Los calzoncillos de Conan Doyle
El mundillo cultural parece haber enfermado mortalmente de chismorreo, y se ocupa s¨®lo de migajas
Un editor veterano ha encargado la publicaci¨®n de su correspondencia con colegas, autores y agentes. En el elefanti¨¢sico reportaje que una revista dedica a tal acontecimiento (16 p¨¢ginas) figura una tambi¨¦n larga entrevista, y en ella el editor dice que ¡°es una l¨¢stima¡± que yo no quiera publicar mi correspondencia con ¨¦l. ¡°A m¨ª me encantar¨ªa¡±, a?ade, ¡°pero a ¨¦l parece que no. Ser¨ªa muy interesante, en especial¡± para mis lectores. En tan breve cita, el hombre se equivoca dos veces, pero a eso ir¨¦ luego.
Unas fechas despu¨¦s, con motivo de la aparici¨®n de otra correspondencia, la mantenida entre un buen escritor y otro de reposter¨ªa, me encuentro con las siguientes frases en una rese?a sobre dicho epistolario: ¡°La verdad de un escritor est¨¢ en sus cartas, ese lugar en el que la privacidad invita a bajar la guardia, a escribir sin repeinar los instintos¡ Ah¨ª van a parar debilidades y quejas, entusiasmos y reclamaciones, zozobras y vanidades¡±. Es una creencia que se ha hecho com¨²n en las ¨²ltimas d¨¦cadas, incluso t¨®pica. No puedo estar m¨¢s en desacuerdo con ella. El mundillo cultural parece haber enfermado mortalmente de chismorreo, y ha perdido el punto de vista. Las p¨¢ginas de Cultura est¨¢n llenas de noticias sobre migajas: si se encuentra un in¨¦dito insignificante de un literato, corren r¨ªos de tinta sobre ello, derramados probablemente por quienes acaso ni lo han le¨ªdo. Si se descubre un episodio m¨ªnimo de la vida de un escritor, ocurre otro tanto, y los bi¨®grafos oportunistas se apresuran a extraer conclusiones, a menudo absurdas si no mal¨¦volas. Ya habl¨¦ la semana pasada de lo que llama la atenci¨®n en los diarios, memorias o autobiograf¨ªas, a saber: de qui¨¦nes habla mal quien las entrega a la imprenta. Lo mismo ocurre con las cartas: se bucea en ellas para subrayar los aspectos m¨¢s antip¨¢ticos, s¨®rdidos o desdichados de quienes las escribieron. Gusta mucho saber que tal autor o autora pas¨® penurias y se rebaj¨® por su causa; o que fue un ambicioso de mala ley o un quejica; o que fue lenguaraz y puso a caldo a sus colegas. Nada de esto pertenece a la esfera de la literatura, sino a la del cotilleo, como si gratificara enterarse de que tal o cual Gran Escritor fue, en su vida privada, un muerto de hambre o un vendido, un trepa, un envidioso o un desleal con sus amigos, o que se port¨® fatal con su mujer o marido.
Qu¨¦ errado ese rese?ista. La verdad de un escritor solo reside en sus obras consentidas. Lo que llamamos Shakespeare es el conjunto de textos a ¨¦l atribuidos, nada m¨¢s. As¨ª como lo que entendemos por Cervantes o Proust o Montaigne. Lo que les ocurriera a quienes estaban detr¨¢s de esos nombres es indiferente, como lo es lo que dijeran en confianza. Indagarlo y aventarlo es solo curiosidad malsana, porque los libros encierran cuanto hay en ellos, no lo que se queda fuera. S¨¦ que esta es una postura hoy anticuada. C¨®mo no va a serlo, cuando el deporte favorito de la prensa y las redes es rastrear indicios de racismo, machismo u homofobia en todo el que pas¨® por el mundo. Ha dejado de importar que Faulkner o Twain escribieran obras maestras, solo cuenta que emplearon la palabra con n ¡ªcomo dicen los americanos pudibundos¡ª en di¨¢logos de sus obras, ergo¡ Da igual que Dickens o Eliot fueran portentos de la novela y la poes¨ªa, los condena que fueran infieles a sus mujeres o desabridos con ellas.
He dicho que el editor del principio se equivocaba dos veces al mencionarme. No es que yo no quiera que se publique mi correspondencia con ¨¦l. Es que no deseo que se publique ninguna, de momento al menos, y mientras est¨¦ en mi mano autorizarlo o impedirlo. Y esas cartas no tendr¨ªan el menor inter¨¦s para mis lectores, a los cuales, si algo, les importar¨¢n solo mis libros. Si he rechazado varias veces que se re¨²nan en un volumen las abundantes misivas que cruc¨¦ con mi admirado Juan Benet, de enjundia intelectual y literaria ¡ªpor su parte, m¨¢s que nada¡ª, ?por qu¨¦ habr¨ªa de querer que vieran la luz las que intercambi¨¦ con un editor ya remoto? En su d¨ªa le¨ª las m¨ªas y las suyas, obvio, y creo recordar que su significancia literaria es nula, m¨¢s all¨¢ del mencionado chismorreo para enterados.
Es ya moneda corriente considerar que los epistolarios forman parte de la obra de un autor. Y justamente no: la obra es solo lo que ese escritor da a conocer en vida, voluntariamente y m¨¢s o menos en plenitud de facultades. ?Por qu¨¦ nadie ha de leer las cartas enviadas a una persona con la que se hablaba en confianza y en privado? ?Por qu¨¦ nadie ha de asomarse a los arrebatos, lamentos, berrinches, maldiciones amorosas soltadas un d¨ªa del que su autor ya no guarda memoria? ?Por qu¨¦ han de ser rescatados los denuestos o las lisonjas, las maldades de un mal momento, o el relato de una tristeza o agravio que se cont¨® ¨ªntimamente a quien se ten¨ªa por amigo? ?Por qu¨¦ hay que fisgar en las debilidades y vanidades? El mundo actual finge admirar tanto a los maestros que se subasta hasta la lista de la lavander¨ªa de Conan Doyle. Vale para un fetichista que la adquiera a buen precio, pero ?tambi¨¦n es parte de su obra el n¨²mero de calzoncillos y la frecuencia con que los enviaba a lavar? Por favor, dej¨¦monos de tonter¨ªas y distingamos.
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