Tabucchi, a M¨¦xico, Vargas Llosa, a Par¨ªs
Las mejores citas de los reportajes firmados por novelistas, poetas y dramaturgos
Bola?o no quiso responder a si Teruel existe o no existe, pero en su art¨ªculo para El Viajero de 2001 se nota que le encant¨® la ciudad. Carmen Mart¨ªn Gaite a?oraba las miradas adolescentes de los chicos y las chicas en la plaza mayor de su Salamanca natal, y Almudena Grandes vio, hace ya 15 a?os, una compa?¨ªa de baile bien adiestrada en los estorninos de Mil¨¢n. Lugares recordados por escritoras y escritores, como el museo parisino que hizo so?ar con novelas de caballer¨ªas a un joven Mario Vargas Llosa, o las Voltolinas, madre e hija, que alojaron a Francisco Nieva en su palazzoveneciano.
01 Almudena Grandes
? N¨¢poles, la ciudad que ense?a a bailar a los p¨¢jaros
¡°Al llegar a la Piazza Municipio contempl¨¦, a lo lejos, la negruzca mole del castillo de los Anjou, y sobre sus almenas, una asombrosa crester¨ªa m¨®vil, docenas de estorninos movi¨¦ndose a la vez como si careciesen de vida propia, como si fueran peque?as piezas de un gran cuerpo tembloroso y ¨¢gil, como una compa?¨ªa de bailarines bien adiestrados ejecutando la dificil¨ªsima tarea de interpretar el silencio de una tarde de noviembre¡±.
02 Francisco Ayala
? Granada, pasi¨®n de agua
¡°Hablar¨¦ m¨¢s bien del sentimiento nost¨¢lgico que en m¨ª despierta la sonoridad de aquellos lent¨ªsimos atardeceres, cuando, al pie de la Torre de la Vela, aquel muchacho que era yo entonces sol¨ªa escuchar el variado concierto de los rumores urbanos, fundido como en la caja de la melanc¨®lica guitarra, ascendiendo hasta la cumbre de la colina¡±.
03 Soledad Pu¨¦rtolas
? Pamplona, un verano
¡°Recorro luego la calle de San Nicol¨¢s, con el recuerdo de la misa diaria de mi abuela, que nos llevaba cogidas de la mano, y aquel olor a tumba, no a incienso ni a cera, sino a tumba, que se respiraba en la iglesia. Y, desde luego, busco los bares, tan importantes en la vida ciudadana de Pamplona. El hermano peque?o de mi madre, a¨²n soltero, era cliente habitual de muchos bares, y yo me asomaba a ellos en la infancia con la certeza de que eran prometedores territorios, a¨²n prohibidos¡±.
04 Carmen Mart¨ªn Gaite
? Salamanca, la novia eterna
¡°Yo nunca he podido ver la plaza Mayor como monumento. La veo como un espacio muy grato y nada solemne, donde se percibe el pulso de lo cotidiano, donde se entra y se sale varias veces al d¨ªa a buscar algo, como al cuarto de estar. En mi juventud fue, sobre todo, un lugar de paseo, escenario donde se cruzaron esas miradas que preceden al conocimiento de alguien que a su vez nos ha mirado a hurtadillas. Los muchachos, por aquel entonces, daban vueltas a la plaza en el sentido contrario a las manecillas del reloj; las chicas, a favor de la marcha del reloj. Y era siempre un punto exacto en el que se produc¨ªa el cruce de miradas¡±.
05 Francisco Nieva
? Cosas que solo suceden en Venecia
¡°A quien va a Venecia ¡°le pasa algo¡±, aunque solo sea conocer Venecia. Pero algunos hemos tenido all¨ª aventuras apasionantes. Por ejemplo, mi primer alojamiento en esa ciudad fue en un palazzo de Canal Gr ande que colindaba con Ca Rezzonico, frente al Palazzo Grassi. Era la casa de una tal contessa Voltolina, que viv¨ªa con una hija solterona y me alquilaba el piano nobile del bello edificio. No pienso relatar mi historia con las Voltolinas, hija y madre, pero s¨ª puedo decir que tuvo un sabor veneciano inolvidable, porque todo lo impregna Venecia de novelismo¡±.
06 Enrique Vila-Matas
? Inmersi¨®n en la alegr¨ªa de Lisboa
¡°Lisboa hay que verla en el tiempo exacto de un sollozo. Verla toda entera con la primera luz del amanecer, por ejemplo. O verla bien completa con el ¨²ltimo reflejo del sol sobre la Rua da Prata. Y despu¨¦s, llorar. Porque uno, aunque sea la primera vez que la ve, tiene la impresi¨®n de haber vivido antes all¨ª todo tipo de amores truncados, desenlaces violentos, ilusiones perdidas y suicidios ejemplares. Caminas por primera vez por las calles de Lisboa y, como le ocurriera al poeta Valente, sientes en cada esquina la memoria difusa de haberla ya doblado. ?Cu¨¢ndo? No sabemos. Pero ya hab¨ªamos estado aqu¨ª antes de haber venido nunca¡±.
07 Antonio Tabucchi
? Los solitarios en Yucat¨¢n
¡°La hora de la sobremesa est¨¢ hecha para la siesta, porque M¨¦xico es un pa¨ªs de siesta. Dejan al borde de la piscina sus enormes sombreros de paja, acaso fabricados en Taiw¨¢n, en los que han escrito sus nombres con rotulador, Ulrike, Klaus, Alice, Renate, y se retiran a sus habitaciones, donde unos ventiladores de tipo colonial y una alfombra de colores colgada de la pared les confirma que se hallan realmente en M¨¦xico¡±.
08 Clara S¨¢nchez
? San Francisco, s¨ªmbolos de una ciudad libre
¡°El reclamo era el oro, un oro del que solo hab¨ªan o¨ªdo hablar, un oro lejano y sin due?o y cuyo vestigio pervive pegado a algunos nombres como Golden Gate Bridge o Golden Gate Park. Los futuros mineros llegaban por miles de todo el mundo, se instalaban en tiendas o en barracones y empezaban a buscar y a vivir a la desesperada o sin control, hasta que los filones aur¨ªferos se agotaron y muchos se marcharon.
Pero qued¨® San Francisco, sus casas y calles ascendiendo y descendiendo por colinas, formando una cuadr¨ªcula en forma de monta?a rusa, y su bah¨ªa abierta a lo desconocido. As¨ª que no es de extra?ar que all¨ª naciera uno de los m¨¢s grandes escritores aventureros, Jack London, con su cazadora de correr mundo y su pelo revuelto por el aire del mar¡±.
09 Javier Cercas
? La hora de Extremadura
¡°H¨¢ganme caso y vayan a M¨¦rida. Vayan a Plasencia. Vayan a Yuste. No se pierdan C¨¢ceres (si tienen algo de dinero, c¨®manse en El Fig¨®n unas ancas de rana y unos huevos fritos con chorizo y migas). Por supuesto, vayan a Guadalupe. Vayan tambi¨¦n a Trujillo. A mi pueblo, Ibahernando, no hace falta que vayan (pero, si van, no hace falta que lleven dinero: lo tienen todo pagado). Vayan a Zafra. Pi¨¦rdanse en la sierra de Gata. Tambi¨¦n en La Vera y en el valle del Jerte. Vayan incluso a Badajoz, que tiene fama de ciudad fea y no lo es, o por lo menos tiene su gracia. Vayan a Valencia de Alc¨¢ntara. Vayan. Vayan y ver¨¢n. A menos que mi autoestima se haya hipertrofiado enfermizamente, no se arrepentir¨¢n. Para qu¨¦ mentir: comprobar¨¢n que la vida est¨¢ en Extremadura. Quien lo prob¨® lo sabe¡±.
10 Julia Piera
? Una flor para Emily Dickinson
¡°Amherst es uno de los pocos lugares del mundo que ha elegido un cementerio para conmemorar la historia de su comunidad. En enero de 1730, los miembros de la antigua plantaci¨®n brit¨¢nica colonial de Hadley votaron para ofrecer a sus colonos "libertad para establecer un lugar para enterramientos". El enclave elegido, que pronto se convertir¨ªa en el Cementerio Oeste, conserva casi intacto su paisaje originario; es un campo verde de peque?as estelas de piedra casi sim¨¦tricas en el que encontramos a los primeros colonos enterrados junto a granjeros, siervos, soldados, empresarias, profesores y poetas. Muchos de ellos aparecen retratados a colores vivos en el emocionante mural que circunda el cementerio. Como una m¨¢s de la comunidad, Emily Dickinson ocupa un nicho en esa tierra y un fragmento de ese mural. Es una figura que surge en una enorme flor blanca, rodeada de otras flores blancas, de su hermana Lavinia y de su gato, y que reproduce, enaltecida, la ¨²nica imagen-daguerrotipo que se conserva de la poeta¡±.
11 Luisa Castro
? La ciudad so?ada (28-01-2006)
¡°Hay otro lugar en Santiago de Compostela que no se parece a ning¨²n otro en el mundo: el mercado. Aqu¨ª vienen todav¨ªa los paisanos de los alrededores con sus cestas y sus frutos. Una lamprea negra como la muerte se pavonea dentro de su caldero, una procesi¨®n de quesos de una blancura indescriptible se te ofrece. Lo blanco, lo negro, y los mil colores de las manzanas del pa¨ªs, rojo carne, azul marisco, y las flores del campo en la primavera. ?Qui¨¦n dijo que Santiago era gris?¡±.
12 Mario Vargas Llosa
? Entre unicornios y quimeras en Par¨ªs
¡°La Place Paul Painleve es una placita diminuta a las puertas del Museo Cluny, en el barrio latino. No se caracteriza, como otras plazas o parques de Par¨ªs, por grandes hechos hist¨®ricos o culturales. Pero tiene para m¨ª el encanto personal que le da haber sido el primer rinc¨®n donde viv¨ª en Par¨ªs.
Esta placita era lo primero que ve¨ªa en las ma?anas al salir del peque?o hotelito donde me alojaba, y muchas veces me sentaba all¨ª a tomar notas, a leer, o, simplemente, a ver pasar a la gente. El Museo Cluny de arte medieval, en mi juventud de lector voraz de novelas de caballer¨ªas, era un verdadero para¨ªso, porque en sus salas pude ver por primera vez las armaduras, las espadas y picas y mandobles, las cotas de malla y hasta los cinturones de castidad, de lo que hablaban esos textos medievales¡±.
13 Rosa Montero
? Alaska, un pa¨ªs a medio hacer
¡°Como dicen todas las gu¨ªas, para desconcierto de los turistas, el tiempo es muy cambiante. Eso significa que llueve durante horas, luego sopla el viento, chaparronea, truena, hay niebla, diluvia, despu¨¦s vuelve a llover, sale el sol una ma?ana, cae una tormenta, hay un vendaval, llueve, vuelve a diluviar, graniza, gotea. O sea, es cambiante dentro de lo horrible. En invierno se pasan ocho o nueve meses cubiertos de nieve con el term¨®metro a 40 grados bajo cero (en algunas zonas a 70 grados bajo cero). En agosto la temperatura m¨¢xima oscila entrelos 8 y los 12 grados, mojados, ventosos y desapacibles. Sin embargo, los alaskanos (o alaskitas, o tal vez alaskienses) visten pantalones blancos y camisas de manga corta y ponen el aire acondicionado en los locales publicos (?como se les ocurri¨® ni siquiera instalarlo?)¡±.
14 Ignacio Vidal-Folch
? Mosc¨², literatura de alto voltaje
¡°Cada casa museo de un escritor tiene el inter¨¦s doble de su valor hist¨®rico como testimonio de una arquitectura y de una vida dom¨¦stica determinadas y el atractivo como centros de fetichismo literario. En el gabinete de Tolst¨®i destaca el escritorio con balaustrada que aparece en el famoso retrato de Nikol¨¢i Gue (que puede verse en la Tretiakov), y la silla en la que se sentaba para escribir, con las patas recortadas: estaba muy mal de la vista, y al escribir ten¨ªa los ojos casi pegados al papel. Entre otros efectos personales est¨¢ la bicicleta que estren¨® a los 67 a?os, las mancuernas de su ejercicio diario y, bajo el piano del sal¨®n donde su hija celebraba bailes y ¨¦l le¨ªa sus manuscritos, la piel del oso, recuerdo de la cacer¨ªa de 1858 que casi le cuesta la vida¡±.
15 Roberto Bola?o
? En busca del Torico de Teruel
Entramos en la plaza del Torico. Y all¨ª, sobre una columna capaz de sostener a un h¨¦roe griego o al caballo de Franco, estaba el Torico. Eso era Teruel, lo supe en el acto, y eso era tambi¨¦n el esp¨ªritu descre¨ªdo e ind¨®mito de Arag¨®n. El Torico, como su nombre indica, es peque?¨ªsimo, un juguete para un ni?o de ocho a?os; pero no es un juguete, es un toro enano. Su apostura es tranquila y no carece de soberbia e indiferencia. Es una de las estatuas m¨¢s hermosas que he visto en mi vida, si no la m¨¢s hermosa de todas. Al regresar volv¨ª a marearme y luego me qued¨¦ dormido. So?¨¦ que el Torico caminaba a mi lado. ¡°?Te ha gustado Teruel?¡±, me pregunt¨®, aunque solo por educaci¨®n, porque en realidad al Torico le importaba un pimiento que a m¨ª me hubiera gustado o no su ciudad. ¡°Mucho¡±, le dije. ¡°?Y t¨² crees que existe o no existe?¡±, me pregunt¨®. Cuando ya iba a responderle, afirmativamente, el Torico se dio la vuelta y o¨ª que me dec¨ªa: ¡°No, mejor no lo digas¡±.
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