La noche en vela de los realojados por el incendio en el Moncayo: ¡°Se ha quemado la tierra que nos da de comer¡±
M¨¢s de 1.500 personas han dejado sus casas por el incendio que amenaza el parque natural del Moncayo y los pueblos zaragozanos de alrededor. Tarazona es uno de los municipios donde parte de los vecinos han pasado la noche del domingo
Charo Abad¨ªa dej¨® la mesa puesta. La mujer, de 61 a?os, huy¨® el s¨¢bado a mediod¨ªa de las llamas junto al resto de vecinos de A?¨®n, pueblo de la comarca del Moncayo. No cogi¨® muda, ni enseres, ni siquiera los objetos personales de mayor valor sentimental. Apenas hab¨ªa empezado a degustar junto a su familia unas lentejas caseras que hab¨ªa cocinado con mimo durante la ma?ana cuando la televisi¨®n y la luz empezaron a fallar. La se?al iba y volv¨ªa hasta que todo se apag¨® definitivamente. El cierzo, que ¡°ni trasnocha ni madruga¡± seg¨²n un dicho de los monca¨ªnos, empez¨® a azotar con intensidad y tumb¨® alg¨²n poste de luz, en lo que pudo ser una de las causas del incendio.
Quedan seis minutos para las diez de la noche del domingo y Charo estira su manta en la litera n¨²mero 63 del polideportivo municipal de Tarazona, donde dormir¨¢ junto a otros 40 habitantes de la comarca realojados por el incendio, que ha arrasado 6.000 hect¨¢reas y ha forzado el desalojo de 1.500 vecinos de ocho localidades. Hace su cama con cari?o, procurando que no quede ninguna arruga antes de recostarse. A su lado, Jose Ignacio, su marido, cierra los ojos, pero no puede dormir. Con unas bermudas veraniegas y la camisa desabrochada, mira fijamente el techo de su litera, esperando con inquietud el mensaje de su hijo, que se ha quedado como ret¨¦n en el pueblo. ¡°S¨¦ que no voy a pegar ojo mientras mi ni?o est¨¦ all¨ª. Cuando ves el fuego de cerca te das cuenta del horror y el peligro que significa¡±, confiesa Charo mientras actualiza su tel¨¦fono m¨®vil.
Los focos se apagan paulatinamente en el polideportivo municipal conforme se acerca la madrugada. Las luces azuladas de los celulares iluminan como luci¨¦rnagas la oscuridad. De entre las sombras surge la figura encorvada de C¨¢ndido Gonz¨¢lez, de 79 a?os. ¡°El ¨²nico que se ha duchado aqu¨ª soy yo¡±, vacila a su mujer, Asunci¨®n Beitia, de 69. La pareja se encuentra a dos literas de Charo y Jose Ignacio, de los que son vecinos en A?¨®n. Los cuatro conversan y lamentan la desolaci¨®n que les quedar¨¢ despu¨¦s del desastre. ¡°Se ha quemado todo el monte, la tierra que nos da de comer. El parque natural es muy bonito, pero lo que pone la comida en el plato son los cultivos que labramos. Los senderistas igual que vienen se van. Entendemos el valor del parque, la desgracia m¨¢s grande es que la gente de los pueblos se quede sin nada¡±, comenta Charo. ¡°C¨¢ndido, ?cu¨¢ntas colmenas se te han quemado?¡±, le pregunta Asunci¨®n a su marido. ¡°Al menos 500¡å, contesta ¨¦l, al tiempo que se quita los pantalones azules de trabajar en el campo y se mete a la cama en calzoncillos.
Como si estuviera esperando una llamada de emergencia, Jose Mari Jim¨¦nez (55 a?os) se tumba con las manos en la nuca en su lecho, con el cintur¨®n del vaquero apretado hasta el ¨²ltimo agujero, las zapatillas abrochadas y la mascarilla puesta. Natural de Trasmoz, afirma que no pegar¨¢ ojo, aunque luego dormir¨¢ a pierna suelta para deleite del resto. A su lado, su primo Jos¨¦ Luis Jim¨¦nez, de 55 tambi¨¦n, le recuerda la de veces que jugaron ¡°al futbito¡± en esta pista. ¡°Partidillos de seis contra seis, un cachondeo. Si la li¨¢bamos mucho, el maestro nos pon¨ªa a correr, hemos dado m¨¢s vueltas que una peonza en este sitio¡±, rememora Jose Luis. ¡°?Te acuerdas del de matem¨¢ticas?¡±, pregunta Jose Mari. ¡°Era duro de pelar. Pepino le llam¨¢bamos, y a la otra, Caponata. Los mejores a?os de nuestra vida y ahora mira c¨®mo estamos. En un momento salta tu vida por los aires¡±, contesta el otro. Jose Mari se acomoda con su coj¨ªn, cierra los ojos y, de repente, exclama: ¡°?El medidor de insulina! Nos lo hemos olvidado¡±. ¡°Yo s¨ª lo tengo, primo¡±, le tranquiliza Jose Luis. ¡°Qu¨¦ alivio joder¡ es que aqu¨ª los cuerpos van descompensados. Ahora ya me puedo dormir¡±, se despide Jose Mari.
La noche, al igual que las desgracias, tiene muchas formas de afrontarla. Sergio Mart¨ªn (36 a?os), tambi¨¦n conocido como el pisha, ha elegido mirar a las estrellas y hablar consigo mismo. Sentado en un banco, bajo la luz naranja de una farola, es el ¨²nico de los realojados que permanece en vela a las dos de la madrugada. Extiende sus brazos por el respaldo, mira al horizonte, y respira. Anoche descarg¨® en su m¨®vil una lista de reproducci¨®n con las mejores composiciones del compositor y pianista italiano Ludovico Einaudi. ¡°El piano me relaja y limpia por dentro¡±, confiesa. Este a?o ha pasado por ciertos altibajos y al igual que hizo B¨¦cquer en el siglo XIX, ha acudido al Moncayo en busca de aire puro. ¡°Vivo en Barcelona, no soy de aqu¨ª. He venido a ayudar a mi hermana, que est¨¢ acondicionado una casa antigua. Necesitaba escapar de la ciudad y buscar mejores energ¨ªas¡±, explica. ¡°La naturaleza te pone en tu lugar, te desprende de tu ego. Cuando vi el fuego de cerca hubo algo que se me removi¨® por dentro. Verlo en primera persona no tiene nada que ver a las im¨¢genes de la tele¡±, contin¨²a. ¡°Me doy cuenta de lo que realmente es la vida. Toda la maldad que tenemos se acaba cuando sucede algo as¨ª. Hoy miro a mi alrededor y solo veo buenas personas¡±, sentencia.
En la ma?ana de este lunes, los realojados hacen cola en el colegio p¨²blico de Moncayo para recibir el desayuno. No hay ni?os en la fila, solo adultos que se protegen del fresco con mantas y se quitan las lega?as despu¨¦s de una noche dif¨ªcil. Jos¨¦ Gil se queda rezagado en el vestuario masculino, donde se afeita en el lavabo. ¡°Habr¨¦ perdido todos los almendros que tengo en Maderera. Estoy algo inquieto porque llevo unas horas sin hablar con mi hijo, que lleva dos d¨ªas de ret¨¦n¡±, cuenta.
Un grupo de voluntarios de Tarazona ofrece caf¨¦, leche y boller¨ªa a los realojados. La pregunta es si por fin podr¨¢n regresar a sus hogares despu¨¦s de que la noche haya sido tranquila. Charo termina r¨¢pido el almuerzo y se levanta con prisa. Agarra la correa de Card¨², su perro, sale por la puerta del colegio y le dice a Asunci¨®n:
¡ª?Asun! Vamos a por el pan, no vaya a ser que nos dejen volver y podamos comernos las lentejas.
A mediados del siglo XIX, el poeta Gustavo Adolfo B¨¦cquer lleg¨® hasta las faldas del Moncayo en busca de aire puro que aliviara la tuberculosis pulmonar que a la postre fue motivo de su muerte en 1870. El paisaje y sus gentes afectaron al autor desde el primer momento hasta el punto de convertir las repetidas estancias en fuente de inspiraci¨®n para su obra. En el Monasterio de Veruela, a los pies de la monta?a, B¨¦cquer escribi¨® Cartas desde mi celda, una colecci¨®n epistolar cuyo inicio explica mejor que nada el sentimiento de las decenas de personas que hoy tratar¨¢n de olvidar el fuego:
¡°Queridos amigos: Heme aqu¨ª transportado de la noche a la ma?ana a mi escondido valle de Veruela; heme aqu¨ª instalado de nuevo en el oscuro rinc¨®n del cual sal¨ª por un momento para tener el gusto de estrecharos la mano una vez m¨¢s, fumar un cigarro juntos, charlar un poco y recordar las agradables, aunque inquietas, horas de mi antigua vida.¡±
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