El d¨ªa que me convert¨ª en Isabel II
En un estado de duermevela, el escritor cae en la cuenta: ya no es solo un escritor. Y la reina de Inglaterra recibe una revelaci¨®n: ya no es solo una reina. Mientras se desperezan y piensan en sus cosas ¡ªla literatura y el poder, el periodismo y la pol¨ªtica¡ª, el misterio se despeja: ambos ya son uno, ?una? Mill¨¢s y su majestad Isabel II. Esta es la historia del d¨ªa en que dos vidas se cruzaron azarosamente
Un d¨ªa, hace poco, despu¨¦s de que en el telediario de la noche anterior hubiera visto unas im¨¢genes impactantes de Isabel II frente al cad¨¢ver de su marido, son¨® el despertador, lo apagu¨¦, me di la vuelta e ingres¨¦ en un territorio que, sin corresponder al de la vigilia, lo imitaba, del mismo modo que, sin tratarse del sue?o, copiaba algunas cosas de ¨¦l. Un lugar mental en el que yo era la reina de Inglaterra sin dejar de ser Juan Jos¨¦ Mill¨¢s. Me acababa de quedar viuda, pero no ten¨ªa tiempo de entregarme a la pena (o a la dicha, pues no estaba segura de que aquel deceso fuera una desgracia) porque me urg¨ªa al mismo tiempo la necesidad de escribir un art¨ªculo para este peri¨®dico. Todav¨ªa en la cama, me imagin¨¦ llamando al jefe de Opini¨®n para rogarle que prescindieran de mi texto esa semana.
¡ª?Y eso? ¡ªpreguntaba en mi fantas¨ªa.
No pod¨ªa decirle que era la reina de Inglaterra y que mi marido, el duque de Edimburgo, acababa de fallecer porque era consciente de haber ca¨ªdo en una condici¨®n extra?a, dif¨ªcil de asimilar desde la l¨®gica de la existencia real. Tuve, de peque?o, algunas experiencias semejantes de las que no habl¨¦ a mis mayores, al principio porque las tom¨¦ por corrientes; m¨¢s tarde, porque me di cuenta de que eran anormales. Consist¨ªan en convivir, dentro de mi cuerpo, con otra persona, generalmente ni?os o ni?as que me gustaban, y cuyas personalidades se confund¨ªan con la m¨ªa sin que ello me provocara conflicto de identidad alguno. Aquellas vivencias desaparecieron al crecer, en parte, supongo, por el cambio hormonal, y en parte porque recib¨ª una educaci¨®n en la que las desviaciones de la regla estaban muy mal vistas.
Por una cosa o por la otra, no sabr¨ªa decir.
El caso es que este d¨ªa al que me refiero me levant¨¦ de la cama y me met¨ª debajo de la ducha con la impresi¨®n de que, al enjabonarme, enjabonaba tambi¨¦n a ?Isabel II. La enjabonaba con cuidado, porque me pareci¨® muy fr¨¢gil, con la misma mano con la que hab¨ªa estrechado la de Churchill o la de Truman, pero con la que escribo tambi¨¦n, ahora mismo, estas palabras. Mi mano de reina de la Mancomunidad Brit¨¢nica de Naciones hab¨ªa sido besada o estrechada por cualquiera que hubiera significado algo durante mi mandato, a estas alturas pr¨¢cticamente eterno. Emperadores, reyes, pr¨ªncipes, premios Nobel, escritores, artistas, cient¨ªficos, ministros, embajadores, funcionarios y seguramente tambi¨¦n alg¨²n minero, alg¨²n representante de las clases trabajadoras, aunque menos, claro, pues no he tenido mucha relaci¨®n con esas clases, no por mi voluntad, sino porque el orden del mundo es el que es y yo nunca intent¨¦ modificarlo, solo servirle con lealtad y responsabilidad. Manos con restos de coca¨ªna, con residuos de material fecal, con saba?ones, con cenizas de cigarrillos, con sedimentos de p¨®lvora, manos con eccemas, con psoriasis, con la piel escamada, manos con olor a lavanda, manos callosas, manos delicadas, manos con vida propia, manos sin personalidad, gruesas o esquel¨¦ticas, enguantadas, fuertes y d¨¦biles, decididas o t¨ªmidas, cobardes o arrojadas. Alguna mano de madera, tambi¨¦n, o de titanio, de alg¨²n que otro h¨¦roe de guerra mutilado. Miles o millones de manos han pasado por esta mano m¨ªa a lo largo de este reinado ins¨®lito. A veces, en la soledad del despacho, me dan ganas de llevarme el ¨ªndice a los dientes, para quitarme una costra de mandarina o un fragmento de pl¨¢tano, y me reprimo porque pienso que ser¨ªa tanto como llevarme a la boca todo ese dep¨®sito, toda esa porquer¨ªa, todo ese cieno proveniente de las manos de las nueras tambi¨¦n y de las de los nietos y sus esposas, as¨ª como de las de los militares de alta graduaci¨®n o de la de los soldados rasos que han tomado entre las suyas esta extremidad m¨ªa que ahora, mientras enjabono mi cuerpo, o mientras se lo enjabono a Juan Jos¨¦ Millas, no s¨¦ qui¨¦n enjabona a qui¨¦n, observo con la extra?eza de quien fue ni?a y joven, incluso muy joven y muy ni?a. La misma mano que en los lejanos d¨ªas de caza, con la jaur¨ªa de los perros aclam¨¢ndonos, sujet¨® y dispar¨® armas de diversos calibres con las que abat¨ª ciervos y zorros y dem¨¢s mam¨ªferos o aves que pasaban por delante de mi punto de mira. O del de mi caballo.
Mi caballo, mis caballos.
?C¨®mo habr¨¢ sido no tener caballos?, me pregunto ahora.
?C¨®mo habr¨¢ sido ser pobre?
?C¨®mo habr¨¢ sido ser rico sin responsabilidades de Estado?
?C¨®mo habr¨¢ sido comer en el auxilio social?
?C¨®mo habr¨¢ sido no disponer de una servidumbre dispuesta a calzarte?
?C¨®mo ser¨¢n las emociones de la clase media?
?C¨®mo ser¨¢ una vida de pel¨ªcula?
?C¨®mo fue ser Lady Di?
?C¨®mo cenar en restaurantes m¨ªticos con hombres seductores?
?C¨®mo ir en metro de un lugar a otro?
Lo cierto es que al ser Mill¨¢s e Isabel II al mismo tiempo, lo s¨¦ todo, pero, por las mismas razones, no lo s¨¦. ?Es posible saber y no saber? Se lo pregunt¨¦ un d¨ªa a mi psicoanalista y alcanzamos la conclusi¨®n de que el conocimiento racional y el emocional habitan con frecuencia en compartimentos estancos, lo que constituye una forma simult¨¢nea de sabidur¨ªa e ignorancia. De ah¨ª tambi¨¦n que el sexo y el amor no siempre coincidan en el mismo lecho.
Mi vida ha sido, sigue siendo, un monumento a la responsabilidad. A m¨ª no se me ocurrir¨ªa, por ejemplo, y maldigo por eso a mi marido, morirme en tiempos de pandemia, donde resulta imposible llevar a cabo unas exequias mon¨¢rquicas como Dios manda. Las monarqu¨ªas se afianzan en las tomas de posesi¨®n, en los bautizos, las bodas y los funerales. ?Qu¨¦ nariz afilada, por cierto, la del duque de Edimburgo, mi esposo, en su catafalco! Una nariz como la de los Papas muertos. Me viene a la memoria la de P¨ªo XII, que parec¨ªa un cuchillo.
En cualquier caso, si yo llegara a fallecer, que supongo que s¨ª, que llegar¨¦ a morirme, lo har¨¦ despu¨¦s de que hayan sido abolidas las repugnantes mascarillas de ahora, llenas de babas, me imagino, y se permitan de nuevo las grandes concentraciones. A mi entierro vendr¨¢ todo el mundo. Vendr¨ªan de Marte si hubiera vida en Marte. Ser¨ªa noticia en Urano, si estuviera habitado. Repetir¨¢n todos ese lugar com¨²n seg¨²n el cual conmigo ha muerto el siglo XX sin advertir que, gracias precisamente a m¨ª, Isabel II de Inglaterra, y a la literatura de Juan Jos¨¦ Mill¨¢s, el siglo XX se ha colado en el XXI, se ha infiltrado en ¨¦l, ha sufrido una prolongaci¨®n tan rara como las de nuestras propias vidas, pues a nuestros a?os ya deber¨ªamos estar muertos o muertas, jubilados o jubiladas.
No hay en el mundo una monarqu¨ªa como la que yo represento porque he resistido las presiones que la conduc¨ªan hacia esos lugares ordinarios e innobles que empezaron con la popularizaci¨®n de los televisores. Diana de Gales, pobre, fue v¨ªctima de esas pantallas de las que sale una luz enfermiza y cambiante.
Hablando de las manos, pienso que deber¨ªan cortar la m¨ªa, la derecha, la misma con la que ahora nos enjabonamos Mill¨¢s y yo, y colocarla en una vitrina con una lista, al lado, de las manos que la estrecharon, ya que, como se?alar¨¢n una y otra vez los periodistas vagos y los historiadores previsibles, no era yo la que daba la mano a mis invitados, era el siglo XX.
Abandon¨¦ la ducha convencido y convencida de que la circunstancia de ser la reina de Inglaterra a la vez que Juan Jos¨¦ Mill¨¢s se esfumar¨ªa cuando me vistiera, pero no cesaba inexplicablemente de ser las dos cosas o las dos personas. Algunos calificar¨ªan esta experiencia de esquizofr¨¦nica cuando se trataba justo de lo contrario: no me sent¨ªa dividido o dividida, sino extra?amente unido a la reina o ella a m¨ª. Ten¨ªamos tal acceso el uno al otro que yo podr¨ªa escribir un reportaje sobre ella y ella nombrarme lord. ?Por qu¨¦? Pues por haber contribuido a la limpieza de su cuerpo debajo del agua de la ducha, por ejemplo, o por haber sido traducido a la lengua de Shakespeare.
La situaci¨®n era cambiante: a ratos ve¨ªa a Isabel II como si me habitara (o ella me ve¨ªa a m¨ª, como si la habitara yo), y a ratos como si fu¨¦ramos la misma cosa al modo en que en el sue?o puedes ser alto y bajo a la vez, u hombre y mujer al mismo tiempo, o estar vivo y muerto de manera sincr¨®nica. Recuerdo ahora que en El Aleph, el cuento de Borges, lo sucesivo deviene simult¨¢neo sin que al lector le parezca inveros¨ªmil. La mente, una vez liberada de las ataduras de la l¨®gica binaria en la que vivimos atrapados, es de una plasticidad extraordinaria. Una plasticidad que nos da miedo experimentar. De ah¨ª la inquietud que nos provocan los ni?os ensimismados. ?Qu¨¦ ocurrir¨¢ en el interior de sus cabezas?
De ah¨ª tambi¨¦n que Mill¨¢s y yo debi¨¦ramos disimular al objeto de evitar un esc¨¢ndalo.
Como quiera que durante el desayuno continuaba siendo indistintamente la reina de Inglaterra y el escritor espa?ol, mi mujer dijo que me notaba raro.
¡ªRaro, c¨®mo ¡ªpregunt¨¦ aparentando naturalidad, aunque un poco alarmado (y alarmada).
¡ªNo s¨¦, sugi¨¦reme algo.
¡ª?Raro como la reina de Inglaterra? ¡ªpregunt¨¦ en la convicci¨®n de que la idea, por real, resultar¨ªa lo suficientemente exc¨¦ntrica como para abandonarla enseguida.
¡ªPues ahora que lo dices¡ ¡ªrespondi¨® ella sorprendentemente.
Por fortuna, en ese instante son¨® su m¨®vil en alguna parte de la casa y abandon¨® la cocina para ver si lograba dar con ¨¦l.
Escrib¨ª regiamente el art¨ªculo para EL PA?S, lo envi¨¦ y luego sal¨ª, porque ten¨ªa que ir a la radio a grabar un programa.
En el metro, de camino a la SER, tuve una visi¨®n: se me apareci¨® el siglo XX como un cuerpo, como un corpus, como una materia org¨¢nica y viva. Yo hab¨ªa vivido abrazada a ese cuerpo y ¨¦l hab¨ªa vivido abrazado a m¨ª. Todav¨ªa continu¨¢bamos la interminable c¨®pula iniciada con mi reinado, puesto que ese siglo, como ha quedado dicho, gracias a m¨ª no hab¨ªa concluido. Yo he copulado con ese siglo, el XX, con el desgarro de un tuberculoso, de una tuberculosa. Fruto de esas c¨®pulas salvajes, queda una monarqu¨ªa pr¨¢cticamente intacta pese a la panda de botarates que han de sucederme. Que me deber¨ªan haber sucedido hace tiempo si Dios les hubiera dado talento para hacerlo. Conozco mejor las interioridades de ese siglo que las ingles del que fue mi marido. Conozco mejor el cuerpo de la Historia, con may¨²scula, que el de los hombres en general, mientras que el duque de Edimburgo, pobre, conoci¨® mejor el de las mujeres que el de su tiempo. Y bien, el cuerpo del siglo XX posee ves¨ªculas y v¨ªsceras y est¨¢ dotado asimismo de unas zonas de orden sentimental y er¨®geno que yo he sabido estimular. Por eso duro y duro.
En esto, llegu¨¦ a la SER, sub¨ª al octavo piso y busqu¨¦ el estudio en el que me aguardaban para grabar un programa que congelar¨ªan hasta el verano. Un programa sobre canciones, sobre las canciones de mi vida. Ten¨ªa que llevar cuidado con no hacer una relaci¨®n de las canciones de la vida de Isabel II y creo que lo consegu¨ª, aunque al t¨¦cnico de sonido le pareci¨® todo muy aleatorio. No mencion¨¦ ninguna de los Beatles porque me gustan y no me gustan a la vez, quiz¨¢ me gustan por lo que tengo de Mill¨¢s y las detesto por lo que tengo de Isabel II. Tambi¨¦n a estos muchachos, a los Beatles, les estrech¨¦ la mano porque las ventas de sus discos sanearon nuestra econom¨ªa en unos momentos complicados.
Pero a lo que quer¨ªamos llegar es a lo de la ces¨¢rea. Yo, Isabel II, nac¨ª de ces¨¢rea. Ignoro en qu¨¦ momento lo supe porque se trata de un dato que recuerdo desde siempre. Tengo a veces, en medio de las ceremonias oficiales, visiones en las que el vientre de mi madre se abre, como cuando aparece en la tierra una grieta que pone al descubierto una camada de animalillos, y penetra en el ¨²tero una luz ¨¢cida, si las luces tuvieran sabor. Es la luz de las habitaciones de palacio. Es imposible que lo recuerde, claro, se tratar¨¢ de un recuerdo implantado, pero el caso es que ah¨ª estoy yo, como un objeto fr¨¢gil en un estuche del que soy ganada para el mundo por las manos del m¨¦dico. Me desentierran, como aquel que dice, me exhuman, del ata¨²d de carne en el que viv¨ªa tan a gusto para entregarme a mi destino. Porque yo he tenido un destino al que me he plegado intentando ofrecer a mi familia y al mundo un ejemplo de responsabilidad que no ha cundido. Le¨ª en alg¨²n sitio que los beb¨¦s que nacen normalmente ingieren, en el recorrido de la vagina, un conjunto de bacterias muy importantes para el sistema inmunitario y de las que yo, a la vista de los hechos, pude prescindir, tal vez porque Mill¨¢s naci¨® normal y se las trag¨® todas.
¡ª?Has dicho algo del sistema inmunitario? ¡ªpregunta el t¨¦cnico de sonido desde la pecera.
¡ªS¨ª, pero no s¨¦ en qu¨¦ estaba pensando ¡ªdigo yo quit¨¢ndome los cascos, pues en realidad ya hab¨ªamos terminado.
Ahora bien, me pregunto, ?nac¨ª por ces¨¢rea debido a requerimientos m¨¦dicos o para evitar las contracciones dolorosas al cuerpo de mam¨¢?
Mam¨¢.
Esa tarde, tumbado en el div¨¢n, pues era martes y me tocaba terapia, dud¨¦ si confesar lo que me ocurr¨ªa (en realidad lo que nos ocurr¨ªa) a mi psicoanalista. Finalmente, me dije, ?d¨®nde si no?
¡ªVer¨¢ usted ¡ªcomenc¨¦ buscando formas fant¨¢sticas en las manchas del techo, que necesita desde hace tiempo una mano de pintura.
Despu¨¦s del ¡°ver¨¢ usted¡± me callo porque se me aparece, en esas manchas, la Segunda Guerra Mundial y veo el hambre del pueblo y la niebla y el smog y la tisis y la tuberculosis, pero tambi¨¦n se aparecen mis numeros¨ªsimos viajes por la comunidad de naciones asociadas al Reino Unido, de muchas de las cuales todav¨ªa soy reina como soy gobernadora de la Iglesia, una especie por tanto de papisa cuyo rostro aparece en los sellos y en las monedas y en las portadas de miles o millones de libros. No me caben los t¨ªtulos ni la memoria de lo que he sido, pues tambi¨¦n gan¨¦ el Premio Nadal, y el Planeta, entre otros, y he escrito veinte o treinta novelas, adem¨¢s de libros de cuentos y articuentos, todo ello sin dejar de gobernar una familia real m¨¢s dif¨ªcil de hacerla entrar en cintura que a un pa¨ªs. Soy, por si fuera poco, una reina del pop, ya que me pint¨® Warhol, ese artista norteamericano de la sopa Campbell. Me dicen que ahora triunfa mundialmente en la tele una serie de la que yo soy el n¨²cleo, el tu¨¦tano, en la que yo soy la sustancia.
¡ª?En qu¨¦ piensa? ¡ªdice mi psicoanalista.
¡ªEn lo extra?a que es la existencia de las mujeres y los hombres ¡ªle decimos.
¡ª?Extra?a c¨®mo?
¡ª?Qu¨¦ dir¨ªa usted si le confesara que adem¨¢s de ser Juan Jos¨¦ Mill¨¢s soy al mismo tiempo Isabel II, la reina de Inglaterra?
La psicoanalista calla. Tambi¨¦n nosotros o nosotras permanecemos en silencio. Finalmente interviene la terapeuta un poco preocupada:
¡ª?Se lo ha dicho a alguien?
¡ªTodav¨ªa no ¡ªrespondo.
¡ªMejor por ahora que quede entre nosotros ¡ªa?ade sospechando sin duda que he descuidado la medicaci¨®n.
¡ªEstamos de acuerdo ¡ªdecimos nosotros o nosotras.
¡ªEn mi calidad de Isabel II ¡ªdigo ahora como si estuvi¨¦ramos claramente separados o separadas, a fin de no crear m¨¢s confusi¨®n de la precisa¡ª, recib¨ª en palacio clases de filosof¨ªa donde me hablaron de un tal Sartre y de su n¨¢usea: la n¨¢usea sartreana, provocada por la angustia de existir. La angustia de existir y la arcada consecuente, las ganas de vomitar, en fin, que te atacan lo mismo en una recepci¨®n de embajadores que en una mesa redonda sobre enfermedad y literatura. Hemos sido v¨ªctimas de esa n¨¢usea, pero a ella le debemos en parte la responsabilidad con la que nos hemos enfrentado al trono y a la escritura.
Y en esos momentos, v¨ªctimas la reina y yo de la angustia existencial de car¨¢cter sartreano, giramos la cara en el div¨¢n y vomitamos dulcemente sobre la alfombra de la psicoanalista, que corre a por un rollo de papel de cocina para aliviar el desastre. No tenemos ni idea de lo que hemos vomitado porque no se parece a nada. Quiz¨¢ partes del siglo XX mezcladas con pedazos sin digerir de su vida y la m¨ªa, de nuestras existencias azarosamente trenzadas.
Esa noche me met¨ª en la cama pronto, pues estaba agotado y agotada, y al d¨ªa siguiente nos levantamos a las seis para reinar y para escribir, pero ocurri¨® que debajo de la ducha, al enjabonarnos los muslos, sufrimos un movimiento interno, de car¨¢cter mental, que me dej¨® reducido de repente a Juan Jos¨¦ Mill¨¢s. La parte de m¨ª que correspond¨ªa a Isabel II hab¨ªa desaparecido de forma tan misteriosa como se manifest¨®. Me sent¨ª m¨¢s ligero, pero desequilibrado, al modo de aquel al que acaban de amputar el brazo izquierdo y camina inclin¨¢ndose hacia el lado derecho, del que todav¨ªa le cuelga esa pesada extremidad.
¡ªHoy tienes mejor cara ¡ªdijo mi mujer mientras desayun¨¢bamos.
?Y ella?, me pregunt¨¦. ?C¨®mo se encontrar¨¢ hoy ella, ELLA, Isabel II de Inglaterra?
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Las fotograf¨ªas que acompa?an este relato pertenecen al libro Her Majesty. A Photographic History 1926 - Today, publicado por Taschen.
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