Toledo, otra dimensi¨®n
Desde la puerta de Bisagra hasta los lindes de la catedral, un paseo vespertino para empaparnos de la atm¨®sfera m¨¢s ¨ªntima en la ciudad de El Greco
Hacia 1840, en la puerta de la ?pera de Par¨ªs, se encontraron dos grandes autores del Romanticismo, el poeta alem¨¢n Heinrich Heine y el escritor franc¨¦s Th¨¦ophile Gautier, quien le anunci¨® que viajaba a Espa?a como corresponsal de un peri¨®dico. Heine, con picard¨ªa, se?al¨®: ¡°Pero, monsieur Gautier, ?c¨®mo podr¨¢ usted escribir sobre Espa?a una vez que la conozca?¡±. La an¨¦cdota tiene calado. Sintetiza el modo en el que se deshacen los t¨®picos cuando entran en contacto con la realidad. Tambi¨¦n evidencia una impresi¨®n que, si entonces era rotunda, todav¨ªa hoy percibe cualquier espa?ol que resida en el exterior: la de Espa?a como escenario rom¨¢ntico, la de Espa?a como concepto, m¨¢s que como pa¨ªs. Por parad¨®jico que parezca, son los que est¨¢n mejor preparados, los que han venido m¨¢s a menudo, quienes ponen mayor empe?o en perpetuar esa imagen contradictoria de Espa?a, a la que no les importa describir como una naci¨®n moderna y, al tiempo, habitada por individuos an¨¢rquicos, toreros altivos y generosos quijotes, rebeldes y v¨ªctimas, dominados por la devoci¨®n a la sangre y la pasi¨®n por la vida.
Muchos intelectuales y artistas convivieron con esta pulsi¨®n interna, nos amaron por lo que quer¨ªan que fu¨¦ramos y no por lo que somos. Entre ellos destaca un grupo para quienes nuestro pa¨ªs supuso adem¨¢s una cierta v¨ªa de salvaci¨®n personal. Ge¨®grafos como Alexander von Hum?boldt, escritores como Robert Graves o Ernest Hemingway, cineastas como Orson Welles o Ava Gardner. Y poetas como Rainer Maria Rilke.
Como los rom¨¢nticos
Rilke vino a Espa?a en 1912 porque ten¨ªa que venir. Necesitaba un aldabonazo, una revelaci¨®n; el viaje inici¨¢tico, la catarsis espiritual. Cuando se march¨®, dos meses despu¨¦s, estaba convencido de haber cumplido su misi¨®n. Hab¨ªa realizado ¡°el viaje de los viajes¡±, confund¨ªa lo vivido con lo imaginado, hab¨ªa hecho suyo el estereotipo del ¡°alma espa?ola¡± que acu?aron los rom¨¢nticos alemanes frente al racionalismo ilustrado de la cultura francesa. Los alemanes hallaron en la literatura espa?ola las cualidades que necesitaban para afirmarse: el genio popular en el Romancero o el Poema de mio Cid; el arrebato m¨ªstico y la duda permanente en Santa Teresa o Calder¨®n; el individualismo en Quevedo; los rasgos de identidad nacional por los que pugnaban, en Don Quijote y Sancho.
Los rom¨¢nticos estaban aferrados a estas ideas, sent¨ªan aversi¨®n por las teor¨ªas pol¨ªticas que solo ten¨ªan en cuenta a las masas y aplastaban la individualidad. Su remedio, la literatura, apostaba por la redenci¨®n humana. Era, dec¨ªan, el ¨²nico seguro moral posible. Por eso sus viajes nada tuvieron que ver con los de los turistas actuales. Para empezar, la geograf¨ªa natural o los monumentos les eran indiferentes, se trasladaban dominados por creencias anteriores al hecho mismo del viaje. Sus itinerarios tampoco ten¨ªan que ver con la realidad, sino con el aprendizaje personal, con el conocimiento. Para ellos todo viaje era inici¨¢tico y entra?aba un desaf¨ªo.
Desde la catedral se multiplican las opciones: encaminarse al Teatro de Rojas o descender hacia el Pozo Amargo
En estas condiciones, no debe extra?ar la tibieza rayana en el desd¨¦n de Rilke por Madrid o Sevilla, ni que, en cambio, Toledo colmara sus deseos y se convirtiera en el escenario de sus revelaciones. ?Toledo! La ciudad de la tolerancia, de las tres religiones y de la cultura; la ciudad m¨¢gica, inaprehensible y atormentada. Toledo, la capital imperial y la de la decadencia; la ciudad due?a de la historia, compendio de la historia, ahora, fuera de la historia. Toledo, la ciudad de El Greco.
Rilke paladeaba por anticipado la experiencia con El Greco desde que tuvo la oportunidad de contemplar su Laocoonte, cuyo fondo muestra el caser¨ªo toledano. Hab¨ªa escrito: ¡°La ciudad asustada, sobresaltada, se encarama en un ¨²ltimo esfuerzo, tratando de atravesar la angustia que produce la atm¨®sfera. Habr¨ªa que tener sue?os como este¡ Ser¨ªa magn¨ªfico ver la ciudad, y a El Greco en relaci¨®n con ella¡±.
Toledo se convertir¨¢ en la ¡°monta?a de la revelaci¨®n¡± de Rilke, el lugar donde lo invisible se torne visible y el poeta pueda huir de s¨ª mismo, rastrearse, probarse. El deslumbramiento fue tal que no pudo escribir durante su estancia. Poco despu¨¦s, rese?a: ¡°No hay nada comparable a Toledo. Si uno se abandonase a su influencia, alcanzar¨ªa tal grado de representaci¨®n de lo suprasensible que ver¨ªa las cosas con esa intensidad que est¨¢ fuera de lo com¨²n y que raramente se presenta durante el d¨ªa: la intensidad de una aparici¨®n. Y tal vez es mi pr¨®ximo paso, aprender eso, aprender la naturaleza de los ¨¢ngeles a partir de la de los fantasmas¡¡±.
Bu?uel, Lorca y Dal¨ª, entre otros, fundaron la Orden de Toledo para vagar por ¡°la callada irrealidad toledana¡±
Lo que Rilke sinti¨® en las calles de Toledo implica so?ar una realidad paralela que tenga dentro de s¨ª tanto poder como una aparici¨®n. Toledo es para el poeta un ¡°terrible y sublime relicario¡±, ¡°la patria natural de los ¨¢ngeles¡±, la ciudad ¡°donde convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ¨¢ngeles¡±. Aqu¨ª puede relacionarse con El Greco, cuyas criaturas celestiales ¡°son r¨ªos que corren a trav¨¦s de dos reinos. Si el agua discurre por la tierra y la atm¨®sfera, el ¨¢ngel discurre por el recinto m¨¢s amplio del esp¨ªritu: es arroyo, roc¨ªo, manantial, surtidor del alma, ca¨ªda y ascenso¡±.
De modo que alteremos las normas de la visita eligiendo un punto de partida que contravenga la maldici¨®n tur¨ªstica de Toledo, visitarla en un d¨ªa y volver. Con Rilke en la memoria, debemos dejar de lado, por una vez, los matices de la luz natural. A Toledo hay que conocerla de noche, perderse entre los reflejos de otras luces, tenues, indirectas, incluso, a veces, alucinadas. No ser¨¢ dif¨ªcil, Toledo es la vieja ciudad de las sombras, hecha para la explotaci¨®n de la penumbra, y el trazado de la mayor¨ªa de las calles est¨¢ dictado por la necesidad de jugar al escondite con las estaciones.
No basta con la voluntad del extrav¨ªo, hay que dejarse gobernar por el azar. Para ello, nos moveremos en zigzag, de manera similar a los caballos en el ajedrez. Pero eso s¨ª, lo haremos de noche, en la ciudad vac¨ªa, en la imaginada por Rilke o por los miembros de la Orden de Toledo, el grupo de amigos de la Residencia de Estudiantes de Madrid (entre otros, Luis Bu?uel, Rafael Alberti, Federico Garc¨ªa Lorca, Jos¨¦ Moreno Villa o Salvador Dal¨ª), fundada en 1923 para vagar ¡°en la callada irrealidad de la penumbra toledana¡± y ser capaces, como lo fueron ellos, de abrir las losas de los sepulcros y entrar en contacto con los fantasmas.
Leyenda
A Toledo, en fin, hay que llegar con humildad, como se entra en un almac¨¦n sucio y lleno de polvo, es decir, algo m¨¢s all¨¢ del l¨ªmite temporal impuesto por nuestra presencia y a la vez permaneciendo en este tiempo. No en un espacio indefinido, sino aqu¨ª, sabiendo que este l¨ªmite no es el l¨ªmite, que hay otra dimensi¨®n, un poco fant¨¢stica, un poco m¨¢gica y completamente real, la dimensi¨®n de la leyenda, de la historia no oficial.
Y ser¨¢ entonces el deslumbramiento ante una ciudad redescubierta. Ninguna entrada mejor que la imperial puerta de Bisagra de versos cervantinos y yedras semiajadas. A su lado, la vieja Bisagra con su modesta arquitectura de arcos de herradura, record¨¢ndonos las disputas sobre sus or¨ªgenes, que, seg¨²n unos, hace referencia a la sagra, recogiendo del t¨¦rmino ¨¢rabe chacra el color bermejo que caracteriza a la campi?a de los alrededores. Para otros su nombre significa puerta de los campos, y, seg¨²n la versi¨®n m¨¢s novelesca, est¨¢ relacionado con los terceros moradores de Toledo, los romanos, como V¨ªa Sacra de una Toletum fabulosa y fabulada.
La villa hay que conocerla de noche, perderse entre los reflejos de otras luces y dejarse gobernar por el azar
Un poco m¨¢s adelante, la silueta de Santiago del Arrabal ofrece aposento a una mirada que, a partir de ahora, deambular¨¢ sin descanso. Primero, con la filigrana mud¨¦jar de la puerta del Sol, cuyo arquito central rememora un suceso de tiempos de Fernando?III, la decapitaci¨®n del alguacil mayor de la ciudad, quien trat¨® de chantajear los favores sexuales de una dama secuestrando a sus hijas.
Tras la puerta, muralla en derredor, llegamos a la plaza de Zocodover culminando la curva del Miradero. Empecinada y ascendente, Zocodover es antesala y compendio de la villa: viejo zoco toledano, aqu¨ª conoci¨® su esplendor aquella Toledo desaparecida y florece otra Toledo, igualmente orgullosa y ajena al ajetreo tur¨ªstico. Delante de las huellas del Caf¨¦ Espa?ol, donde se sustituyeron los veladores de m¨¢rmol por mostradores de banca, confirmamos el dibujo actual de la plaza, entre ordenado y an¨¢rquico, para comprender el esp¨ªritu de la ciudad. De hecho, el ¨²nico lado regular, aquel que la unifica al colosal alc¨¢zar semiinventado en recuerdo de gestas folletinescas, es tambi¨¦n la misma direcci¨®n donde siempre se dijo que la cervantina Posada del Sevillano hac¨ªa lado con el arco de la Sangre, abriendo paso al hospital de Santa Cruz, aposento primitivo de reyes godos y m¨¢s tarde morada de ¨¢rabes, as¨ª como del observatorio astron¨®mico de Alfonso X el Sabio. Y hasta escenario de, como m¨ªnimo, dos c¨¦lebres amor¨ªos, el de Carlomagno con Galiana, hija del rey musulm¨¢n Galafre, y el del rey Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, con una hermosa jud¨ªa llamada Raquel, que inspir¨®, entre otros, a Lope de Vega en La jud¨ªa de Toledo.
Es hora de internarnos en el laberinto. Elegimos la calle de la Siller¨ªa como preludio de los callejones para saludar los emblemas hebraicos de una pujanza jud¨ªa afianzada fuera de sus l¨ªmites ¡ªcasa de los L¨®pez de Toledo¡ª, cuyo goticismo, tan delicadamente kitsch, nos conduce calle de los Alfileritos abajo hasta una Virgen casamentera y simp¨¢tica empotrada en la pared, que promet¨ªa matrimonio a las mozas de la ciudad a cambio del m¨ªsero donativo de un alfiler.
Detr¨¢s, por N¨²?ez de Arce, justo al lado de la vieja Casa de la Moneda, sugiero otro homenaje a la m¨ªnima iglesia de San Jos¨¦. Contiene un retablo de El Greco que anticipa 30 a?os a Bernini. Descendamos al Cristo de la Luz, la antigua mezquita califal de Bab al Mardum, cristianizada ya en tiempos de Atanagildo cuando, seg¨²n cuenta la leyenda, un jud¨ªo lance¨® una imagen de Cristo y brot¨® tanta sangre de su costado que dio origen al primer milagro, arrepentimiento y conversi¨®n. Hay m¨¢s. Que el nombre de Cristo de la Luz provendr¨ªa de una lamparilla de aceite que habr¨ªa iluminado este espacio durante 369 a?os sin necesidad de ser renovado. Y todav¨ªa m¨¢s. Que aqu¨ª se arrodillara el caballo del Cid, primer gobernador del alc¨¢zar, al pasar por su puerta. O el de su se?or, Alfonso VI. Hasta hace pocos a?os era visible una crucecita en la clave de la b¨®veda central que narraba el suceso.
La iniciaci¨®n de Alberti
Un prodigio de calles inveros¨ªmilmente estrechas, cubiertas por un techado de palio y Corpus invariable ¡ªlos cobertizos¡ª, conducen a la plaza de Santo Domingo el Real, que llaman de B¨¦cquer por ser la preferida del poeta. Si hubi¨¦ramos llegado cuando el d¨ªa comienza a perder nitidez, podr¨ªamos habernos sentado en las gradas exteriores del convento para escuchar los ecos de las voces de las due?as del lugar, las monjas de clausura. Rafael Alberti cuenta en sus memorias que este fue el lugar de su iniciaci¨®n en la Orden de Toledo. Fue tra¨ªdo a la una de la madrugada. Despu¨¦s, sus compa?eros, que hab¨ªan ido apareciendo cubiertos de s¨¢banas blancas, le abandonaron, para que vagara sin rumbo durante las horas en las que ¡°la ciudad parece estrecharse, complicarse a¨²n m¨¢s en su fantasmag¨®rico y mudo laberinto¡±.
Nosotros vamos hacia el norte, entre una mara?a de callejuelas plenas de evocaciones (Aljibes, Tendillas), hasta la Casa de Mesa, el palacio mud¨¦jar que fue morada de los Ill¨¢n, una familia griega de naci¨®n, que dio a la ciudad alcaldes, cortesanos y al m¨¢s famoso mago de la legendaria nigromancia toledana, Esteban Ill¨¢n. Dos pasos por delante, echaremos de menos no poder visitar el interior de la iglesia visigoda de San Rom¨¢n, y contemplar la superposici¨®n de los frescos rom¨¢nicos con la caligraf¨ªa hisp¨¢nica y ¨¢rabe, el arco de herradura y la b¨®veda plateresca, sintetizando la cultura de integraci¨®n que hizo de Toledo, sobre todas las cosas, crisol (habr¨¢ que volver al d¨ªa siguiente, en horario de apertura).
Sigamos caminando por esta noche amanecida entre edificios sin rostros, hecha presente en cada saliente, en cada estilo, en cada edad (San Pedro M¨¢rtir, San Ildefonso). Un poco m¨¢s abajo de las Termas Romanas, la calle del Nuncio Viejo indica la morada del Palacio Arzobispal y nos introduce en los lindes de la catedral. Borde¨¢n?dola, la calle del Hombre de Palo nos recuerda la historia de aquel mu?eco de traza y estatura humana que, animado por sutiles armazones de relojer¨ªa, abr¨ªa la mano pidiendo limosna y luego hac¨ªa una gentil reverencia. Su inventor, el italiano Giovanni Torriani, fue quien dise?¨® tambi¨¦n el artificio que surt¨ªa de agua a la ciudad, elev¨¢ndola desde el Tajo hasta el alc¨¢zar, 100 metros por encima del cauce del r¨ªo, mediante un intrincado sistema de norias que funcion¨® hasta finales del siglo XVII y al que Quevedo rindi¨® tributo.
Hemos llegado al centro geogr¨¢fico de la ciudad, con el basti¨®n catedralicio por frente, para bordear su claustro de plaza de pueblo tan sabrosamente descrito por Blasco Ib¨¢?ez en su novela La Catedral y recordar que aqu¨ª estaba el primitivo mercado de los jud¨ªos y ahora est¨¢ decorado con el fresco del martirio del ni?o de la Guardia, la leyenda com¨²n del odio antisemita europeo.
Las l¨¢grimas de Raquel
Desde aqu¨ª se multiplican las posibilidades del laberinto. Encaminarse hacia el Teatro de Rojas para hacer honor a don Fernando, a la Celestina y hasta al Mes¨®n de la Fruta, el corral de comedias donde se asienta. Esa traves¨ªa nos hubiera llevado a la Posada de la Santa Hermandad, antigua sinagoga, sede del primer cuerpo policial de Europa sometido a dependencia gubernamental, creado por los Reyes Cat¨®licos en 1476. Tambi¨¦n podr¨ªamos descender hacia el Pozo Amargo, cuyas aguas tienen ese sabor por uno de estos motivos, o bien por el m¨¢s obvio, los ba?os ¨¢rabes que sustentan; o bien, por el literario, las l¨¢grimas derramadas hace 400 a?os por la jud¨ªa Raquel tras la muerte de su amante, asesinado por su padre. Esta posibilidad abre la ruta del alc¨¢zar del Rey Don Pedro, del seminario y a¨²n de otra Toledo que no cabe en los lindes de este texto.
Resta la Toledo m¨¢s conocida, la de Santo Tom¨¦ y los palacios g¨®ticos, la de la juder¨ªa, las sinagogas del Tr¨¢nsito y Santa Mar¨ªa la Blanca, la del Museo de El Greco y San Juan de los Reyes. Es f¨¢cil, est¨¢ en todas las gu¨ªas. Mientras continuamos el paseo, no olvidemos levantar la vista y tomar buena nota de las palabras grabadas en el siglo XV en la fachada del ayuntamiento como advertencia a los gestores p¨²blicos: ¡°Nobles, discretos varones?/ que gobern¨¢is a Toledo,?/ en aquestos escalones?/ desechad las aficiones,?/ codicias, amor y miedo.?/ Por los comunes provechos?/ dejad los particulares:?/ Pues os fizo Dios pilares?/ de tan riqu¨ªsimos techos,?/ estad firmes y derechos¡±.
Pedro Jes¨²s Fern¨¢ndez es autor de la novela Pe¨®n de rey.
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