Azores, verano atl¨¢ntico
Lagunas y cr¨¢teres volc¨¢nicos, prados de un verde brillante, costas salvajes y la inmensidad del oc¨¦ano. Un viaje a la belleza secreta del archipi¨¦lago portugu¨¦s
Una amiga me habl¨® de su viaje a las Azores veinte a?os atr¨¢s y de que jam¨¢s hab¨ªa vuelto a ver parajes como aquellos y una atm¨®sfera tan peculiar e ins¨®lita. Hab¨ªa estado en la isla mayor, S?o Miguel. Poco habitada y menos visitada, ten¨ªa cr¨¢teres volc¨¢nicos, lagunas de un verde desconocido, playas y flores y cascadas y prados con vacas felices, todo ello envuelto en la inmensidad atl¨¢ntica. Era la verdadera saudade perdida de Portugal. ?Seguir¨ªa intacta aquella belleza lejana y secreta? Tras varias semanas en Azores puedo atestiguar que s¨ª, en gran parte. En el ¨²ltimo lustro, el diseminado archipi¨¦lago de nueve islas poblado por un cuarto de mill¨®n de almas, que dista unos 1.500 kil¨®metros del continente europeo, ha visto crecer el turismo. Se nota sobre todo en S?o Miguel y algo menos en las islas centrales, Faial, Pico y S?o Jorge, y bastante poco en las perif¨¦ricas, las ex¨®ticas Flores y Corvo, m¨¢s pr¨®ximas a Am¨¦rica, y Santa Mar¨ªa, la m¨¢s oriental. Los vuelos directos desde Estados Unidos y Canad¨¢, adonde emigraron muchos azorianos, llevan a?os trayendo un flujo constante de viajeros, a lo que hay que a?adir los vuelos desde Portugal hasta Ponta Delgada, la capital. Sin embargo, sus cielos impredecibles (el famoso anticicl¨®n de las Azores, situado a unos cien kil¨®metros, hace que sus veranos sean templados y secos) y sus costas algo salvajes la preservan de convertirse en un mero destino de sol y playa. Estas islas son para los amantes del silencio y la quietud, los caminantes sin prisas y los exploradores de volcanes abandonados.
Naturaleza grandiosa en S?o Miguel
Desde la ventanilla del avi¨®n la isla de S?o Miguel despliega su principal virtud: ese verdor brillante de costa irlandesa. Una vez en tierra, algunos parajes en torno a la zona de Furnas me recordaron a la isla Sur de Nueva Zelanda. Y las plantaciones de t¨¦ de Gorreana y la escarpada costa este con sus rec¨®nditas playas, a la isla grande de Haw¨¢i. Me establec¨ª en Lagoa, una poblaci¨®n de casas encaladas y ambiente marinero. Enseguida fui a ba?arme en las piscinas entre rocas, maravillas naturales que se encuentran en muchos enclaves de la costa de todas las Azores y protegen del embate de las olas. Al sol tibio del atardecer el ambiente apacible de Lagoa, poblado de amables vecinos, me hac¨ªa pensar en la bah¨ªa de Palma de la d¨¦cada de 1960. Sentados en la escollera hab¨ªa varios emigrantes que se marcharon siendo j¨®venes a Estados Unidos y Canad¨¢.
La vida de S?o Miguel es lenta. Los hombres se saludan largamente, las mujeres conversan durante horas en una esquina. Sin embargo, cuando los azorianos se ponen al volante se dir¨ªa que corren un rally. Se tornan nerviosos, aceleran y adelantan como si quisieran escaparse de los l¨ªmites de la isla. Hay una soterrada sensaci¨®n de penuria y agravio en los azorianos, sobre todo en las islas peque?as. ¡°Mis padres se quejan de la dureza de sus vidas y no quieren ver que son unos privilegiados¡±, me dijo una profesora de la Universidad de Toronto, que dej¨® Faial a los 18 a?os. ?En qu¨¦ lugar crecen salvajemente las hortensias en las cunetas perfumando las carreteras? ?D¨®nde se respira un aire tan puro que hasta se podr¨ªa embotellar? ?Qui¨¦n puede gozar de unos cielos acogedores, una tierra bas¨¢ltica que da jugosas pi?as, un vino estupendo, caf¨¦ y t¨¦, y hasta te permite cocinar gratis en su suelo caliente? Antes de que se hiciera de noche ascend¨ª aquel mi primer d¨ªa en las Azores el monte Lamego. El crep¨²sculo iluminaba la zona oeste de la isla: la bah¨ªa de Ponta Delgada, cuyas luces titilaban en el aire inm¨®vil, Sete Cidades, Santa B¨¢rbara, la costa escarpada de Mosteiros. Hacia el norte se pod¨ªa distinguir Ribeira Grande e incluso Furnas y el otro lado de la isla, que se iba desvaneciendo en la azul noche atl¨¢ntica.
Todas las carreteras parecen haber sido trazadas para llegar a los numerosos miradouros. Esa ma?ana el ambiente era fr¨ªo y el sol oblicuo esmaltaba la piel verde de la isla. El cielo ofrec¨ªa una tonalidad lechosa; ya Raul Brand?o escribi¨® en 1924 sobre ese ¡°blanco lastimado, claridad tan ¨ªntima¡± de los cielos azorianos. Tras el pico de Barrosa divis¨¦ la primera maravilla de la isla: Lagoa do Fogo. Rodeada de laurisilva, el bosque de plantas y ¨¢rboles que tapiza gran parte de las zonas altas azorianas, la laguna de aguas verde claro reflejaba el cielo despejado. Enfil¨¦ un sendero que rodea el profundo barranco. Lo que parece desde lo alto hierba de pastos es en realidad una rala floresta cuyo verde distinto surge del contraste entre hoja y hoja. El perfecto silencio que embarga el lugar, contrapunteado por lejanos ecos de excursionistas, subraya una naturaleza grandiosa y a la vez simple, ce?ida a lo indispensable.
Los dos lagos de Sete Cidades, unidos por un estrecho paso, parecen un espejismo
Aunque todo se encuentra cerca, monta?as y acantilados y repentinos chubascos hacen del auto la mejor manera de desplazarse. De Lagoa do Fogo a Ribeira Grande es una placentera bajada entre las hortensias y de all¨ª parte una ruta deliciosa por la costa norte, sucesi¨®n de blanqueados caser¨ªos que se dir¨ªan suspendidos entre la hierba y el mar. Me detuve en Porto Formoso a comer el plato del d¨ªa, una sustanciosa caldeirada de congro, con patatas y pimientos. Entre S?o Br¨¢s y Maia se encuentra la centenaria f¨¢brica de t¨¦ de Gorreana. Uno puede pasearse por la plantaci¨®n y curiosear entre vetustas pero a¨²n eficientes m¨¢quinas. Animado por varias tazas de t¨¦ verde, ligero y algo dulce, enfil¨¦ la carretera secundaria que lleva al rec¨®ndito valle de Lombadas, en el centro de S?o Miguel. El monte Escuro reserva despejadas vistas hacia el este y el Pico da Vara. Pero la gema de esta ruta es Lagoa do Congro, a la que se llega bajando un camino en pleno bosque. Embutido en una caldeira rodeada de frondosa selva de cryptomerias, esta laguna retiene un aire mitol¨®gico, uno espera ver zambullirse en sus aguas a un fauno.
En el mirador Vista da do Rei, coronado de hortensias rosas, violetas y azul p¨¢lido, los dos lagos ¡ªuno verde y otro azul¡ª de Sete Cidades, unidos por un estrecho paso, se vislumbran como un espejismo. La leyenda de c¨®mo se formaron esas dos lagunas en el lecho de las caldeiras volc¨¢nicas habla del amor imposible entre una princesa y un pastor que desemboc¨® en las abundantes l¨¢grimas de la pareja, azules las de la princesa, verdes las del pastor. El d¨ªa se ha nublado y aun as¨ª la belleza de este enclave del extremo occidental de S?o Miguel es incomparable. La carretera prosigue hasta Ponta da Ferraria, alucinante paisaje lunar al mismo borde del oc¨¦ano. La erupci¨®n volc¨¢nica dej¨® aqu¨ª caprichosas formaciones de lava, rocas encrespadas como olas de piedra cercando piscinas naturales de agua de mar. Me un¨ª a unos canadienses que nadaban en la m¨¢s amplia y protegida. Unas horas en las termas del lugar, un remanso de c¨¢lida quietud, me dejaron relajado y hambriento. Ya en V¨¢rzea, la punta oeste de la isla, un paisano me indic¨® un modesto bar de comidas. Vi un peque?o grupo de turistas estadounidenses, cuyo gu¨ªa azoriano com¨ªa en una mesa aparte. Bregaba con un pulpo entero que abrazaba patatas hervidas como si fuesen rocas. Regresado de California tiempo atr¨¢s, el gu¨ªa me cont¨® que el turismo hab¨ªa aumentado mucho los ¨²ltimos dos a?os y a¨²n en octubre ten¨ªa trabajo. Tierno, jugoso, el polvo assado que me toc¨® en suerte ten¨ªa un sabor intenso, como ahumado por los vapores tel¨²ricos de Ferraria.
Tiempo para un ¡®cozido¡¯
Furnas, al otro lado de la isla, reserva las emociones m¨¢s profundas de S?o Miguel. La villa tiene un aire alpino salpicado de fumarolas que perfuman todo de sulfuro. En torno a la Lagoa das Furnas la gente viene a cocinar en hoyos humeantes el plato tradicional a base de carne, verduras y pescado, el cozido. Una familia me invit¨® a probarlo (ventajas de viajar solo y con aire despistado) y me insisti¨® en que fuese a ver el parque Terra Nostra, que alberga un enorme jard¨ªn de especies bot¨¢nicas ex¨®ticas, como los rododendros de Malasia. Acab¨¦ la jornada en las diversas piscinas de aguas termales de la Po?a da Dona Beija, aguas ferruginosas saturadas de barro que, seg¨²n dicen, curan casi todos los males.
Faial era un cuadrado azul y Terceira, casi redonda, estaba medio oculta por la bruma
Otro d¨ªa vagu¨¦ por la regi¨®n de noreste, una isla dentro de otra, que esconde un paisaje intocado. Entre Pova?ao y Nordeste, con una desviaci¨®n al pico Bartolomeu, desde donde se contempla S?o Miguel entera, atravesar la densa y salvaje vegetaci¨®n de la Serra da Tronqueira llena los pulmones de ox¨ªgeno. Y la luminosa cascada del Salto do Prego, culminaci¨®n de una marcha en solitario por un selv¨¢tico sendero, refresca el alma. Tras este ba?o de naturaleza y soledad choca vagar por las calles de Ponta Delgada. La capital del archipi¨¦lago, de aire colonial, permanece fiel a su evocador pasado en su interior, mientras que su fachada mar¨ªtima se ha puesto al d¨ªa con cierto desali?o. Al toparme con moles como el fuerte de S?o Br¨¢s y el palacio de Fonte Bela, as¨ª como ricas iglesias, comprend¨ª que este centro urbano del archipi¨¦lago, donde mantuve una agradable conversaci¨®n con el fino ensayista Vamberto Freitas, era el basti¨®n oficial de la metr¨®poli portuguesa, como lo fue Panjim en Goa.
El ambiente de Horta, la ciudad de la isla de Faial, es consular y marinero. Lugar de descanso de los veleros que cruzan el Atl¨¢ntico, los muelles est¨¢n llenos de mensajes dejados por los navegantes. Tiene su lugar de culto, el Peter Caf¨¦ Sport, y un inm¨®vil, nost¨¢lgico puerto ballenero, Porto Pim, a cuya atm¨®sfera Antonio Tabucchi dedic¨® una novela. Atravesando la playa de arena gris se sube al monte Guia, inolvidable ascensi¨®n con vistas sobre el doble cr¨¢ter, la apacible Horta y el sur de la isla. El enorme hueco que se abre en la escollera de Porto Pim, frente al museo de la f¨¢brica ballenera, da idea de la talla de los cet¨¢ceos que por all¨ª entraban. Las ballenas se pescaron en las Azores hasta 1984 y su aceite, sobre todo en las islas centrales, era el principal medio de ganar dinero de sus habitantes en una econom¨ªa basada a¨²n en el trueque. Un souvenir de aquellos tiempos son las tallas de marfil, adem¨¢s de la memoria viva de la gente. Hasta 24 tipos de cet¨¢ceos frecuentan sus costas, de modo que ahora las ballenas y su avistamiento desde barcas es un reclamo tur¨ªstico. Faial, de unos 15.000 habitantes, se recorre con libertad y sosiego.
Una joven bi¨®loga francesa que trabaja en Horta me habl¨® de Norte Pequeno y del volc¨¢n de Capelinhos, surgido durante una noche de fuego de 1957. En esta isla las entra?as de la tierra solo duermen la siesta, dijo. All¨ª me ba?¨¦ en la Praia do Norte y recorr¨ª el arenal lunar que dej¨® aquella furia ¨ªgnea en la punta occidental de Faial. En Castelo Branco hab¨ªa tambi¨¦n unas bonitas piscinas naturales que nadie visita fuera de temporada. Mi primer intento de ver la gran caldeira, de dos kil¨®metros de di¨¢metro y medio de profundidad, fue fallido por la niebla y las nubes que coronaban el monte Cabe?o Gordo. Volv¨ª el d¨ªa siguiente, que amaneci¨® algo m¨¢s despejado. Arriba segu¨ªa nublado, lloviznaba, y cuando cre¨ªa que abandonar¨ªa la isla sin verlo, un viento barri¨® las nubes revelando un panorama majestuoso, m¨¢s agreste y salvaje que las caldeiras de S?o Miguel.
Las islas Pico y S?o Jorge
El monte Pico domina la isla como un t¨®tem oscuro y nublado. Llov¨ªa cuando puse los pies en Pico despu¨¦s de una movida traves¨ªa, lo que no me impidi¨® ir a las famosas vi?as de Cria??o Velha que crecen al borde del agua entre muretes de piedra bas¨¢ltica. Al otro lado se divisaba la costa de Faial. Ambas islas y la alargada S?o Jorge, destino de surfistas y gourmets del buen caminar, forman una pi?a isle?a, dejando un poco apartadas hacia el norte a Terceira y Graciosa, la m¨¢s chica de las ¨ªnsulas centrales azorianas. La costa iba subiendo a trav¨¦s de so?olientos pueblos de iglesias encaladas hasta Lajes, uno de los enclaves balleneros. En ese puerto que corona una amplia bah¨ªa pas¨¦ unos d¨ªas inspirado por las historias y las im¨¢genes del Museu dos Baleeiros. Arpones, sogas gruesas, huesos enormes, largas y gr¨¢ciles embarcaciones de madera, aquella lucha precisa y brutal.
Los balleneros azorianos se formaron en los gloriosos tiempos de Nantucket y nunca usaron el arp¨®n neum¨¢tico que luego har¨ªa estragos, ni tampoco el radar. Confiaron en la fuerza de sus brazos y en la buena vista de sus vig¨ªas apostados en torretas blancas. Melville menciona en Moby Dick a marineros reclutados en medio del Atl¨¢ntico, aguerridos y certeros con el arp¨®n, que hablaban una lengua extra?a. En Santa Cruz, en la isla de Flores, el due?o de un bar donde almorc¨¦ me cont¨® que fue remero del bote expuesto en el almac¨¦n del puerto. Eran seis remeros m¨¢s el arponero y el timonel. Ese hombre miraba a los ojos y hablaba sin hipocres¨ªa, como los paisanos que encontr¨® Brand?o en los a?os veinte. Dijo que la pesca hab¨ªa menguado mucho desde que en 1984 se prohibi¨® la caza de ballenas. Hab¨ªa visto cachalotes de 30 toneladas vomitar el contenido de sus est¨®magos una vez arponeados y eso daba de comer a la fauna marina de las islas. Pens¨¦ en los versos de Artur Goulart, nacido en la tambi¨¦n ballenera S?o Jorge: ¡°Nacen de los ojos las palabras / en busca de un mar que las abrace¡±.
Isla negra, isla verde
Aquella luminosa ma?ana sub¨ª al empinado Pico, 2.531 metros, atravesando pastos y vacas curiosas de una Suiza pobre y apartada, con el oc¨¦ano terso palpitante ah¨ª abajo. La cima, alcanzada tras varios descansos, dejaba a mis pies un lugar de humildes tesoros: isla negra, pero tambi¨¦n verde en el momento de la vendimia del verdelho en Lajido, la majestad serena de sus costas y peque?os puertos, su pulso art¨ªstico.
El perfil de S?o Jorge, que visitar¨ªa los d¨ªas siguientes, hac¨ªa pensar en un estirado buque fantasma anclado all¨ª para siempre. Sobre sus rectos acantilados destacaban las curiosas fajas, f¨¦rtiles terrenos planos al borde del mar, y el pico da Esperan?a. El viento tra¨ªa un olor indescifrable, mezcla de miles de bo?igas y de tantas flores de hortensia, brezo y belladona que perfuman sus hermosos senderos. Faial era un cuadrado azul con un gran agujero en un costado y Terceira, casi redonda, estaba medio oculta por la bruma. Abismadas en ese mar ¡°indiferente y susceptible¡± de la poeta Cec¨ªlia Meireles, Flores y Corvo quedar¨ªan para otro viaje a las inesperadas Azores.
Jos¨¦ Luis de Juan es autor de la novela 'La llama danzante'.
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