Relato de verano | ¡®Una t¨ªa frente al mar¡¯, por Renato Cisneros
Ya jubilada, Rub¨ª se muda a Madrid. Pero ?c¨®mo va a dejar San Miguel, all¨¢ en Lima, y sobrevivir sin playa? Su sobrino lo duda y la recuerda luciendo con dignidad y desparpajo el ba?ador de Deborah Kerr.
Mi t¨ªa Rub¨ª me escribe diciendo que se muda a Madrid. La noticia me pone muy contento trat¨¢ndose de la hermana menor de mi madre, mi madrina de bautizo, influyente como ninguna en mi educaci¨®n sentimental. Al mismo tiempo no puedo dejar de pensar en lo contradictorio de su decisi¨®n, pues si alguna debilidad indiscutible tiene la t¨ªa Rub¨ª es el mar. A sus setenta a?os, reci¨¦n jubilada de la f¨¢brica donde lleg¨® a ser gerenta general, y despu¨¦s de vivir por d¨¦cadas en su casa del malec¨®n de San Miguel, all¨¢ en Lima, con esa vista del Pac¨ªfico no preciosa pero reconfortante, establecerse en una ciudad sin costa, por muy Madrid que sea, me suena a desprop¨®sito. No s¨¦ si prevenirla de que extra?ar¨¢ el mar como lo extra?o yo cada vez que llega el verano inclemente. Es tan susceptible la t¨ªa que podr¨ªa llegar a pensar que intento disuadirla de su decisi¨®n. ¡°Seguro no quieres verme¡±, me dir¨ªa, puedo apostarlo. Pero no es as¨ª. Simplemente no la imagino lejos del mar. La mayor¨ªa de mis recuerdos con ella est¨¢n asociados a playas espec¨ªficas. Puedo verla ahora mismo echada en una tumbona de El Silencio, en la ¨¦poca en que a¨²n exist¨ªan esos restaurantitos de madera a pocos metros de la orilla donde serv¨ªan un ceviche tan fresco que los trozos de pescado coleteaban en el plato, entre el camote y la lechuga, y donde atend¨ªan meseros de aspecto indistinguible: chiquillos de diecisiete a?os con el pelo tieso, la piel quemada por el sol, luciendo camisetas sin mangas, ba?adores hawaianos hasta debajo de la rodilla y ajustados collarines hechos de conchitas. Veo a la t¨ªa Rub¨ª bajo una sombrilla con el logo de Inka Cola, embadurnando su cuerpo p¨¢lido con protector solar, devorando, ella sola, una porci¨®n entera de choritos a la chalaca en un envase de polietileno, extrayendo botellitas verdes de Pilsen Callao de un igl¨² rojo repleto de cubitos de hielo. En unos minutos ingresar¨¢ al mar, no sin antes persignarse encomend¨¢ndose a san Judas Tadeo, enfrentar¨¢ las primeras olas sin p¨¢nico, se tapar¨¢ la nariz para zambullirse, dar¨¢ tres o cuatros brazadas que pondr¨¢n al descubierto su impericia, saldr¨¢ dando saltitos en la arena para desentumecerse los o¨ªdos, y luego le regalar¨¢ a la multitud de veraneantes el espect¨¢culo de su ba?ador azul, seg¨²n ella id¨¦ntico al que usaba Deborah Kerr en De aqu¨ª a la eternidad. No podr¨ªa enumerar las veces en que, durante las vacaciones de mi infancia, mi t¨ªa me llevaba a El Silencio en su camioneta, esa station wagon naranja cuyo radiador se recalentaba cada 10 kil¨®metros, oblig¨¢ndonos a hacer escalas t¨¦cnicas. ?bamos los dos, bueno los tres contando a su hist¨®rica perra malt¨¦s, Marcuchi, a la que todos en la familia llam¨¢bamos casi despectivamente Marcucha (a?os despu¨¦s nos enterar¨ªamos de que su nombre se pronunciaba Marcucci, como el g¨¢nster de no s¨¦ qu¨¦ pel¨ªcula italiana). El hecho es que la perra tambi¨¦n ven¨ªa, se posaba en mis piernas y me exig¨ªa con gru?idos bajar el vidrio de mi lado para sacar la cabeza y sentir c¨®mo el viento sucio de la Panamericana Sur le peinaba los pelos de la cara. Durante esos trayectos mi t¨ªa introduc¨ªa en la radio casetes que llevaba en la guantera, una discoteca ambulante de cuestionable versatilidad donde Serrat, Alberto Cortez y Raphael conviv¨ªan con los Beatles, los Beach Boys y Pink Floyd. Una vez que lleg¨¢bamos a la playa, y solo despu¨¦s de instalarnos en la arena bajo la sombrilla de Inka Cola, mi t¨ªa acced¨ªa a comprarme helados de carretilla, no sin antes negociar su precio hasta reducirlo a la mitad. Luego destapaba una de sus Pilsen y se echaba a leer tiras de Quino mientras de reojo advert¨ªa a los personajes de la orilla: jugadores de paleta, vendedores de s¨¢nguches de pollo ¡°de treinta y seis mordidas¡±, grupos de jovencitas en bikini a las que ella se refer¨ªa como flacuchentas pitucas y otras se?oras con trajes de ba?o tropicales que para mi t¨ªa eran unas cholas huachafas. Siempre me pareci¨® que el ambiente escandaloso de esa playa ¡ªcornetas de heladeros, carcajadas de borrachos, horribles canciones provenientes de los altavoces de los restaurantes¡ª contrastaba con la quietud que evocaba su nombre. Haberla bautizado El Silencio, m¨¢s que una incoherencia, parec¨ªa una provocaci¨®n. Sin embargo, fui tan feliz con mi t¨ªa Rub¨ª en ese pedazo del litoral lime?o que nada de eso me result¨® nunca desagradable.
A mediados de los ochenta mi padre alquil¨® una casa en la playa de San Bartolo. Pasamos un verano inolvidable, salvo por un ¨²nico d¨ªa. La t¨ªa Rub¨ª lleg¨® muy temprano a pasar el domingo con nosotros con motivo de un cumplea?os o algo as¨ª. Antes del almuerzo camin¨® hasta el muelle del balneario, se despoj¨® de su sombrero paname?o comprado en el peaje y se lanz¨® al mar con un clavado poco ortodoxo que devino en panzazo. Grande fue la sorpresa de los invitados cuando, al cabo de unos treintaicinco minutos, la t¨ªa regres¨® con los brazos y piernas infestados de marcas rojas y de un extra?o sarpullido con erupciones en forma de burbujas. Los ni?os de la casa la miramos horrorizados y alguno empez¨® a esparcir el rumor de que una mantarraya el¨¦ctrica le hab¨ªa inoculado su veneno. Lo cierto es que la hab¨ªan picado unas malaguas y, a la vez, su piel hab¨ªa sufrido los estragos de los inusuales treintaicinco grados de calor, provoc¨¢ndole un cuadro de fiebre miliar que llev¨® a mi madre a telefonear con desespero a cada uno de los doctores que figuraban en su agenda personal y a poner patas arriba el colmado botiqu¨ªn del ba?o. Mi padre fue a buscar m¨¦dico a la posta de San Bartolo en compa?¨ªa de un amigo, un hist¨®rico militante de la izquierda peruana que ten¨ªa fama de curandero e insist¨ªa con que la soluci¨®n para mi t¨ªa era que vertiera chorros de su propia orina sobre las llagas para aplacar el efecto de las picaduras. La m¨¢s tranquila de todos era, precisamente, la t¨ªa Rub¨ª, que prefiri¨® ignorar esa asquerosa recomendaci¨®n, y despu¨¦s de administrarse un par de antihistam¨ªnicos, reventarse con una aguja caliente las burbujas de la piel y tomarse un pisco sour de un solo trago, volvi¨® de lo m¨¢s tranquila al muelle y se pas¨® el resto de la tarde lanz¨¢ndose al mar desde el muelle hasta que los clavados le salieron casi perfectos.
Durante una larga ¨¦poca, cada vez que se aproximaba la Semana Santa, nos pregunt¨¢bamos en qu¨¦ playa querr¨¢ acampar este a?o la t¨ªa Rub¨ª. A pesar de ser una mujer devota, odiaba quedarse en casa participando del V¨ªa Crucis de la parroquia o viendo El manto sagrado en televisi¨®n. Ella dec¨ªa que Dios estaba en la naturaleza e iba a buscarlo a sus playas p¨²blicas preferidas, Le¨®n Dormido, Gallardo, Cerro Azul. Una sola vez mi t¨ªa acept¨® la invitaci¨®n de mi madre para montar un campamento en la filial playera de un exclusivo club de Lima. Hasta all¨ª lleg¨® en su station wagon naranja, llevando bajo el brazo su igl¨² rojo atiborrado de cervezas fr¨ªas y sus tiras de Quino. Recuerdo que la primera noche, un tanto ebria, se dedic¨® a lanzar invectivas contra su jefe, el ingeniero Leandro Manizales, entonces gerente general de la f¨¢brica. Mi t¨ªa acababa de solicitarle un aumento de sueldo razonable, pero ¨¦ste se hab¨ªa negado a conced¨¦rselo apelando a excusas que a ella le resultaban falsas. A la ma?ana siguiente, mi madre le pidi¨® acudir a la oficina de club a pedir un soporte nuevo para la cocinilla de gas. La t¨ªa, que siempre ha sido pragm¨¢tica, decidi¨® buscar por sus propios medios alg¨²n objeto contundente que sirviera de soporte. Despu¨¦s de media hora sin resultados, se acerc¨® a los basureros colocados a lo largo del malec¨®n y fue metiendo la cabeza en cada uno, tal como hacen los recicladores y mendigos. En esas estaba, levantando desperdicios, curioseando en el fondo mugroso de los tachos, cuando de repente escuch¨® una voz que se le hizo tr¨¢gicamente conocida. ¡°?Rubercinda? ?Eres t¨²?¡±. Era el ingeniero Leandro Manizales, el gerente de la f¨¢brica, quien, del brazo de su flamante segunda esposa, no sal¨ªa de su asombro ante tan inesperado encuentro. Entonces mi t¨ªa Rub¨ª, Rubercinda de nacimiento, la hermana menor de mi madre, mi madrina de bautizo, la ¨²nica de nueve hijos que consigui¨® estudiar una carrera y convertirse en el orgullo de la familia, ella, presa de un tartamudeo que nunca antes hab¨ªa experimentado, y consciente de su conducta de indigente, se deshizo en explicaciones ¡ªtan inveros¨ªmiles como las que hab¨ªa recibido al pedir el incremento de sueldo¡ª y apur¨® la despedida lo m¨¢s r¨¢pido que pudo. El lunes siguiente al Domingo de Resurrecci¨®n, sin embargo, al llegar a su oficina recibi¨® el doble del aumento que hab¨ªa solicitado. Al cont¨¢rselo a mi madre por tel¨¦fono, repiti¨® su frase religiosa favorita: ¡°Es un milagrito de san Judas¡±.
No hay manera de desvincular el mar de la biograf¨ªa de mi t¨ªa Rub¨ª. No me la imagino en Madrid yendo a refrescarse al pantano o a las piscinas municipales a mitad de a?o. Voy a advert¨ªrselo a riesgo de que se enoje conmigo. Nadie mejor que yo sabe cu¨¢nto se deprimir¨ªa sin una playa a la mano donde tostar su p¨¢lido pellejo, beber cervezas a discreci¨®n con los pies enterrados en la arena, darse panzazos entre ola y ola, y seguir luciendo con desparpajo y dignidad el ¨²nico ba?ador que le conoc¨ª, el azul, el de Deborah Kerr.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.