros como Los conquistadores de la Ant¨¢rtida (1945), El ¨²ltimo grumete de la Baquedano (1941) y los libros de cuentos Cabo de Hornos, Golfo de Penas y Tierra del Fuego, agrupados bajo un solo t¨ªtulo, Cuentos completos, por Alfaguara. La Patagonia de Coloane, una tierra inh¨®spita y agreste por la que ¡°solo se aventuraban audaces nutrieros y cazadores de lobos, gentes de distintas razas, hombres corajudos que ten¨ªan el coraz¨®n nada m¨¢s que como otro pu?o cerrado¡±, poco tiene que ver con la que describe Bruce Chatwin (1940-1989) en En la Patagonia, un cl¨¢sico de la literatura de viajes, pese a que algunos cr¨ªticos acusan a Chatwin (quien fue un gran fabulador, incluso un peque?o embustero) de haberse inventado muchas de las historias que cuenta en su libro.
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