A mi ¡®Padre¡¯ por Juan Ram¨®n Lucas
Algunos herederos trabajaron para que aquello que sab¨ªas grande y no alcanzaste permaneciese como herencia y tu apellido firmara columnas
Querido Padre: Por la presente te hago llegar, como consideraci¨®n previa a lo que desde a?os deseo decirte y s¨®lo ahora me atrevo a poner negro sobre blanco, la nueva de que ten¨ªas raz¨®n y el hombre iba a llegar a la Luna alg¨²n d¨ªa. Lo hizo, abuelo. Lo consigui¨® apenas dos meses despu¨¦s de que murieras convencido de que la ciencia y la historia te dar¨ªan la raz¨®n. No s¨¦ si sirven las verdades despu¨¦s de muerto, o si la certeza frente al escepticismo general alivia en algo a quien ya no es sino memoria, pero cr¨¦eme que a quienes mantenemos la tuya nos produce una ¨ªntima y permanente satisfacci¨®n saber que tus c¨¢lculos eran acertados.
Te recuerdo paciente y quejumbroso, sentado a la puerta de casa, boina calada, bigote de blancas espinas, con el cigarrillo apresado por unos labios que debieron capturarlo en vida y lo manten¨ªan ya inservible, como un inequ¨ªvoco adorno de autoridad o de desidia, seg¨²n quien lo juzgase.
El ¡°?Ay!¡± con el que constantemente suspirabas era, ahora ya lo s¨¦, quejido por lo no vivido, lamento desde el interior de un alma que ansiaba expandirse; que, como La Rochelle, sab¨ªa que en su interior hab¨ªa algo m¨¢s valioso que ella misma, pero no encontraba la forma de alcanzarlo.
Tus ojos, Padre, no se dirig¨ªan hacia lo m¨¢s simple, confirmar lo que ya sabemos. Iban m¨¢s all¨¢: escrutaban nuestros rostros de ni?os hambrientos de aventura, fascinados por aquel hombre siempre viejo y siempre atento. Alzabas la vista hacia el Cuera y nosotros la segu¨ªamos como quien espera le descifren el mapa del tesoro. Eran aquellos d¨ªas en que escrib¨ªas las cartas a La Nueva Espa?a con la esperanza de que alguna vez publicaran alguna. Los tiempos en los que te sumergiste en aquella obra inmensa de los mineros del Potos¨ª, una odisea en verso que dejaste manuscrita en un libro de tapas gruesas que qued¨® cerrado y silencioso s¨®lo para los ojos de tus hijos y tus nietos. Aqu¨ª lo tengo, frente a m¨ª, envejecido, como te recuerdo, pero vivo en el momento en que vuelva a decidirme a abrirlo y recuperar el hilo de una historia que alumbraste desde el recuerdo de las minas de Alevia en las que te dejaste media vida y los pulmones. Ay, ay, ay.
Los dioses, que es, como dice Tesson, la forma redicha en que nos referimos al azar, te hurtaron la fortuna de ver en imprenta lo que escribiste porque quer¨ªas habitar el mundo como poeta, como ese H?lderlin al que alguna vez le¨ªste, o debiste hacerlo porque, como ¨¦l, aceptaste amoldarte a las exigencias del destino.
Al parecer, querido abuelo, el tiempo y el trayecto vital de algunos herederos trabajaron para que aquello que sab¨ªas grande y no alcanzaste permaneciese como herencia gen¨¦tica y tu apellido firmara columnas y en otra generaci¨®n estallase en poes¨ªa.
Hoy te veo aqu¨ª, en los poemas de Ana Lucas, en algunas obras de tu nieto, en el talento silencioso y eficaz de no pocos creadores de tu estirpe que en tu apellido llevan tu talento.
El hombre ha llegado a la Luna. Y tus escritos vuelan desde hace tiempo entre las l¨ªneas y los marcos de lo creado por quienes t¨² mismo terminaste por alumbrar.
Juan Ram¨®n Lucas, periodista y escritor, es autor de Agua de Luna (Espasa).
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