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Me crie en una casa en la que hab¨ªa una biblioteca grande y diversa, con novelas del boom, cuentos de autores de tierra adentro, poes¨ªa y best sellers: desde la saga completa de James Bond hasta novelas de Wilbur Smith que transcurr¨ªan en el ?frica caliente (en todo sentido). El ¨²nico criterio que mis padres segu¨ªan con la lectura era la inmersi¨®n: si un libro lograba raptarnos, no importaba si era de Ray Bradbury o de ...
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Me crie en una casa en la que hab¨ªa una biblioteca grande y diversa, con novelas del boom, cuentos de autores de tierra adentro, poes¨ªa y best sellers: desde la saga completa de James Bond hasta novelas de Wilbur Smith que transcurr¨ªan en el ?frica caliente (en todo sentido). El ¨²nico criterio que mis padres segu¨ªan con la lectura era la inmersi¨®n: si un libro lograba raptarnos, no importaba si era de Ray Bradbury o de Ian Fleming. Ya vendr¨ªa el tiempo, dec¨ªan, de construir criterio propio y distinguir calidades. En esa biblioteca hab¨ªa una colecci¨®n de Ediciones Selectas con vol¨²menes pretendidamente antropol¨®gicos, novelas hist¨®ricas, libros de viaje (recuerdo uno llamado Tahit¨ª Nui sobre una traves¨ªa en balsa realizada por el franc¨¦s ?ric de ?Bisschop en 1956 desde la Polinesia hacia Chile, una odisea inversa a la de la Kon Tiki de Thor Heyerdahl) y poqu¨ªsimos cl¨¢sicos, como The Winter Of Our Discontent, de John Steinbeck, una joya triste rebautizada como Los descontentos, que era el favorito de mi padre (el motivo por el cual una novela sobre un tipo de clase acomodada venido a menos, con un trabajo mediocre, una esposa e hijos que lo desprecian y un intento de suicidio era su favorita todav¨ªa es un misterio para m¨ª, pero conservo el eco de esa lectura bajo la forma de una desconfianza fuerte ante las familias que se proclaman ¡°felices¡±). En la colecci¨®n hab¨ªa tambi¨¦n un libro llamado El d¨ªa en llamas, escrito por un tal James Ramsey Ullman, un norteamericano m¨¢s conocido por ser monta?ista. Era una novela sobre la vida de Arthur Rimbaud, que yo le¨ª como si fuera una biograf¨ªa de Arthur Rimbaud, que hizo que me enamorara de Arthur Rimbaud. La devor¨¦ a escondidas porque, seg¨²n mis padres, no era ¡°adecuada para mi edad¡± (?unos 12 a?os?) y me llev¨®, r¨¢pidamente, a Iluminaciones y Una temporada en el infierno, dos libros de Rimbaud que estaban en mi casa pero sobre los que no pesaba ninguna prohibici¨®n de lectura (lo que demuestra que la poes¨ªa es capaz de cualquier cosa, incluso de saltarse el control parental). No s¨¦ qu¨¦ entend¨ª a esa edad de poemas tan complejos (lo m¨¢s transparente en ellos debe ser el verso ¡°Toda luna es atroz y todo sol amargo¡±), pero en la infancia uno vive en estado de lisergia, sin manual de instrucciones, y puede captar los electroshocks del lenguaje de manera m¨¢s exacta que en la vida adulta. Como sea, fue en ese libro malo, El d¨ªa en llamas, donde le¨ª una frase de p¨®ster: ¡°Partiendo eternamente ir¨¢s a todas partes¡±. O algo parecido. Ese aforismo viaj¨® conmigo durante todos estos a?os como un souvenir sin prestigio. Cada vez que dej¨¦ una casa, una ciudad, un sitio, pens¨¦ en esa frase, en lo que significa: hay que vivir en estado de partida, lo dem¨¢s es una jaula. As¨ª fue como part¨ª de Banjarmasin, una ciudad de Indonesia de la que no quer¨ªa irme, dejando atr¨¢s el ulular de las mezquitas y el silencio que se depositaba como un roc¨ªo entre los canales de agua reventados de luci¨¦rnagas. As¨ª fue como part¨ª de las islas Similan donde dorm¨ªa en un cuarto con colch¨®n de esparto, mugrienta y feliz, bajando cada noche a bucear en un mar de corales de fuego. As¨ª me fui siempre: pensando en la partida como una condici¨®n para llegar. A otras cosas: gente, ciudades, espacios. Pero la frase apenas encubre la mentira que encierra. Muchas veces la partida fue s¨®lo irse para no llegar a ning¨²n sitio. Porque hay una belleza en la quietud. Mientras sigo ambicionando un desasimiento que haga que partir no importe, surfeo las despedidas con esa frase idiota. Todo esto para decir que me voy: dejo esta columna y regreso cada mi¨¦rcoles a la ¨²ltima p¨¢gina del peri¨®dico, el sitio en el que estaba antes de venir aqu¨ª. Hay unos versos de Robert Creeley: ¡°Antes de la pr¨®xima casa, la pr¨®xima ciudad, / la gente te empieza a conocer si la dej¨¢s, / no hay ning¨²n lugar seguro¡±. Podr¨ªa decir qu¨¦ bien, qu¨¦ ir¨®nico este Creeley. Digo, en cambio, que all¨¢ voy. Esperando que suceda no s¨¦ qu¨¦. Quiz¨¢s, como escribi¨® Anne Dufourmantelle, que caminando alg¨²n d¨ªa por una ciudad sobrevenga, en un instante, el sentido de toda una vida. Para, apenas despu¨¦s, olvidarlo para siempre.