Un mar sin agua
De Aktau, en Kazajist¨¢n, a Nukus y su museo de arte no sovi¨¦tico, en Uzbekist¨¢n, ruta polvorienta a trav¨¦s de la estepa y el menguante mar de Aral
Esto es lo m¨¢s parecido a so?ar. Enfrentarme a esta infinita, ardiente y blanquecina lengua de roca viva llena de cr¨¢teres se me antoja irreal, un escenario on¨ªrico, nada que pueda existir en el mundo. Podr¨ªa decir que es como una pesadilla de la que no se puede despertar porque ya est¨¢s despierto, dolorosamente despierto, angustiosamente despierto. Pero ser¨ªa injusto calificar de pesadilla lo que estoy viviendo porque he venido a Kazajist¨¢n voluntariamente.
Despierto dolorido en la estrecha cama del hotel Apha de Beyneu, humanizada posta en el camino del Averno. Recuerdo como si fuera un sue?o que ayer dej¨¦ Aktau, ciudad kazaja a orillas del Mar Caspio a 470 kil¨®metros de aqu¨ª. Esta tur¨ªstica poblaci¨®n, de agradable apariencia con su largo paseo mar¨ªtimo y su clima templado, es en realidad una c¨¢rcel. Solo se puede llegar en avi¨®n, barco o tren. No tiene conexi¨®n viaria con el resto del pa¨ªs.
Tan solo unas pocas decenas de kil¨®metros despu¨¦s de abandonarla comenz¨® el infierno. El asfalto primero se llen¨® de baches enormes, profundos socavones que se pod¨ªan comer media moto. Despu¨¦s se agriet¨®, luego se arrug¨®, m¨¢s tarde se retorci¨® y finalmente desapareci¨®. En su lugar surgi¨® una lengua de roca viva sin un cent¨ªmetro liso.
Persiguiendo ¨¢guilas
La moto traqueteaba, saltaba de un lado a otro, botaba de aqu¨ª para all¨¢, y yo con ella, aferrado al manillar como si fueran las bridas de un toro salvaje. El sol sobre m¨ª. El viento furioso. El polvo alrededor. Y las ¨¢guilas como compa?eras. Estas aves majestuosas son mi ¨²nica compa?¨ªa en la desolaci¨®n de la estepa. Cuando me acercaba, levantaban el vuelo al o¨ªr el rugido del motor y a veces yo pod¨ªa perseguirlas cuando intentaban alejarse en l¨ªnea recta. Era sobrecogedor y emocionante.
Supongo que esa es la palabra que mejor puede describir la experiencia de recorrer este p¨¢ramo. Emoci¨®n. No hay momento neutro, ni un segundo para evadirse o dejar de pensar en lo que se est¨¢ haciendo. En el infierno uno es siempre consciente de cada instante. Todo cuenta. Todo duele. Todo es real, directo y radicalmente intenso. Los momentos de euforia dan paso a los de abatimiento, a los de cansancio, a los de sacar fuerzas de flaqueza, al grito, a la queja, al insulto, al latido de un coraz¨®n que se llena de est¨ªmulos, de rabia, de felicidad, de sufrimiento y de vida.
Porque es la vida acelerada lo que corre por las venas cuando la moto esquiva por mil¨ªmetros ese bache que no has visto hasta estar justo encima y que pod¨ªa haberte matado, porque es la vida en toda su cristalina dimensi¨®n lo que anhelas cuando nada m¨¢s que esta ¨¢spera inmensidad esteparia te rodea, porque es la vida y su bendita simplicidad sin preguntas lo que se refleja en los ojos de esas ¨¢guilas que acompa?an tu huida hacia el horizonte.
A poca distancia de Beyneu, al suroeste del pa¨ªs, est¨¢ la linde fronteriza con Uzbekist¨¢n. Las fronteras de Asia Central consisten en una nave y una techumbre. Todo viejo, oxidado, plantado en mitad del p¨¢ramo. Cuando acced¨ª a la ventanilla de control de pasaportes la cola tras de m¨ª era de unas cinco personas. Cuando abandon¨¦ la garita, se agolpaban a mi espalda m¨¢s de cincuenta. El tiempo que tom¨® la revisi¨®n de mis documentos fue realmente absurdo. Los tipos miraban mi pasaporte y luego la pantalla del ordenador y luego me miraban a m¨ª y luego otra vez al pasaporte y de nuevo a la pantalla. Repasaron varias veces todos los datos. Es como si temieran equivocarse y que yo fuera un esp¨ªa o un peligroso traficante.
En el lado uzbeko lo m¨¢s relevante fue que el aduanero dorm¨ªa a pierna suelta en un sof¨¢ de su despacho. No me quedaba otra que despertarlo. Lo zarande¨¦ suavemente y nada. Lo zarande¨¦ m¨¢s en¨¦rgicamente y nada. Lo sacud¨ª a mala leche y entonces despert¨®. Me mir¨® con ojos sorprendidos desde las profundidades de su sue?o y neg¨® con la cabeza. Volv¨ª a zarandearle mientras pon¨ªa mi pasaporte delante de sus ojos. Entonces reaccion¨®. Salt¨® como un resorte, se puso de pie y me pidi¨® disculpas. Nos sentamos y empezamos a rellenar los documentos de importaci¨®n temporal. Primero lo intent¨® con los formularios en ingl¨¦s, pero como no los entend¨ªa, pas¨® a los que estaban en ruso, pero entonces no los entend¨ªa yo. En total, nos llev¨® dos horas obtener el permiso de importaci¨®n temporal de la moto.
De vez en cuando pasaban por delante tipos que me hac¨ªan gestos. En Asia Central, frecuentemente, al extranjero se le exige satisfacer la curiosidad de cualquiera con quien se cruce: ?de d¨®nde viene?, ?a d¨®nde va?, ?cu¨¢nto cuesta la moto¡? Cuando estas preguntas se repiten quince veces al d¨ªa con imperiosa gesticulaci¨®n, acaban resultando irritantes, de modo que yo sonre¨ªa y no dec¨ªa nada.
Sorpresa en Nukus
La ruta contin¨²a interminable contra un sol furioso, un viento feroz y un calor tenaz. Poco a poco voy ganando terreno en mi ruta hacia el Oriente. Tengo que superar por el sur el obst¨¢culo del mar de Aral. O lo que queda de este. El que fuera uno de los mayores lagos del mundo se muere desecado por los planes de irrigaci¨®n a gran escala. Al atardecer, llego agotado y cubierto de polvo a la poblaci¨®n de Nukus, un arrabal feo, reseco y antip¨¢tico.
Sin embargo, aqu¨ª se encuentra una joya escondida: el museo Savitsky (K. Rzaev Street; +998 61 222 2556). Fundado en 1966, re¨²ne m¨¢s de 90.000 piezas. Es un edificio cuadriculado, de ¨¢ngulos muy rectos. En un panel se ven fotograf¨ªas de altas personalidades del mundo entero. Descubro entre los rostros a Miterrand y a Bono, el cantante de U2. ?Por qu¨¦ un presidente de la Rep¨²blica Francesa o una estrella del rock vendr¨ªan hasta este erial en mitad de un erial?
El museo representa el esfuerzo de Igor Savitsky, pintor y arque¨®logo nacido en Kiev. Nombrado responsable del Museo Estatal en 1966, comenz¨® una arriesgada actividad: coleccionar el arte prohibido por la URSS. Para los artistas que pretend¨ªa exponer, el hecho de mantener un criterio personal no hab¨ªa supuesto una mala cr¨ªtica o el desd¨¦n de los colegas, sino la c¨¢rcel, los campos de trabajo o la muerte. Esto fue lo que le ocurri¨® al pintor Vladimir Lysenko, nacido en 1903 y declarado culpable de fomentar la contrarrevoluci¨®n con pinturas tan superficiales como El Toro, pintado en 1929 y hoy emblema del museo. Su arte solo pretend¨ªa la belleza, pero para los comisarios pol¨ªticos todo pincel deb¨ªa estar al servicio de la causa sovi¨¦tica.
Paseando por las climatizadas salas del museo me vino a la memoria el chiste de Dal¨ª. ¡°Picasso es un gran pintor, yo tambi¨¦n. Picasso es un genio, yo tambi¨¦n. Picasso es comunista, yo tampoco¡±. Delante del cuadro de El Toro, imagin¨¦ que a Lysenko probablemente tambi¨¦n le habr¨ªa gustado repetir el chiste sin que ello pudiera costarle la vida.
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