Fe de erratas
Hay una belleza veterana y aguerrida en el hecho de reconocer las sandeces propias sin drama, disimulo ni autoflagelaci¨®n
Tu hijo, tal vez por esa sabidur¨ªa que ense?an las cicatrices, mantiene una relaci¨®n amistosa con la torpeza y el error. C¨¢lmate, no te preocupes, te dice cada vez que se confunde o falla. Te asombra su solidaridad con sus propios desaguisados. Durante tu adolescencia ¡ªlo recuerdas bien¡ª, te aterrorizaba equivocarte y defraudar. Silenciabas tus preguntas temiendo que ya debieras saber la respuesta, deten¨ªas los pasos, asustada por un posible tropiezo, censurabas tu espontaneidad por miedo al desacierto.
Ese espanto ante el error viene de lejos. La antigua sociedad griega ?¡ªy muchas otras a¨²n¡ª se asentaba sobre la idea del honor: hab¨ªa que vivir sin tacha ni defecto. Para Homero y la nobleza de su tiempo, perder la honra era la mayor desgracia humana. Demasiadas veces, un desliz involuntario precipitaba la condena. En general, los protagonistas de las tragedias cl¨¢sicas no merecen su ca¨ªda, y por eso el p¨²blico siente inquietud por s¨ª mismo y piedad por el personaje. En el siglo V antes de Cristo, S¨®focles escribi¨® una obra teatral sobre ?yax, un combatiente en la guerra de Troya conocido por su valent¨ªa, su fuerza y su sed de gloria. Tras la muerte de Aquiles, cree que le corresponde la recompensa de heredar sus armas, pero el astuto Odiseo consigue ese codiciado premio. ?yax, despechado, vuelca su ira contra unos reba?os de corderos que, en su delirio, confunde con los generales griegos que lo humillaron. La alucinaci¨®n es pasajera y, cuando toma conciencia de lo sucedido, la verg¨¹enza le quema. Creyendo que todos se burlan de ¨¦l, utiliza la espada que arrebat¨® al troyano H¨¦ctor para suicidarse.
En un largo poema r¨ªo, la escritora y fil¨®loga norteamericana Anne Carson se pregunta por el remordimiento y la ansiedad que envuelven nuestros fallos, y se rebela de la mano de la filosof¨ªa: ¡°Mucha gente, incluyendo a Arist¨®teles, opina que el error es un suceso mental, interesante y valioso. No es solo que las cosas no son lo que parecen, y de ah¨ª que nos confundamos; adem¨¢s, la equivocaci¨®n es en s¨ª valiosa¡±. Nuestras estupideces tienen el m¨¦rito de zarandear el entramado de inercias y t¨®picos que nos fabricamos para avanzar c¨®modos y mon¨®tonos por la vida. Hay una belleza veterana y aguerrida en el hecho de reconocer las sandeces propias sin drama, disimulo ni autoflagelaci¨®n.
Nuestro Cervantes, acostumbrado a los reveses, dio un giro a la historia de ?yax en la primera parte del Quijote. En su locura, el caballero manchego tambi¨¦n confunde un reba?o de carneros y ovejas con un fiero ej¨¦rcito ¡ªlas huestes de Pentapol¨ªn del Arremangado Brazo¡ª. Como el h¨¦roe griego, se lanza a la batalla. Al momento los pastores empiezan a lanzarle piedras para evitar la disparatada embestida contra su ganado. Una pedrada le hunde dos costillas, otra lo tira del caballo y le salta varias muelas. Cuando Sancho acude a atenderlo, le palpa las enc¨ªas para contar los dientes perdidos. Entonces el hidalgo le vomita encima, y, en un ataque de repugnancia, su escudero hace otro tanto. La contienda deja a ambos malolientes y doloridos, pero don Quijote ¡ªa diferencia de ?yax¡ª lo asume sin tremendismos y reacciona con entereza, diciendo: ¡°Todas estas borrascas que nos suceden son se?ales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aqu¨ª se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien est¨¢ ya cerca¡±. Con sorna, el buen Sancho sentencia que su se?or es mejor predicador que caballero andante.
Don Quijote, nacido como personaje rid¨ªculo, se eleva a lo largo del libro por encima del chiste que lo gest¨® para afirmar su propia dignidad tambaleante. Respetamos su empe?o en convertir a cualquier precio su tediosa vida en una gran aventura y en obra de arte. La imaginaci¨®n lo consuela de lo que no logra ser, el humor lo consuela de lo que es. A trav¨¦s de ¨¦l, Cervantes reivindica esa risa que es humilde, pero no humillante. Como escribe Anne Carson, nos ayuda a aceptar la verdad verdadera, que en el caso de los humanos es la imperfecci¨®n. Tu hijo, con sus cicatrices sabias, te ha ense?ado que las equivocaciones son nuestro domicilio habitual: no hay que sentir terror al error.
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