El ¨²ltimo viaje de Joe
La saturaci¨®n del sistema de emergencias limita la atenci¨®n a algunos pacientes, como a este editor estadounidense
En la estanter¨ªa junto a la entrada de su peque?o apartamento, donde se agolpan los libros en ingl¨¦s de su adorado Garc¨ªa M¨¢rquez, varios detalles dan pistas sobre c¨®mo empez¨® todo. Uno es una gorra de Barcelona 92. El otro, una gu¨ªa en papel destinada a orientar en la ciudad a la familia ol¨ªmpica. Joe, editor en una cadena de televisi¨®n estadounidense, vino por primera vez a la ciudad durante los Juegos Ol¨ªmpicos. Se enamor¨® de su arquitectura, de su clima, de su gente y ya nunca pudo alejarse demasiado. A?o tras a?o pas¨® aqu¨ª sus vacaciones hasta que hace dos, ya con 70, decidi¨® mudarse definitivamente.
La luminosa terraza tuvo la ¨²ltima palabra. Su apartamento de alquiler ocupa el cuarto piso de una finca sin ascensor. Pero la escalera empinada y sus rodillas algo castigadas no bastaron para disuadirle. Hace un par de meses, cuando varias lesiones vertebrales irrumpieron en su vida, la movilidad cotidiana se le fue complicando. Con la declaraci¨®n del estado de alarma se volatilizaron sus citas m¨¦dicas. Su dolor se agudizaba a la vez que crec¨ªa la curva de contagios de coronavirus. Infructuosas las horas de espera al tel¨¦fono de emergencias. In¨²til la insistencia por lograr una visita domiciliaria de su doctor de cabecera. Y el peque?o ¨¢tico sin ascensor acab¨® por convertirse en su jaula. ?C¨®mo iba a bajar andando las escaleras para intentar ir a urgencias por su cuenta si moverse del sof¨¢ al lavabo le parec¨ªa un viaje infinito?
El ¨²nico seguimiento m¨¦dico que se le dispens¨® fue telef¨®nico. Siempre amable y atento. Pero disperso y telef¨®nico. Tanto desde su centro de atenci¨®n primaria como desde la cl¨ªnica privada a la que se dirigi¨® con la esperanza de encontrar ayuda eficaz en alg¨²n sitio. Por tel¨¦fono le recetaron una faja ortop¨¦dica y medicinas que iban cambiando. Algunos d¨ªas se encontraba mejor, pero otros el dolor apenas le permit¨ªa moverse del sof¨¢. La medicaci¨®n le provocaba un efecto caprichoso, calmante por horas, con frecuencia portador de molestos efectos secundarios. Pero nunca tuvo fiebre, ni tos, ni dificultades respiratorias.
¡°S¨¦ que hay muchos otros pacientes m¨¢s graves. Pero soy mayor, estoy enfermo y necesito un m¨¦dico¡±, se lamentaba. Se sent¨ªa impotente, abandonado, perdido en el escaso dominio del idioma. Independiente y al¨¦rgico a molestar al pr¨®jimo, no tuvo m¨¢s remedio que confiar a los vecinos las llaves de su casa primero, y finalmente las riendas de su d¨ªa a d¨ªa. Para que se ocuparan de su comida y le compraran esas medicinas que le recetaban por tel¨¦fono, para que le ayudaran a reclamar un m¨¦dico, para que compartieran con ¨¦l la desesperaci¨®n de no saber c¨®mo conseguirlo.
Los ¨²ltimos d¨ªas, su estado empeor¨® r¨¢pidamente. Hab¨ªa perdido mucho peso y todo el apetito. Uno de sus doctores aventur¨® un diagn¨®stico: c¨¢ncer avanzado con met¨¢stasis ¨®sea. El viernes por la ma?ana, los vecinos lo encontraron tendido en el suelo, a medio camino entre el sof¨¢ y el lavabo. Imposible saber cu¨¢nto tiempo llevaba all¨ª, velado por los libros de su querido Garc¨ªa M¨¢rquez y su gorra de las Olimpiadas. Imposible saber si intuy¨® que aquel ser¨ªa su ¨²ltimo viaje. El m¨¦dico que acudi¨® finalmente a su domicilio solo pudo certificar su muerte.
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