Romance espa?ol en Roma
De la tur¨ªstica escalinata de la plaza de Espa?a a la mirada severa de Inocencio X en el cuadro de Vel¨¢zquez, ecos espa?oles para ver Roma de una manera diferente
La secuencia inicial de La Grande Bellezza, la extraordinaria pel¨ªcula de Sorrentino que propone una honda reflexi¨®n sobre dos asuntos capitales ¡ªel tiempo y la belleza¡ª, culmina con un turista atacado por el mal de Stendhal tras contemplar el panorama de Roma desde el Gianicolo. Los edificios de su derecha e izquierda ¡ªlas ventanas, los balcones, los jardines¡ª son todos espa?oles, el Liceo Espa?ol Cervantes, la residencia de la embajada y, por detr¨¢s, la Academia de Bellas Artes. De modo que tenemos las mejores vistas. Pero atenci¨®n, como ense?a Sorrentino, que muestra una Roma de lentos paseos, nocturnos y amaneceres, ese panorama debe contemplarse al atardecer.
Muchos espa?oles se quejan del escaso alumbrado de las calles de Roma. Es verdad, est¨¢ poco iluminada. Claro que, a diferencia de Madrid o Barcelona, donde la luz sirve para valorar los detalles, aqu¨ª conviene sugerirlos, la luz excesiva dificulta su apreciaci¨®n. Lo m¨¢s arduo con Roma es corregir el sistema. Mirar de otra manera, escuchar los sentidos, poner voluntad para superar los monumentos. No es f¨¢cil, est¨¢n todos y pueden abrumar. Un poco de paciencia, la ciudad bendecida es una vieja cortesana, hay que conversar con ella, lograr que te tolere, tomarse el tiempo necesario para valorar sus desperfectos.
Roma se empieza a comprender cuando uno deja de romperse los pies contra las piedras coleccionando obras de arte; cuando abandona los mapas y, entre penumbras, elige perderse por los adoquines; cuando se deja guiar por las cornisas rotas, por las cicatrices. Lo sab¨ªa muy bien Francisco de Quevedo, quien conclu¨ªa el soneto ¡°buscas en Roma a Roma ?oh peregrino! Y en Roma misma a Roma no la hallas¡±, fundando en lo caduco la gloria eterna de la ciudad: ¡°Solamente lo fugitivo permanece y dura¡±.
Piazza Navona
A partir de aqu¨ª podemos iniciar una traves¨ªa para respirar el polvo de los huesos que han dejado en el aire veinte generaciones de espa?oles. Al internarnos en la ciudad nos asaltan a cada paso s¨ªmbolos cotidianos, conchas de Santiago, castillos, leones y v¨ªrgenes record¨¢ndonos que una era la casa de Torres y otra la de los Vaca, de Ruiz, de ?vila o Velasco. Llegamos a la Piazza Navona, enorme, insondable. Todo un lado fue espa?ol, la antigua iglesia de Santiago de los Espa?oles coronada por el escudo de los Reyes Cat¨®licos, el viejo hospital de peregrinos.
Queda muy poco, las casas de la Obra P¨ªa, la sede del Instituto Cervantes y la librer¨ªa espa?ola. La iglesia nacional fue vendida a los franceses en 1829 y termin¨® acogotada por las reformas urban¨ªsticas del fascismo. Menos mal que la iglesia catalana de Montserrat ampli¨® su horizonte alojando tumbas de todo el Estado, incluyendo a los Borgias y Alfonso XIII. Al fondo de la plaza sobresale la torre del Palazzo Altemps, antiguo seminario espa?ol y hoy estupendo museo romano, que nos encamina a las cercan¨ªas de Piazza Borghese y el palazzodel mismo nombre, sede ¡ªsiempre provisional¡ª, de la embajada.
Palazzo Borghese
Antes, durante la II Rep¨²blica, la embajada estuvo en el Palacio Barberini, donde fue tomada por los agregados militares en los primeros d¨ªas del pronunciamiento con los carabinieri mirando para otro lado; despu¨¦s, durante unos a?os del franquismo, comparti¨® vecindad con la sede del Partido Comunista Italiano. Hoy ocupa el apartamento privado de Paolina Borghese, hermana de Napole¨®n, una de esas mujeres que, sin ser de aqu¨ª, los romanos han amado con delirio, como Mesalina, Popea, Cristina de Suecia o la bella Faustina, la amante de Goethe. Los salones de la embajada retienen migajas de los fastos del primer imperio ¡ªseg¨²n Stendhal, las recepciones de los Borghese eran m¨¢s suntuosas que las del propio Napole¨®n¡ª, aunque hay alguna huella presente; basta escuchar al actual pr¨ªncipe, Scipione, negando ¡ªcon tanta ternura¡ª que su tatarabuela haya posado desnuda para la famosa escultura que la representa como Venus.
En realidad Paolina no s¨®lo anticip¨® la respuesta de Marilyn cuando retruc¨® la mal¨¦vola cuesti¨®n sobre c¨®mo hab¨ªa podido posar sin ropa: ¡°Muy bien, en el estudio hab¨ªa calefacci¨®n¡±, sino que sus tan ponderados senos fueron calcados en cera y pueden contemplarse entre el resto de yesos del estudio de Canova, hoy restaurante museo, sobre la Via del Babuino. Es m¨¢s, su rostro sigue mir¨¢ndonos desde varios retratos de un despacho secreto de la embajada decorado con frescos er¨®ticos de Dido y Eneas, Apolo y Dafne, y otras famosas parejas de la mitolog¨ªa amatoria. Este despacho, al que se llega por una puerta disimulada y una escalera, fue tambi¨¦n el picadero, el pied ¨¤ terre¡ªnunca mejor dicho, ten¨ªa acceso desde la calle¡ª, de Gabrielle D¡¯Annunzio cuando, durante el fascismo, ven¨ªa a Roma a festejar.
Piazza Fiametta
?Ah, las mujeres de Roma! La m¨¢s celebrada de las mujeres espa?olas de Roma durante muchos siglos tuvo por nombre Aldonza y por oficio el m¨¢s viejo, si bien es conocida por el sobrenombre de la lozana andaluza gracias a un librito de Francisco Delicado, quiz¨¢ la primera novela picaresca, que no debe perderse nadie interesado en el car¨¢cter de esta ciudad. Lo contiene entero. Eso s¨ª, circunscrito a un momento particular, la Roma anterior al saqueo de Carlos?V en 1527. Si la lozana fue popular, la m¨ªtica es otra dama del Renacimiento, Lucrecia Borgia. Tiempos tambi¨¦n turbios. En su caso, la leyenda sostiene una acusaci¨®n terrible de corrupci¨®n sexual, haber mantenido relaciones con su padre, el papa Alejandro?VI, y su hermano C¨¦sar, si bien no falta quien, como ahora Dario Fo, lo cuestione y la reivindique como v¨ªctima y mujer objeto.
Lucrecia fue con toda probabilidad una mujer fascinante y, con toda seguridad, la m¨¢s hermosa de la Roma de su tiempo. La ¨²nica capaz de rivalizar en belleza con el desparpajo de Fiametta, amante de C¨¦sar Borgia, cuyo nombre y casa presiden una plaza, por cierto ¡ªcosas de Roma¡ª, que tiene el honor de ser quiz¨¢ la ¨²nica plaza del mundo dedicada a una prostituta. S¨®lo una precauci¨®n, ese nombre, Fiametta, debe ser pronunciado siempre en italiano, Llamita, admit¨¢moslo, suena poco serio en nuestro idioma.
Piazza di Spagna
El Palazzo di Spagna (la embajada de Espa?a ante la Santa Sede) da nombre a la plaza m¨¢s cinematogr¨¢fica de Roma. Tiene varios rasgos distintivos. Primero, se considera la embajada permanente m¨¢s antigua del mundo, pues fue adquirido para la Corona en 1647. Los espa?oles se lo levantaron a los franceses, quienes, dos siglos despu¨¦s, se desquitaron consiguiendo el palacio Farnese, una obra maestra de Miguel ?ngel, que en su d¨ªa hab¨ªa heredado Carlos III de Espa?a. Adem¨¢s, la escalera es de Borromini, contiene dos piezas del mejor Bernini y por tener tiene hasta su propio fantasma, Fray Piccolo, un fraile al que le gusta arrancar los botones del pijama de alguna dama y con quien asegura haber conversado una corresponsal intachable.
La jurisdicci¨®n espa?ola, se?alada con piedras blancas y las siglas ADS (Ambasciata di Spagna), inclu¨ªa tambi¨¦n la plaza y varias calles adyacentes al palacio. En el interior de esa ¨¢rea Espa?a ejerc¨ªa labores de polic¨ªa mediante guardia armada propia, aplicaba el derecho de asilo y hasta horneaba y vend¨ªa pan. Delante del palazzo una airosa columna sostiene a la virgen hispana, la Inmaculada. Si se est¨¢ en Roma un 8 de diciembre, no puede dejarse de acudir a primera hora a la misa de Santa Mar¨ªa la Mayor, la bas¨ªlica jubilar espa?ola ¡ªsu techo est¨¢ recubierto con el primer oro llegado de Am¨¦rica¡ª: un espect¨¢culo barroco concelebrado en el que se despliega toda la vieja y buena liturgia cat¨®lica. Por la tarde, en la ¨²nica visita oficial programada cada a?o a la ciudad de Roma, el Papa, flanqueado por el alcalde y el embajador ante la Santa Sede, rinde homenaje a la Pur¨ªsima y los balcones de la embajada se convierten en los palcos m¨¢s demandados de la ciudad.
Despu¨¦s ascenderemos por los spanish steps (los pelda?os espa?oles) hasta los jardines de la Villa Medici, tanto por la vista como por visitar in situ los motivos arquitect¨®nicos que Vel¨¢zquez integr¨® en el paisaje y en el ambiente humano con las luces del mediod¨ªa y del atardecer en sus vistas de la Villa Medicis del Museo del Prado. Estos bocetos casi impresionistas resuelven la cuesti¨®n de la luz de un artista del que, casi inadvertidamente, se suele hacer el mayor elogio posible cuando se comenta, ante ciertos atardeceres, ¡°que el cielo tiene colores velazque?os¡±, como si la luz de la naturaleza imitara a la del arte. Vel¨¢zquez vivi¨® largas temporadas en Roma, aqu¨ª pint¨® la Venus del Espejo y aqu¨ª ¡ªGaler¨ªa Doria Pamphili¡ª se conserva un cuadro que, si me dan a elegir, ocupa el primer lugar de lo imprescindible espa?ol de Roma, probablemente el retrato m¨¢s extraordinario de la historia.
Un lienzo en el que todo es nuevo, captar al modelo sin pompa alguna, en un descanso de la jornada, dar la impresi¨®n de haber sido pintado sin esfuerzo y aunar un tratamiento crom¨¢tico lleno de vibraciones con una paleta m¨ªnima, reducida al acorde de dos colores: rojo y blanco. Francis Bacon, obsesionado con esta obra maestra, realiz¨® al menos cuarenta versiones de la misma; Inocencio X,el retratado, el papa que encarg¨® media Piazza Navona, cuando lo vio se qued¨® en silencio; al preguntarle ¨²nicamente acert¨® a decir dos palabras: ¡°Troppo vero¡± (demasiado veraz).
Hagamos una pausa corta para tomar un caf¨¦. El caf¨¦ es sabroso, denso, viene en una taza maciza, c¨®nica ¡ªnunca cil¨ªndrica¡ª, un platito con la cuenta, y al lado, un vaso de agua. Un sorbo, m¨¢ximo dos, y a la calle. Cuando salgan del bar, si es de noche, levanten la vista para mirar las estrellas. Hay muchas, recuerden, Roma est¨¢ poco iluminada. Es el momento de agacharse y contemplar la hierba entre los tramos de los adoquines, de arrancar unas hojas de menta del muro de una casa, apretarlas con el pu?o y pasar los dedos por el ment¨®n hasta sentir su perfume. Podemos continuar saboreando el polvo del tiempo.
Monte Testaccio
La octava colina romana tiene dos singularidades, es artificial y su contenido proviene de Espa?a en m¨¢s de un 80%. Fue construida entre los siglos I al III despu¨¦s de Cristo con los restos de m¨¢s de 25 millones de ¨¢nforas de barro de aceite de oliva, ordenadas sistem¨¢ticamente. Las ¨¢nforas llegaban al puerto de Roma desde la B¨¦tica, se vaciaba su contenido y se romp¨ªan en pedazos, ya que no era rentable limpiar los recipientes. Los restos eran depositados aqu¨ª, en el monte Testaccio o monte dei cocci.
Hoy la colina est¨¢ cubierta de vegetaci¨®n y desde su cima ¡ª50 metros de altura¡ª, se divisa toda la ciudad. En los bajos hay restaurantes y discotecas, algunos con muros de cristal desde donde se pueden observar las filas de trozos de ¨¢nforas, como peines, dispuestos regularmente. Cada ¨¢nfora tiene impreso en relieve la marca (el nombre del propietario) y luego, con punz¨®n o tinta, el peso del recipiente y del aceite, el nombre del transportista, la fecha de fabricaci¨®n, la de salida del puerto de la B¨¦tica, de llegada al puerto de Roma, etc¨¦tera. Un recibo fiscal tan completo como el de las conservas actuales, acreditando dos principios que siguen manteni¨¦ndose inmutables los ¨²ltimos dos mil a?os, la pujanza espa?ola en la cosa del laterio (conservas) y el aprecio de los romanos por ella, quienes siguen sin tener dudas si se trata de elegir una ventresca de at¨²n o unas buenas anchoas.
Es hora de comer. Bajo la colina, el barrio del Testaccio alberga los mataderos y algunos restaurantes aut¨¦nticos de la ciudad. Los romanos, como los madrile?os, aman la cucina povera, en especial lo que ellos llaman el quinto cuarto de la res, es decir, todo aquello que los matarifes desechan, pero es aprovechable: mollejas, sesos, criadillas, ri?ones. Si buscamos un men¨² tan hispano como romano, adem¨¢s de trippe (callos) hay dos especialidades ineludibles: la coda alla vacinara (rabo de ternera estofado) y el abbachio, el cordero, casi nunca lechal. Para el primer plato el lugar es Tanto pe¡¯ magna¡¯ (en romanesco: cu¨¢nta pena¡ ?come!), en el estupendo barrio de la Garbatella. Y para el abbachio, la Matricianella, en la Via del Leone, donde guisan con la lentitud precisa un cordero con alcachofas que un amigo, mucho m¨¢s expresivo que yo, calificaba de ¡°buono da morire¡±. Una ¨²ltima sugerencia, que propone Roscioli, en la Via dei Giubbonari, una mezcla de enoteca, salumeria y restaurante exquisito: combinar las mejores mozarellas de Paestum con las mejores anchoas de Cantabria.
El templete de Bramante
Quedan muchas Romas espa?olas por visitar. Decenas de iglesias dedicadas a los santos de Espa?a, capillas que expresan sentimientos tan ambiguos como la del ?xtasis de Santa Teresa o frescos tan disparatados como los de la b¨®veda de la iglesia de San Ignacio. Templos encargados por reyes espa?oles, como el de Bramante, el mejor ejemplo del primer Renacimiento. Iglesias regentadas por espa?oles, algunas imprescindibles como San Carlino alle Quattro Fontane, otras desconocidas como San Giovanni Decollato. Palacios de familias al servicio de los monarcas espa?oles, como el Madama, el Colonna o el Ruspoli. Fundaciones de italo-espa?oles, como la extraordinaria biblioteca Casanatense. Casas de santos, alguna todav¨ªa con fama de milagrera, como las de san Jos¨¦ de Calasanz o san Ignacio de Loyola. Y tantos artistas, pr¨¢cticamente todos los grandes pintores y escritores espa?oles han pasado por aqu¨ª.
Bastar¨ªa con recorrer los itinerarios de caf¨¦s de Mar¨ªa Zambrano, su casa sobre el Rosati, sus tardes en el Greco, sus paseos con Jaime Gil de Biedma, sus coquetas relaciones con el ¡°amante¡± de la Via Appia. O bien trasladarse desde la primera casa del gran faldero Alberti en la Via Monserrato hasta la de Via Garibaldi en el Trastevere, meta de muchos espa?oles en los a?os setenta. Incluso podr¨ªamos volver sobre nuestros pasos a la Academia para saludar la memoria de don Ram¨®n Mar¨ªa del Valle-Incl¨¢n. Sus torres color albero asomadas a la ciudad son un buen lugar para despedirse. Enfrente est¨¢ la tumba m¨¢s grande de Roma, quiz¨¢ de Europa, erigida en honor de un ciudadano nacido en It¨¢lica, el emperador Adriano: el castillo Sant¡¯Angelo. All¨ª est¨¢n grabadas eternas palabras, tambi¨¦n de despedida: ¡°Alma, vagabunda y cari?osa, hu¨¦sped y compa?era del cuerpo, ?d¨®nde vivir¨¢s? En lugares l¨ªvidos, severos y desnudos; atr¨¢s quedan los parajes conocidos, los juegos antiguos...¡±.
Pedro Jes¨²s Fern¨¢ndez es autor de la novela Pe¨®n de rey.
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