Cuando las campanas tocan ¡®a morto¡¯
En mi aldea, cuando el sacrist¨¢n hace repicar lento la campana de la iglesia, la angustia entra en las casas. Amigo o enemigo, al finado lo conoces seguro y la muerte, con m¨¢s o menos pesar, no le gusta a ninguno
Las primeras noticias de todo lo importante en la aldea llegan por el aire, cuando baten las campanas de la iglesia. Avisan de los d¨ªas de fiesta, de una boda, de un fallecimiento. En mi aldea, Pereiri?a, ta?en bravas y alocadas en la ma?ana de San Juli¨¢n; suenan desvergonzadas en los casamientos, golpeadas por los chavales que se cuelan en el campanario para disgusto del cura; y rasgan el silencio despacio, muy lentamente, los d¨ªas de llorar a alguien. ¡°Est¨¢ tocando a morto¡±, comentan unos a otros. El bullicio se apaga, la panza se encoge y a esperar el nombre. As¨ª empieza el rito f¨²nebre all¨ª.
Hace poco que las campanas volvieron a repicar amargas en la aldea. Otra vez. Y ya van muchas, demasiadas, en poco tiempo. Esas ¨²ltimas campanadas se ve¨ªan venir, pero pesan igual que las imprevisibles. La aldea mengua y la liturgia de la despedida empieza a ser mala costumbre. Cuando Manolo, el sacrist¨¢n, hace sonar la campana a morto, la angustia entra en las casas. Amigo o enemigo, al finado lo conoces seguro y la muerte, con m¨¢s o menos pesar, no le gusta a ninguno.
El nombre pronto se sabe porque las malas noticias no tardan en correr. Y uno llora, calla o baja la cabeza. Y se aguanta el tipo como se puede. Es ley de vida. Ha dejado de sufrir. No hay derecho o qu¨¦ injusticia. Lugares comunes todos, pero qu¨¦ vas a decir si no. Tanta paz lleve como descanso deja. Y empieza la peregrinaci¨®n de vecinos al tanatorio. Y las flores. Y las esquelas. El ritual, al fin, para tomar conciencia de la ausencia, para despedirse del difunto y, a los que se quedan, para dejarse querer y acompa?ar. Si quieren.
Antes, cuentan los viejos del lugar, el velatorio se hac¨ªa en las casas. Con la caja en el sal¨®n y el muerto a la vista, para rendir tributo. D¨ªa y noche, todos despiertos, vel¨¢ndolo hasta darle sepultura. Puertas abiertas, comida y bebida, pla?ideras encerradas en luto e idas y venidas de gente que igual te rezaba un rosario que te miraba si las cortinas eran nuevas. No se escond¨ªa a los ni?os del rito ni a la muerte de ellos. El fin de la vida era normal.
Hoy, ante la muerte, las casas solo guardan silencios y vac¨ªo. Todo pasa por el tanatorio, m¨¢s pulcro, m¨¢s c¨®modo. M¨¢s as¨¦ptico, tambi¨¦n. Pero la misma despedida a fin de cuentas. El mismo dolor, la misma gente yendo y viniendo, presentando sus respetos, entregando flores, llorando, riendo incluso, hablando, callando. Acompa?ando.
Las horas en el tanatorio son una especie de limbo temporal que dan para ver el mundo. C¨®mo se comporta la gente, c¨®mo cae el m¨¢s fuerte y se hace peque?o el m¨¢s grande. Los amigos y los menos amigos. Los que cargan dolor y los que van por compromiso. Las palabras m¨¢s hermosas, las conversaciones absurdas, las frases hechas y los mejores desatinos. ¡°Llora, neni?a, llora. Llora porque no te vas a recuperar nunca, nunca lo superar¨¢s¡±, me consol¨® una se?ora una vez, con toda su buena fe (espero) y una abrupta sinceridad. Ten¨ªa raz¨®n. Y me ech¨¦ a reir.
Aunque ahora tambi¨¦n las campanas a morto llegan por Whatsapp y las condolencias se env¨ªan por mail, hay costumbres de antes que a¨²n se guardan en la aldea. Como la de ir a repartir en mano las esquelas por los pueblos vecinos: unos cuantos, parientes o amigos del finado, agarran un manojo de cartones impresos por la funeraria y se van por ah¨ª, por tabernas y bares, marquesinas o peque?as capillas, all¨¢ donde no lleg¨® el sonido de las campanas, entregando el aviso del deceso.
Pocas familias hay que no reciban duelo. Comprensible, siempre; pero hasta en los peores momentos, somos animales sociales y necesitamos de otros para acompa?arnos hasta en el sufrimiento, como dicen las condolencias.
La tradici¨®n cat¨®lica sigue mandando por all¨¢ y los entierros acostumbran a ser como siempre, dando cristiana sepultura al difunto previo funeral religioso. Aunque no fuera devoto ni pisara la iglesia m¨¢s que por casualidad, acaba ah¨ª, a los pies de San Juli¨¢n, primero; y dentro del cementerio parroquial, despu¨¦s. Desde el tanatorio, una fila de coches acompa?a al f¨¦retro, que va delante, en un veh¨ªculo engalanado con coronas de rosas y anturios. En silencio, en una marcha lenta hasta las puertas de la iglesia.
Los vecinos hacen pi?a en el atrio de la capilla, dando el ¨²ltimo pase¨ªllo y su homenaje al fallecido y a la familia, que cruzan el umbral de la ermita al calor de la gente. Luego una misa y el ¨²ltimo adi¨®s, en el camposanto, donde ya no hay vuelta atr¨¢s (si es que alguna vez la hubo) ni nada m¨¢s que hacer. El ruido de la pala estampando el cemento para sellar el nicho ara?a hasta el alma y la campana a morto vuelve a sonar. Para siempre es mucho tiempo.
La liturgia termina. La gente se va. Y al llegar a casa, vac¨ªa y en silencio, la vida sigue donde lo dejaron esas primeras campanadas lentas que anunciaron el adi¨®s. Y ya est¨¢. Los vecinos vuelven a su vida y al que le toc¨® despedir a uno de los suyos, tambi¨¦n. O lo intenta, al menos.
La campana de la iglesia estremece con los a?os. Bien se sabe siempre cu¨¢ndo toca a morto, pero de peque?o, convives con ella, entre la ignorancia y la costumbre, sin darle m¨¢s importancia que a ese inc¨®modo silencio y recogimiento que se impone tras los golpes lentos. Eres ya mayor ¡ªsi tienes suerte¡ª cuando el sonido te empieza a encoger el alma y aprendes a ver la angustia de ese eco macabro. Y descubres tambi¨¦n que no suena igual cuando los muertos son los tuyos.
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