Dibujitos
Y es cierto que esos estadios vac¨ªos tienen la obscenidad del rey desnudo: que se le ven los frunces, las arrugas, se le oyen los gritos. Pero el mundo est¨¢ lleno de reyes en pelotas y all¨ª siguen gritando
Somos dibujitos. Ya lo tem¨ªamos, ahora lo confirmamos: ah¨ª estamos, cantando y gritando, llenando las pantallas en las canchas vac¨ªas. Esper¨¢bamos que no fuera tan f¨¢cil reemplazarnos, tan barato: alcanz¨® con unos bits de animaci¨®n, ovaciones grabadas.
Somos prescindibles; quer¨ªamos presumir que no. Supusimos que nuestros equipos nos necesitaban. Imaginamos, incluso, que jugaban para nosotros, los hinchas sufridos que los segu¨ªamos con tozudez de perro flaco. Nos gustaba creer que influ¨ªamos con nuestros gritos y aplausos y silbidos: que ten¨ªamos un peso. La pandemia fue la excusa perfecta para mostrarnos la verdad: las gradas se vaciaron y las canchas volvieron a llenarse; ellos est¨¢n, nosotros ya no estamos.
El f¨²tbol fue, durante mucho tiempo, solo un relato: hasta los a?os sesenta lo ve¨ªa quiz¨¢s el 1% de los que lo segu¨ªan y el resto lo consum¨ªa ¡ªlo ¡°sent¨ªa¡±¡ª en las narraciones de las radios y los diarios. Eran fan¨¢ticos de algo que nunca hab¨ªan visto: pasi¨®n de puro cuento. Despu¨¦s vino la tele y millones empezaron a mirarlo, a poder verlo.
Y se fue haciendo cada vez m¨¢s claro que los partidos de f¨²tbol no suced¨ªan en los estadios sino en esas pantallas. El primero que lo entendi¨® en serio fue, como siempre, Maradona: aquella tarde de junio de 1994, cuando fue a celebrar su gol argentino a Nigeria ante una c¨¢mara, termin¨® de explicarnos que all¨ª estaba el verdadero p¨²blico.
Que fue creciendo m¨¢s y m¨¢s, multiplicando el negocio por millones. Qued¨¢bamos, mientras, los irreductibles, los que segu¨ªamos yendo a verlo en la carne. Son ¡ªsomos¡ª un n¨²mero rid¨ªculo: un partido importante puede convocar a 100.000 en el campo, 100 millones en los televisores. Nos toleraban: ¨¦ramos la mejor escenograf¨ªa posible para el famoso balompi¨¦: colores, movimiento, incluso alguna m¨²sica, la posibilidad remota de lo ?inesperado. Pero ahora todo termin¨® de quedar claro. De las cuatro patas en que siempre anduvo el f¨²tbol, tres siguen siendo indispensables y una no. No habr¨ªa f¨²tbol sin los jugadores que lo juegan, sin las marcas que los mercan, sin la televisi¨®n que los teletransporta; puede haber ¡ªlo hay¡ª sin el p¨²blico de carne y hueso, el que lo llev¨® al lugar donde est¨¢ ahora.
Es cierto que pierden alg¨²n dinero al no tenernos: ya encontrar¨¢n un jeque ¨¢rabe o un explotador chino o un narco kazajo que compense.?Y es cierto que esos estadios vac¨ªos tienen la obscenidad del rey desnudo: que se le ven los frunces, las arrugas, se le oyen los gritos. Pero el mundo est¨¢ lleno de reyes en pelotas y all¨ª siguen gritando.
As¨ª que volveremos, seguramente, en unos meses, pero ya qued¨® claro que no somos necesarios: que les tendremos que agradecer la gentileza de recibirnos en las gradas. El mundo se hace plano, las vidas se achatan. Los dibujitos ser¨¢n cada vez mejores, las personas cada vez m¨¢s molestas. Ahora todo consiste en calcular cu¨¢ndo los jugadores tambi¨¦n se volver¨¢n superfluos: cu¨¢ndo ser¨¢ mejor ¡ªm¨¢s lucrativo, m¨¢s emocionante, m¨¢s perfecto¡ª armar partidos de play glorificada, ¡°realidad virtual¡±. Habr¨¢ acabado, entonces, la prehistoria del ?deporte: todo ser¨¢, por fin, puro dibujo.
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