De Beni Sidel a Sant Feliu de Gu¨ªxols
La escritora rememora el tiempo que pas¨® en su casa familiar y la paz que all¨ª encontr¨®. Fue el lugar en el que comenz¨® a escribir y al que acude para esconderse de un mundo que siente excesivamente conectado.

Crec¨ª rodeada de personas que hablaban de ¡°volver a casa¡± cada verano o cada dos, porque rara vez la econom¨ªa permit¨ªa regresar al pueblo todos los a?os. Los inmigrantes no veranean, ¡°vuelven a casa¡± a reencontrarse con sus seres queridos, a aliviar el peso de la a?oranza durante un tiempo corto e intenso que en realidad no es m¨¢s que un breve par¨¦ntesis en la vida de quien est¨¢ condenado a la pertenencia en diferido, pertenencia aplazada siempre. Sol¨ªa acompa?ar a mis vecinas al mercadillo para acumular toallas y jabones en pastilla, retales y camisas de hombre, caf¨¦ y caramelos. ?Pero qu¨¦ llev¨¢is en el coche? Nos preguntaban quienes no pod¨ªan entender lo que es vivir con tu mundo partido por una frontera flexible y penetrable para quienes disponen de los documentos necesarios, muralla para los que nunca obtuvieron visado ni permiso de residencia.
Quisiera poder responder a la pregunta que siempre me hacen las mujeres rife?as de mi barrio con honesta precisi¨®n: ?volver¨¢s a casa este a?o? Pero no puedo porque tendr¨ªa que contarles lo que llevo aprendido con los a?os: que no hay sitio al que volver porque la vida pasa y transcurre y todo cambia y cambiamos nosotros tambi¨¦n y al regresar a los paisajes de infancia la distancia entre el recuerdo y la realidad acaba transformada en un doloroso surco. Una herida que, en el caso de las mujeres, es m¨¢s profunda porque ¡°volver¡± ser¨ªa hacerlo a la reclusi¨®n y la segregaci¨®n.
Nuestras madres nunca supieron lo que es hacer vacaciones: trasladaban, simplemente, sus tareas a otro sitio y solo descansan cuando la solidaridad femenina reparte los quehaceres tediosos entre una multitud de manos. Regresar¨ªa, s¨ª, al patio fresco de la casa de mi abuela materna donde ella y sus hijas tej¨ªan memoria familiar mientras pelaban alcachofas. Puedo recordar con precisi¨®n el gusto amargo al morder la parte blanda de las hojas como recuerdo el asombro que me provoc¨® la parra que cubr¨ªa la entrada de la casa la primera vez que fui. Grandes racimos de uvas colgaban de aquel techo de hojas verdes enredadas. Ser¨ªa muy peque?a, tres o cuatro a?os como mucho, pero la conmoci¨®n que me produjo aquella belleza est¨¢ tan grabada en mi memoria que parece que la est¨¦ contemplando ahora mismo.
En casa de mis abuelos siguen las paredes encaladas del patio, el olor a pino de los armarios, la alfombra de rafia que tend¨ªamos al anochecer sobre el suelo fresco del patio de dentro, el z¨®calo color turquesa, pero ellos ya no est¨¢n y las abundantes granadas del huerto estallan porque no encuentran quien las recoja.
Al darme cuenta de que volver era imposible, busqu¨¦ en otros sitios alternativas a mi para¨ªso perdido: un barrio de casas bajas y caf¨¦s de Montreal, agosto en Par¨ªs con p¨ªcnics en Buttes-Chaumont y parejas mayores que bailan tango a orillas del Sena, paisajes de almendros y muretes en el interior de Mallorca, un albergue rodeado de eucaliptos con koalas dormitando en Noosa Heads, vida de barrio en Washington Heights. Me gustaron casi todos los sitios a los que he viajado, pero con el tiempo me he dado cuenta de que en realidad lo que a?oro es tener un sitio al que volver. Tuve la suerte de poder pasar un verano entero en Sant Feliu de Gu¨ªxols, en un pisito normal haciendo una vida normal. En realidad no estaba de vacaciones, estaba escribiendo una novela, pero la paz y la calma con las que pude trabajar nada tienen que ver con la locura de un d¨ªa a d¨ªa alienante de autoexplotaci¨®n constante.
Durante el confinamiento pens¨¦ mucho en el verano en Sant Feliu. En la falta de todo tipo de ruidos: ac¨²sticos, visuales y olfativos. Ya no recordaba que se pudiera dormir sin bocinazos y camiones de la basura que estallan en mitad de la noche al soltar el vidrio del contenedor. En Barcelona resulta casi imposible imaginarse un verano sin obras: ser¨¢ que quienes organizan la ciudad creen que todo el mundo puede veranear fuera de ella.
S¨ª, quiero volver a Sant Feliu para que la ausencia de ruido acompase el ritmo de mis pensamientos con el ritmo de la vida. Que surjan las palabras precisas sin interrupciones constantes ni informaci¨®n innecesaria, que emanen los textos de un cuerpo en armon¨ªa con las horas del d¨ªa y los rituales que requiere. As¨ª fue como empec¨¦ a escribir, sin pretensiones, por el simple gusto de hacerlo. Leer con los pies en el agua y una brisa suave, que el torrente de las p¨¢ginas desemboque en el mar y de all¨ª surja una imaginaci¨®n espont¨¢nea, enraizada en la totalidad de las experiencias y no fragmentada en mil pedazos. S¨ª, pensar sin prisas, a solas y en silencio quiz¨¢s sea la ¨²nica forma de pensar.
El silencio olfativo tambi¨¦n es importante: de repente, fuera de la contaminaci¨®n de la ciudad, pude percibir con mayor intensidad todos los olores. Una vida sin olfato es una vida deslucida, como en blanco y negro. Lo supe el a?o pasado al padecer anosmia durante unos meses. Por eso llegar a un sitio donde el cielo no pesa como en Barcelona es sentir un alivio inmediato. Una amiga que veranea en Sant Feliu desde hace d¨¦cadas me cont¨® que antes el olor a corcho procedente de la f¨¢brica impregnaba sus calles. Es imposible imaginar olores que no se olieron antes, por eso imaginar con los sentidos, escribir con la piel y el recuerdo de un sabor, un aroma, el timbre de una voz guardada en la memoria, siempre ser¨¢ recuperar algo que qued¨® sedimentado en las profundidades del cuerpo para insuflar vida a los personajes inventados que pueblan nuestros textos. Eso hice aquel verano en Sant Feliu: cultivar los sentidos. Por el silencio del ruido real, digital y olfativo, pero tambi¨¦n porque el mar lo transforma todo. S¨ª, quiero volver exactamente a eso: paseos por la playa cuando las ¨²nicas huellas en la arena son las de las gaviotas madrugadoras, ver despuntar el sol, acompasar mi respiraci¨®n con el ritmo de las olas.
No muy lejos de Sant Feliu, en Calella de Palafrugell (cuando Calella no era m¨¢s que cuatro casas de pescadores), Josep Pla se hizo escritor. Para m¨ª no hay escritor m¨¢s veraniego. Esforz¨¢ndose por adjetivar con precisi¨®n los cambios que se produc¨ªan en la inmensa extensi¨®n de agua, aprendi¨® el dif¨ªcil oficio de poner palabras al modo en que el mundo resuena en nosotros. Y aunque el ampurdan¨¦s siempre quiso dar una imagen de objetividad y contenci¨®n, por suerte no pudo disimular la emoci¨®n ante la belleza de su peque?o pa¨ªs y sus esfuerzos por captarla son lecci¨®n magistral para cualquier escritor.
Puede que mi anhelado para¨ªso en la tierra sea relativamente modesto: empezar el d¨ªa con la calma de una playa mediterr¨¢nea, que es distinta a cualquier otra calma, desperezar el cuerpo y el pensamiento con las aguas frescas y la arena y dejarse mecer en lo m¨¢s parecido al l¨ªquido amni¨®tico. Me pregunto si es salado, el l¨ªquido en el que nos formamos. Un ba?o en el mar a primera hora de la ma?ana, el sol empezando a calentar los hombros y los brazos. Despu¨¦s pasar por el mercado y comprar melocotones, albahaca y menta fresca. La cervecita al mediod¨ªa, el t¨¦ a media tarde, pesto y brochetas, boquerones reci¨¦n pescados. S¨ª, el verano que pas¨¦ en Sant Feliu cocin¨¦ mucho porque la vida que a?oraba era una vida que giraba en torno a las comidas. Lentas, con mesa puesta, sin pl¨¢sticos. Comer de pie trae mala suerte, dec¨ªan en mi casa. Incluso beber de pie. Supersticiones para preservar los rituales importantes.
En realidad, si disfrut¨¦ tanto el verano de Sant Feliu es porque tuve la sensaci¨®n de que el tiempo se multiplicaba. No ten¨ªa internet ni m¨®vil con datos, as¨ª que escap¨¦ a las perversas din¨¢micas inventadas por Zuckerberg y a la dictadura del algoritmo. Estamos regalando nuestras vidas a multimillonarios sin conciencia de la belleza que contiene el mundo, que solo se emocionan con el color del dinero. Sin internet mi ansiedad se mitig¨®: ni correos, ni WhatsApp. Vivir conectados, emitiendo mensajes sin cuerpo y sin voz nos est¨¢ llevando a un estado enfermizo. S¨ª, yo encontr¨¦ en aquel apartamento el silencio f¨ªsico apenas roto por los gritos de algunos ni?os que jugaban en la calle o la conversaci¨®n de adultos que iban a caminar a primera hora de la ma?ana. No ten¨ªa cerca las voces de mis abuelas y mis t¨ªas contando historias, pero no importaba, las evocaba en las p¨¢ginas de la novela que escrib¨ªa y me acompa?aban tanto como si hubieran estado conmigo en l¡¯Empord¨¤. Transportar la vida del interior de una casa de adobe de Beni Sidel a la Costa Brava es quiz¨¢s una de las transgresiones de las que estoy m¨¢s orgullosa.
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