Cuando Barajas no es solo un aeropuerto, sino un lugar seguro y bien acondicionado para vivir¡ si eres pobre
Unas 30 personas han convertido la terminal a¨¦rea de Barajas en su casa, donde se resguardan del fr¨ªo y los peligros de la calle
El jueves comienza para Pablo (58 a?os) a las 9.30, en un recoveco del Aeropuerto de Madrid. Ha pasado all¨ª toda la noche, aunque no espera ning¨²n vuelo. La cabecera de su lecho es un cristal de 10 metros con panor¨¢micas a la pista sur, donde un avi¨®n toma impulso para despegar. Se estira y se rasca los ojos a¨²n hinchados por la somnolencia. Dobla, sin af¨¢n, las dos mantas que hacen de colch¨®n, antes de ir al servicio como quien pasa de su habitaci¨®n al ba?o. Este hombre sin hogar ¨Dy al menos una treintena m¨¢s¨D han convertido en su casa la terminal cuatro del Barajas. Es su vivienda desde hace casi dos a?os. Tiene grandes ventajas dada su condici¨®n de pobre: es un lugar seguro, bien acondicionado en verano y en invierno, espacioso, luminoso y en cierto modo amable... conoce a los polic¨ªas que custodian el complejo ?Por qu¨¦ un aeropuerto y no un albergue con derecho a cama y comida? Ah¨ª pueden entrar y salir a cualquier hora, no hay trabajadoras sociales que controlen la asistencia y pueden beber cerveza o fumar cuando el cuerpo as¨ª lo ordene.
Los habitantes de este vecindario cosmopolita han establecido, en medio del frenes¨ª de turistas y maletas, una rutina que gravita en torno al aeropuerto y el contiguo barrio de Barajas. No tienen m¨¢s reloj que el biol¨®gico, as¨ª que el d¨ªa comienza cuando la abstinencia dicta la hora del primer cigarro. Pocos piensan en el caf¨¦ y las tostadas matutinas. En cambio, mucho anhelan las ca?as y el tabaco. Un viejo conocido de Pablo, que prefiere no decir su nombre, confiesa: ¡°Hasta que no me tomo una cerveza, no puedo ser persona¡±.
Una vez recogidas las mantas, Pablo acomoda sus pocas pertenencias en uno de los carros reservados para el transporte de maletas y sale de la terminal en busca de un cigarrillo. Cojea levemente porque le amputaron los dedos del pie: ¡°Se me congelaron por la nieve durante la tormenta Filomena¡±. En el camino saluda a varios vecinos, tambi¨¦n reci¨¦n levantados, de diferentes nacionalidades. Un b¨²lgaro pide limosna en un castellano chapucero: ¡°Dinero para comer. Cuatro hijos, Bulgaria¡±, dice, mientras hace sonar en su mano varias monedas que no suman dos euros. Todos se conocen entre s¨ª, afirma Pablo, pero no todo es amistad. ¡°Algunos nos roban¡±, precisa y pone de ejemplo a un conocido a quien le quitaron un cart¨®n de vino y dos paquetes de chorizos un par de noches atr¨¢s.
Pablo viste pantal¨®n de tela a rayas, a medio camino entre la cadera y los muslos, un ch¨¢ndal y unas deportivas que parecen quedarle grandes. Su barba, blanca por naturaleza, pero ennegrecida por el descuido, enmarca un bigote oxidado que delata una longeva dependencia al tabaco.
El recuento de su vida es una cadena de tropiezos: ¡°Trabaj¨¦ hace a?os con un primo en Legan¨¦s, pero me rob¨®. Me enganch¨¦ a la hero¨ªna y la coca¨ªna¡±, narra, mientras enciende una colilla que ha elegido del cenicero p¨²blico. Despu¨¦s de deambular sin ¨¦xito por hogares de paso y centros de rehabilitaci¨®n, se afinc¨® en el aeropuerto. ¡°Est¨¢ calentito, no pasas fr¨ªo y pillamos comida de las cafeter¨ªas¡±, detalla.
Si no causan problemas, nadie puede sacarlos de la terminal a¨¦rea por tratarse de un lugar p¨²blico e incluso los guardias parecen conformes. ¡°Lo ¨²nico que puede llegar a ser molesto es que le piden dinero a los viajeros¡±, dice un polic¨ªa que hace la ronda. ¡°Salvo algunas peleas entre ellos¡±, contin¨²a el oficial, no consideran un problema que las personas sin hogar se resguarden all¨ª. Pablo avala la buena relaci¨®n con los agentes: ¡°Nos llevamos bien con ellos: si nos vemos, nos saludamos¡±.
Durante el d¨ªa, Pablo y su colega deambulan por el barrio Barajas: ¡°Nos colamos en el metro, pedimos un dinerillo y vamos a por vino¡±, relata este hombre que, calcula, puede sobrevivir con menos de 15 euros al d¨ªa, ocio incluido. ¡°Nosotros lo que gastamos es en vino, comida pedimos aqu¨ª¡±. Cuando quiere asearse, paga 50 c¨¦ntimos por una ducha p¨²blica en el barrio Embajadores.
A pocos metros del lugar donde despert¨® Pablo, en la segunda planta de la T4, un hombre se busca la vida en un contenedor de basura, del que extrae un pl¨¢tano y medio vaso de refresco. Prueba suerte con algunos viajeros a quienes pide un cigarrillo. Tras un par de intentos fallidos, lo consigue. Decide llamarse Javier, como su hermano, ¨Dno quiere que se publique su nombre¨D. Tiene 52 a?os, el ¨²ltimo lo ha pasado en el Aeropuerto Adolfo Su¨¢rez Madrid-Barajas. No recuerda desde cu¨¢ndo vive en la calle ¨D¡±m¨¢s o menos desde 2018¡å¨D, tampoco la causa de los raspones en su frente ¨D¡±supongo que durmiendo en alg¨²n banco y me ca¨ª¡±¨D. Su p¨¦rdida de memoria puede medirse con las veces que hace la misma pregunta. Eso s¨ª, recita de memoria el tel¨¦fono de su t¨ªa, donde va a comer ocasionalmente; y el n¨²mero de la Calle de Guzm¨¢n el Bueno, donde ve a su trabajadora social.
A Javier ya le surcan la frente unas rayas de experiencia, a juego con su pelo blanco. Tienen una barba encanecida con visos dorados y un bigote renegrido por la cajetilla diaria que se fuma y que le ha destrozado los dientes. Viste ch¨¢ndal blanco ¨Dblanco es un decir¨D, pantal¨®n negro deste?ido y botines caf¨¦s de gamuza ro¨ªda. Las manos le tiemblan compulsivamente y el equilibrio le falla, as¨ª que evita las escaleras mec¨¢nicas y toma el ascensor. No se acuerda de cu¨¢ndo fue la ¨²ltima vez que comi¨®, pero cree que hace dos d¨ªas. ¡°No s¨¦ c¨®mo he sobrevivido, debo ser m¨¢s fuerte de lo que creo¡±, dir¨¢ minutos m¨¢s tarde. La percepci¨®n negativa de la salud es una sensaci¨®n que comparte el 44% de las personas sin hogar, seg¨²n la ¨²ltima encuesta que hizo el Instituto Nacional de Estad¨ªstica (INE) a esta poblaci¨®n.
Javier fue diagnosticado con Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) y, en consecuencia, favorecido con una pensi¨®n no contributiva que le administra una trabajadora social: ¡°Me dan una paga semanal de 50 euros con la que no llego ni al tercer d¨ªa¡±, reprocha. La ¨²ltima casa que tuvo fue en la que vivi¨® con su madre. Cuando ella muri¨® en 2015, ¨¦l vendi¨® la propiedad, pero no estaba preparado para amasar tal cantidad de dinero. ¡°Me gast¨¦ m¨¢s de 50.000 euros en a?o y medio, durmiendo en hoteles y comiendo en restaurantes caros¡±, confiesa. Sin herencia y sin casa se fue devorando la vida en un c¨ªrculo vicioso que giraba como un perro que se quiere morder la cola: ¡°Al principio, bajaba los antidepresivos con alcohol¡±, recuerda. Con el tiempo, reemplaz¨® el licor por el hach¨ªs, que termin¨® dejando ¡°gracias a la coca¡±. Cuando no pudo costear sus apetitos, volvi¨® al licor barato, ¡°pero a lo bestia¡±.
Las personas que viven en el aeropuerto de Barajas son solo un pu?ado entre las 4.146 sin hogar registradas en Madrid, una poblaci¨®n que ha crecido un 17% en la ¨²ltima d¨¦cada, seg¨²n cifras del INE. Un 43% de este grupo, ha sobrevivido sin techo por m¨¢s de tres a?os. La Fundaci¨®n Rais, que trabaja por la abolici¨®n del sinhogarismo, advierte de un subregistro de al menos el 30%, debido a que el conteo oficial excluye a quienes, como Pablo y Javier, no usan los centros de asistencia establecidos por el Gobierno.
Los deambulantes de la T4 han encontrado en este lugar, galardonado con el premio de arquitectura m¨¢s prestigioso de Reino Unido, un lugar aislado de las temperaturas hostiles y los peligros de la calle. A Javier le gusta este sitio ¡°porque hay c¨¢maras de seguridad, una comisar¨ªa de Polic¨ªa y adem¨¢s no ponen pegas para estar¡±. A?os atr¨¢s, unos tipos a quienes recuerda como ¡°unos imb¨¦ciles¡± lo golpearon en la cabeza sin mediar palabra y sin ning¨²n motivo. Este barrio itinerante est¨¢ dotado de ba?o las 24 horas del d¨ªa, agua potable, estaci¨®n de metro y algunos turistas dispuestos a dar una limosna para el pan... o por lo menos un cigarrillo.
Para los inquilinos del Barajas, este lugar de paso es el escenario donde transcurre la vida, un panorama de contrastes surreales donde sus harapos se rozan con vestidos de dise?o y su lerdo caminar fluye con el ajetreado vaiv¨¦n de pasajeros. Han aprendido a vivir en un lugar donde todos odian esperar. Es aqu¨ª donde pasan el tiempo bajo el rugir de los Boeing o los Airbus en cuyos vientres de acero anidan sue?os vacacionales o nuevos comienzos, aunque para ellos, observadores perpetuos de despegues y aterrizajes, no hay destino a la vista que les permita alzar vuelo.
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