La queja perpetua
Conviene recordar que la ¨²ltima bala de una ametralladora es tan letal como cualquiera de las anteriores
Recuerdo la primavera pasada, cuando tantas personas afirmaban con fervor que todos saldr¨ªamos m¨¢s unidos y m¨¢s fuertes de la experiencia de la pandemia. Ahora que ya sabemos que eso no es cierto y, a¨²n m¨¢s, que no hemos aprendido gran cosa del sufrimiento, propio y ajeno, que hemos contemplado o padecido durante tanto tiempo, el balance es desalentador.
Un a?o es muy largo. Lo s¨¦ porque yo tambi¨¦n he vivido meses encerrada entre las paredes de mi casa y me he aburrido de todo lo dem¨¢s, los paseos regulados con mascarilla hasta en la playa, el miedo incontrolado incluso a respirar, la desconfianza, el hast¨ªo, la impotencia. Pero les confieso que, a estas alturas, lo que m¨¢s me deprime es la queja perpetua.
Vivimos cercados por el descontento sistem¨¢tico de nuestros compatriotas, una red de reivindicaciones cruzadas, irresolubles entre s¨ª, que nos empuja a trav¨¦s de un embudo que hace cada vez m¨¢s dif¨ªcil la salida de esta crisis. Todas las protestas son comprensibles. Los hosteleros se quejan de la situaci¨®n de sus negocios, de que el aforo de las terrazas no les permite sacar a sus empleados de los Erte, de que no les resulta rentable abrir mientras se mantienen los cierres y las limitaciones de ocupaci¨®n en el interior. Pero entonces llega un fin de semana largo y, por ejemplo, los vecinos de los pueblos m¨¢s bonitos de cada provincia, los m¨¢s atractivos para el turismo interior, se quejan de que les van a invadir los domingueros, de que su tranquilidad se esfumar¨¢, de que muchos vendr¨¢n contagiados y extender¨¢n el virus, con lo bien que estaban ellos. En ese momento no se acuerdan de los due?os de las casas rurales, de los propietarios de los restaurantes de la plaza, de las terrazas vac¨ªas entre semana. Es decir, de todos los que volver¨¢n a protestar s¨®lo unos d¨ªas m¨¢s tarde. El disgusto de unos es tan comprensible como el de los otros, y no menos que la necesidad de salir de la ciudad, de cambiar de aires, de pasear por el campo, que empuja a los urbanitas hartos de estar en su casa, pero la suma de tanto descontento desemboca en una par¨¢lisis que amenaza con hacerse permanente.
He pasado la Semana Santa en Madrid, escuchando conversaciones en franc¨¦s en casi cada esquina de las calles del centro. No me he quedado en casa por mi gusto. Me habr¨ªa encantado irme a C¨¢diz, pero ni siquiera me lo plante¨¦. ?Entiendo a los espa?oles que se han ido a Rep¨²blica Dominicana, o a M¨¦xico, s¨®lo porque se pod¨ªa? No los entiendo mucho, la verdad. Me parecen m¨¢s comprensibles las quejas de los ciudadanos baleares y canarios que no han podido visitar, o recibir, a sus familias, mientras se cruzaban a todas horas con los alemanes que han logrado reabrir los hoteles, pero la cuesti¨®n no es esa.
Dejando a un lado Madrid, ciudad sin ley, donde la calidad de vida se ha visto reducida a la fortuna de vivir en un inmueble sin pisos tur¨ªsticos susceptibles de albergar fiestas ilegales, lo que no puedo entender es que ninguna de las personas que se quejan continuamente de su suerte preste la menor atenci¨®n a la que desde el principio de la pandemia ha sido la queja principal, la primordial, la m¨¢s insistente, la m¨¢s importante. La queja de los sanitarios a quienes nadie escucha ya mientras advierten que suben los contagios, que aumentan las hospitalizaciones, que est¨¢n cerrando los quir¨®fanos, que las Uci est¨¢n cada d¨ªa m¨¢s saturadas. Parece que esa queja aburre, que nadie est¨¢ dispuesto a escucharla, que es la ¨²nica que no se entiende.
Es muy dif¨ªcil apelar a la resignaci¨®n a estas alturas, pero conviene recordar que la ¨²ltima bala de una ametralladora es tan letal como cualquiera de las anteriores. Con cuarta ola o sin ella, estamos llegando al final del camino. Y es cierto que la gesti¨®n europea de las vacunas ha sido decepcionante, que los incumplimientos de los laboratorios farmac¨¦uticos son un esc¨¢ndalo, que la UE no ha estado a la altura de su propia fama, ni de las expectativas de los ciudadanos. Pero aunque a menudo invoquemos la responsabilidad individual, el respeto a las normas es sobre todo una cuesti¨®n de supervivencia. Y la supervivencia b¨¢sica, la ¨²nica que importa de verdad, consiste en conservar la propia vida.
Nadie deber¨ªa olvidarlo.
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