La receta catalana del fricand¨® de ternera que se apoder¨® de mi abuela
El plato t¨ªpico de la cocina catalana aparece en Google en 242.000 entradas, lo que significa que cada a?o se publican en Espa?a decenas de nuevos recetarios
¡ª?C¨®mo lo haces, abuela?
¡ª?Pues c¨®mo lo voy a hacer? ?Como siempre!
¡ª?Y c¨®mo es, ¡°como siempre¡±?
¡ªAy, hija, y yo qu¨¦ s¨¦. Si cada vez lo hago distinto.
Desde que empec¨¦ a estudiar en la escuela de hosteler¨ªa y me zambull¨ª de lleno en el oficio de cocinera, una de mis obsesiones fue aprender a cocinar el fricand¨® como lo hac¨ªa mi abuela.
El fricand¨® es una receta t¨ªpica de la cocina catalana que se basa en enharinar y fre¨ªr bistecs finos de ternera para despu¨¦s, en esa misma cazuela y sobre esa misma grasa con restos de harina tostada y jugos de carne, hacer un sofrito muy caramelizado de cebolla cortada muy finita, regado con un vasito de vino rancio o de co?ac destinado a evaporarse. El a?adido de uno o dos tomates maduros rallados es opcional, y se decide al calor del momento, seg¨²n la cebolla pida ese d¨ªa un poco de humedad extra para seguir carameliz¨¢ndose sin quemarse, o no. A ese emplaste marr¨®n se le agrega un pu?ado de senderuelas deshidratadas, que habr¨¢n pasado una horita a remojo en agua tibia. Ese conjunto, bien removido, acoger¨¢, finalmente, la carne y el agua de remojo de las setas, ahora transmutada en caldo con aroma de robles y encinas, para hacer chup-chup en la cazuela, al fuego o en el horno, el tiempo que tarde la carne en estar tierna y el jugo en quedar ligado por la harina. Eso es un fricand¨®. Poco m¨¢s y poco menos.
Pero ese fricand¨® que acabo de explicar no existe; es real s¨®lo en la esfera intelectual, en el mundo de las ideas. Nunca nadie lo ha cocinado tal y como est¨¢ escrito. Nunca nadie se lo ha llevado a la boca. Nadie puede saber a qu¨¦ sabe. Lo ¨²nico que hemos probado, en todo caso, son las plasmaciones concretas de esa idea de fricand¨® que, aun siendo reflejo de una misma f¨®rmula escrita, son todas diferentes. En cada portal, en manos de cada cocinera, de acuerdo con cada estado de ¨¢nimo, seg¨²n el resultado de cada visita al mercado, toman un brillo y unos matices distintos.
Cada vez que mi abuela se pon¨ªa a cocinar fricand¨® lo hac¨ªa con un corte de carne de ternera diferente, bas¨¢ndose en lo que hubiera de oferta o de buen ver en el mostrador de la carnicer¨ªa ese d¨ªa. A veces le echaba al sofrito un poquito de ajo picado, a ¨²ltima hora, porque le apetec¨ªa o por ninguna raz¨®n aparente. Si no hab¨ªa vino rancio, pod¨ªa echarle un cul¨ªn de vermut o un chorro de vino dulce de postre. A veces no le echaba vino de ning¨²n tipo porque se le iba de la cabeza y se le olvidaba. Cuando su fricand¨® se convert¨ªa en una ¨®pera de rock sinf¨®nico legendaria, era cuando lo hac¨ªa en la cazuela de barro en la que acababa de preparar confitura de naranja amarga, sin haberla lavado. Ese fricand¨® era una lanza al coraz¨®n. Y nunca, nunca, la vi cocinarlo siguiendo instrucciones escritas.
Es probable que, en alg¨²n momento, a?os atr¨¢s, s¨ª pidiese consejo a sus amigas y tomase apuntes o usase notas ajenas como punto de partida. Estas amigas pod¨ªan ser corp¨®reas ¡ªvecinas, parientas, amigas¡ª, o voces et¨¦reas que emanaban de los renglones de tinta de los recetarios que acompa?aron a las mujeres de su generaci¨®n en el tr¨¢nsito del hogar maternal al familiar. Ah¨ª estuvieron Simone Ortega con su 1.080 recetas de cocina, o Victoria Serra, con su Sabores.
Estas mujeres desbancaron a las publicaciones de la Secci¨®n Femenina de la Falange en los hogares y, en vez de ser altavoces del r¨¦gimen, como hab¨ªan sido hasta entonces la gran mayor¨ªa de los recetarios dom¨¦sticos, por primera vez, su voz de autoridad culinaria era la de otra mujer casada que compart¨ªa recetas despu¨¦s de haberlas ejecutado en su propia casa. Con esa voz, la lectora pod¨ªa sentirse en sinton¨ªa: con las autoras de esos libros, nuestras abuelas establec¨ªan una relaci¨®n de intimidad. Se trataba de una conversaci¨®n entre iguales.
Esas recetas serv¨ªan de punto de partida s¨®lido, pero en alg¨²n momento, la lectora abandonaba la actividad de repetir al pie de la letra, entend¨ªa el fondo y los mecanismos de la cuesti¨®n, los incorporaba, y el libro abandonaba la repisa o el primer caj¨®n de la cocina y pasaba a la estanter¨ªa del sal¨®n. El virus del fricand¨® ¡ªahora vuelvo a mi abuela¡ª hab¨ªa transformado su cuerpo y su mente, la receta ya no estaba fuera, sino dentro de ella, dispuesta a manifestarse en libertad a trav¨¦s de la personalidad de la anfitriona que la hospedaba, de los productos que ella consiguiese ese d¨ªa, de los gustos y preferencias de sus comensales, y del tiempo que ella tuviera disponible.
Una receta, como un virus, es un ente al l¨ªmite de lo que puede considerarse un ser vivo; un amasijo de piezas sueltas de material gen¨¦tico que necesitan un hu¨¦sped al que incorporarse para sobrevivir y contagiar, para expandirse.
Ahora mismo tecleo en Google la palabra ¡°fricand¨®¡± y consigo 242.000 resultados en 0,27 segundos. Cada a?o, en este pa¨ªs se publican decenas de nuevos recetarios. Me pregunto si tant¨ªsimas recetas son necesarias, y si a alguna de ellas le estamos dando tiempo suficiente para infectarnos, enfermarnos, transformarnos y volverse ¨²til a nuestras circunstancias concretas: herramienta de libertad, no directrices que acatar.
Una buena receta no s¨®lo da un buen plato. Si se lo permitimos, si le damos tiempo a que cale y se asiente, transformar¨¢ nuestra forma de cocinar y de ver el mundo por completo, nos har¨¢ crecer como cocineros, y entonces sus posibles ramificaciones y variantes las crearemos nosotros. Una buena receta te hace m¨¢s capaz de decir ¡°basta¡± a seguir obedeciendo instrucciones ajenas.