De Khiva a Samarcanda
Fin de trayecto de una versi¨®n motera de la Ruta de la Seda
Uzbekist¨¢n es un pa¨ªs que mezcla algunas de las ciudades m¨¢s bellas del planeta con un desierto abominable y atroz. Enclavado en el coraz¨®n de Asia Central y sin salida al mar, casi toda la poblaci¨®n se concentra en torno a varios cauces fluviales, como el Amu Darya, que nace en el moribundo Mar de Aral y riega una vega f¨¦rtil que hace de frontera con Turkmenist¨¢n, o el Zeravshan, que alimenta la verdadera joya de la corona arquitect¨®nica de la Ruta de la Seda: la legendaria Samarcanda.
Uzbekist¨¢n es un pa¨ªs que, por cierto, nunca existi¨®, por mucho que los gobernantes actuales pretendan emparentarlo con el m¨ªtico Reino de Timor el Grande. Porque Uzbekist¨¢n jam¨¢s fue una unidad de destino en lo universal ni sus habitantes se sintieron parte de un ente territorial distinto. Bastante ten¨ªan con sobrevivir a un clima extremo y a las sucesivas hordas macedonias, mongolas, chinas y ¨¢rabes que se pasearon a sangre y fuego por Asia Central. Desde la conquista de Alejandro Magno, quien se instal¨® en Samarcanda, hasta la llegada de los rusos en el siglo XIX no se puede decir que existiera como un todo coherente. Bien entrado ya el siglo XX, y bajo dominio sovi¨¦tico, comenzaron a dibujarse las l¨ªneas fronterizas que definir¨ªan las llamadas Rep¨²blicas Socialistas Sovi¨¦ticas, como Kazajst¨¢n, Uzbekist¨¢n, Tayikist¨¢n, Kirguizist¨¢n y Turkmenist¨¢n. Y as¨ª permanecieron hasta que la URSS se desintegr¨® en 1991.
En el viaje desde la frontera con Kazajist¨¢n hasta la capital uzbeka, Tashkent, el itinerario ofrece tres ciudades aut¨¦nticas de visita casi obligada; porque son bell¨ªsimas y antiqu¨ªsimas, y porque, salvo esas tres ciudades, no hay nada m¨¢s, ning¨²n lugar donde alojarse con un m¨ªnimo de confort en la largu¨ªsima y destruida carretera que recorre el pa¨ªs de oeste a este.
Una muralla milenaria
El camino a Khiva desde Nukus es agradable. Adem¨¢s de estar aceptablemente asfaltado, son solo 160 kil¨®metros y circula paralelo a al r¨ªo Amu Darya, que regala vida al desierto. El verdor de los cultivos casi hace olvidar el terrible paso por el erial kazajo. Cruc¨¦ el r¨ªo por el puente de planchas de hierro y divis¨¦ unas que parecen sacadas del cuento Las mil y una noches. Por unos 20 d¨®lares (15 euros) me aloj¨¦ en el hotel Islambek, dentro del recinto amurallado Itchan Kala. Desde la terraza descubr¨ª un oasis lleno de belleza. La fortaleza serv¨ªa de ¨²ltima posta a las caravanas de camellos antes de encaminarse a Persia. El reino independiente de Khiva resisti¨® los intentos de invasi¨®n rusos hasta finales del siglo XIX, cuando claudic¨® ante el Zar en 1877.
Bukhara, leyenda viva
De nuevo hacia Oriente, el desierto, los baches horribles y los controles de polic¨ªa. El paisaje se agrieta. La arena quiere comerse esta estrecha lengua de asfalto. El horizonte luce plomizo, amarillo, inagotable. Tras una interminable jornada entro en los arrabales de Bukhara. Los barrios sovi¨¦ticos nuevos son feos. En nada anticipan la magnificencia de una de las urbes milenarias m¨¢s bellas del planeta.
Puertas labradas, una gran mezquita, un mercado surcado de pasadizos y recovecos, y un estilizado minarete llamado Kalyan que asombra por su perfecci¨®n El casco antiguo de la ciudad conmueve, resulta asombroso. Es, sin duda, una de las poblaciones con m¨¢s encanto hist¨®rico que haya visto nunca. El esfuerzo por llegar hasta aqu¨ª en moto, recorriendo la Ruta de la Seda, recompensa; aunque tal vez solo sea una leyenda rom¨¢ntica, la emoci¨®n es aut¨¦ntica.
Y al fin, Samarcanda
El viaje se hace casi interminable por la ansiedad de llegar. Y entonces aparece el gran cartel: Samarcanda. A diferencia de los kazajos, n¨®madas que nunca construyeron nada m¨¢s estable que una yurta (la tradicional tienda de campa?a circular de la estepa), los agricultores tayicos de estos valles fundaron urbes que llenaron de minaretes alt¨ªsimos, mezquitas azules y monumentos inmensos. Y tambi¨¦n fundaron un poderoso reino mongol. El de Timor, el Gran Tamerl¨¢n, quien en menos de diez a?os se hizo con las actuales Ir¨¢n, Irak, Siria y este de Turqu¨ªa.
La ciudad es m¨¢gica, bella, impresionante. Despu¨¦s de desayunar pan ¨¢cimo y pepino, salgo al Regist¨¢n, una plazoleta situada enfrente de la Gran Mezquita. Se escucha el rumor de las fuentes y el trinar de los p¨¢jaros. Los edificios son de una belleza espectacular, casi hiriente. Apenas unos mochileros sueltos aqu¨ª y all¨¢. El ambiente es de retiro espiritual, tranquilo y pac¨ªfico. Pero adem¨¢s de la belleza que satisfice a los pocos turistas, yo busco las huellas de un embajador espa?ol que vino aqu¨ª en el siglo XV.
Empiezo a caminar hacia el Mausoleo de Gur Emir. Bajo lo enorme c¨²pula azul est¨¢ enterrado Timor el Grande. Me fijo en la placa donde est¨¢ escrito el nombre de la calle que lleva hasta un monumento tan destacado. Leo ¡°Ruy Gonsalex Klavixo¡±. Es cierto, hay un espa?ol que tiene una calle con su nombre en la legendaria Samarcanda.
Ruy Gonz¨¢lez de Clavijo fue enviado a Asia Central en 1403 por Enrique III, rey de Castilla, para intentar una alianza con Tamorl¨¢n, ¨²nico soberano capaz de derrotar a los otomanos en el siglo XV. Cuando apareci¨® el viajero en la corte mongola, Timor lo recibi¨® con agasajo. Pero al poco de llegar, acaeci¨® la muerte violenta de Timor. Entonces comenz¨® un periodo de inestabilidad y Clavijo tuvo que poner pies en polvorosa.
La embajada fue un fracaso diplom¨¢tico. Sin embargo, tama?a gesta le sobrevivir¨ªa. El ¨¦xito fue el propio viaje. Su libro, Embajada a Tamerl¨¢n, es un hito de la literatura medieval de viajes. De alguna forma, me siento en deuda con ¨¦l. Le debo haber realizado esta aventura. ?l nos regal¨® un retrato de un tiempo y un lugar que nadie conoc¨ªa. Narradores de viajes como Clavijo son la raz¨®n de que yo viaje. Los grandes viajes existen porque existen cronistas. Gente que nos los cuenta. Sin ellos, solo quedar¨ªa una nube de polvo como la que levantan mis pasos al alejarme.
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