Es el momento de reconectar con la naturaleza
La pandemia pone en evidencia que nuestra anterior ¡°normalidad¡± nos estaba conduciendo al suicidio, se?ala el ensayista Paul Kingsnorth. Solo entendiendo c¨®mo nos hemos ¡°desenamorado¡± de la Tierra (y aprendiendo a quererla de nuevo) podemos salvarla

La semana pasada hablaba con un amigo del final del confinamiento y la vuelta paulatina a la ¡°normalidad¡±. Los dos coincid¨ªamos en que era agradable poder volver a salir de casa y quedar para tomar algo en el pub. Eran cosas que hab¨ªamos echado de menos. Sin embargo, la conversaci¨®n sobre la ¡°vuelta a la normalidad¡± hizo que el rostro de mi amigo adquiriese una expresi¨®n extra?a, apesadumbrada.
¡°Quiz¨¢ no deber¨ªa ser as¨ª¡±, dijo, ¡°pero la verdad es que disfrut¨¦ del confinamiento. Aprend¨ª a cocinar, mientras que antes no ten¨ªa tiempo de hacerlo. En esos dos meses dediqu¨¦ m¨¢s tiempo a mis hijos que en los dos ¨²ltimos a?os. Tambi¨¦n pas¨¦ m¨¢s ratos al aire libre. Descubr¨ª la vida en el jard¨ªn y tuve tiempo para sentarme fuera y disfrutar de la naturaleza. Normalmente, me limito a pasar corriendo¡±.
Resulta revelador que mi amigo hablase en voz baja, como si estuviese expresando pensamientos prohibidos. Oficialmente, la prisa por volver a la ¡°normalidad¡± ¡ªpor la cual entendemos el nivel de velocidad, producci¨®n y consumo anterior a la covid que caracteriza a nuestra cultura¡ª es evidente en todos los niveles de la sociedad. La desesperaci¨®n por levantar y poner de nuevo en marcha la maquinaria del crecimiento salta a la vista. Sin embargo, extraoficialmente, hay muchas personas como mi amigo; personas para las que el virus ha puesto al descubierto algo en lo que se supon¨ªa que nunca ¨ªbamos a fijarnos, y es el hecho de que nuestra ¡°normalidad¡± no es normal en absoluto, y tampoco es buena para nosotros.
Durante el confinamiento, a menudo me quedaba absorto pensando que si Dios, o la Madre Naturaleza, ten¨ªan que idear una manera de obligar a la humanidad contempor¨¢nea a encerrarse, bajar el ritmo y hacer un largo y desagradable examen de s¨ª misma, el coronavirus ser¨ªa la manera perfecta de hacerlo. De repente, casi de la noche a la ma?ana, no pod¨ªamos viajar, ni correr al trabajo, ni salir y distraernos en cines y bares, ni consumir y contaminar a voluntad sin pensar en las consecuencias. En vez de ello, nos vemos obligados a hacer aquello para lo que no ten¨ªamos tiempo: sencillamente, estar tranquilos.
Para quienes est¨¢n bien adaptados al ritmo de vida hiperurbano propio del Occidente del siglo XXI, estar encerrados fue una tortura. Para otros fue una bendici¨®n. Internet est¨¢ lleno de historias de personas que han aprendido el valor de la vida hogare?a, de cocinar de verdad, de cultivar alimentos, de reducir la velocidad y de estar con la familia. En otras palabras, todas las viejas virtudes abolidas por el capitalismo actual en su b¨²squeda del beneficio.
Sobre todo, el virus nos ha obligado a mirar crudamente nuestra relaci¨®n con la naturaleza. Las ciudades en las que el cielo era invisible bajo una capa de humo gris marr¨®n se volvieron impolutas de repente, y los r¨ªos que antes estaban sucios fluyeron limpios. En la zona rural de Irlanda en la que vivo, las carreteras estaban vac¨ªas de coches y los setos volv¨ªan a estar limpios de basura. A escala planetaria, el virus provoc¨® el descenso de las emisiones de gases de efecto invernadero que los Gobiernos llevan tres d¨¦cadas prometiendo y han sido incapaces de llevar a cabo.
Mi conclusi¨®n es sencilla: el virus ha sido para el mundo contempor¨¢neo una llamada ¡ªtal vez la ¨²ltima¡ª a abrir los ojos, una advertencia de las consecuencias de lo que nos hemos dicho que era ¡°normal¡±. ¡°Normal¡± es el deseo de tel¨¦fonos inteligentes, vuelos baratos, vida f¨¢cil y una tecnocultura globalizada que ha sumido a la Tierra en la mayor extinci¨®n masiva en 60 millones de a?os. ¡°Normales¡± son los incendios de Australia, los oc¨¦anos vac¨ªos por la pesca, la escasez de agua y la destrucci¨®n de la vida salvaje. En este punto de la historia, ¡°normal¡± es, en la pr¨¢ctica, un suicidio.
?C¨®mo hemos llegado aqu¨ª? Dos d¨¦cadas de pensar sobre la relaci¨®n del hombre moderno con el resto de la vida en la Tierra, de defenderla y escribir al respecto me han convencido de que la ra¨ªz de nuestra crisis ambiental no es la quema de combustibles f¨®siles, ni tampoco un sistema pol¨ªtico o econ¨®mico determinado. Se trata, m¨¢s bien, de un problema de relaci¨®n. Nuestro problema, por decirlo de una manera sencilla, es que nos hemos desenamorado de la naturaleza.
Nuestra relaci¨®n con el resto de la vida en el planeta es como la de un matrimonio infeliz. Tiempo atr¨¢s ¨¦ramos j¨®venes y est¨¢bamos enamorados. Ahora apenas nos miramos
Nuestra relaci¨®n con el resto de la vida en el planeta es como la de un matrimonio infeliz. Tiempo atr¨¢s ¨¦ramos j¨®venes y est¨¢bamos enamorados. Ahora apenas nos miramos. Sin embargo, como en cualquier relaci¨®n, el amor es la clave. Si no hay amor, no hay futuro. No es una idea de moda, lo s¨¦, pero, en mi opini¨®n, cualquier ¡°soluci¨®n¡± a la crisis ecol¨®gica no puede venir de la pol¨ªtica o de la ideolog¨ªa. Ning¨²n sabio vendr¨¢ al rescate. Tenemos que hacerlo nosotros mismos: usted y tambi¨¦n yo. El cambio solo se puede construir coraz¨®n a coraz¨®n.
?C¨®mo conseguirlo? Pues bien, como en cualquier relaci¨®n humana, el amor llega con la familiaridad. No se puede amar a quien no se conoce. Podemos pasarnos el d¨ªa discutiendo sobre el cambio clim¨¢tico; podemos elaborar documentos pol¨ªticos que comparen la energ¨ªa solar con la nuclear; podemos abogar por un ¡°nuevo pacto verde¡± o echarnos a la calle con pancartas. Pero nada de esto cambiar¨¢ nuestra verdadera relaci¨®n individual con el aut¨¦ntico mundo vivo al otro lado de nuestras ventanas. Podemos cambiar el sistema si queremos, pero, si no hemos cambiado nuestro coraz¨®n, no haremos m¨¢s que reproducir el problema. Seguiremos yendo en coche a la manifestaci¨®n por el clima y pregunt¨¢ndonos por qu¨¦ ¡°ellos¡± no nos escuchan.
Esto es algo que yo mismo he tenido que aprender con los a?os. Crec¨ª en un barrio de las afueras de Londres, pero cuando era peque?o mi padre me llevaba a hacer largas caminatas por los montes y los p¨¢ramos de Gran Breta?a. Algo me pas¨® durante esas expediciones. Acampar junto a los arroyos de monta?a, despertarse al alba, caminar durante horas, a veces con dolor, subiendo y bajando riscos y cumbres, moverse a una velocidad natural: aunque no me diese cuenta hasta m¨¢s adelante, algo penetr¨® profundamente en m¨ª y nunca me abandon¨®.
Esta clase de experiencia ¡ªuna profunda conexi¨®n personal con el mundo natural¡ª es lo que convierte a muchas personas en ecologistas militantes. Si lo que amamos est¨¢ siendo destruido, querremos que eso deje de suceder. Sin ese amor, no nos quedan m¨¢s que n¨²meros, ideas, discusiones pol¨ªticas alienantes: ¡°sostenibilidad¡±, ¡°balance de carbono¡±, ¡°servicios del ecosistema¡±. No es un lenguaje humano y, desde luego, no es el lenguaje del amor.
Hace seis a?os, mi mujer, nuestros dos hijos peque?os y yo nos fuimos de Inglaterra, donde todos nos hab¨ªamos criado, y nos mudamos a una casita en el oeste de Irlanda. Despu¨¦s de a?os de hablar y escribir sobre ese amor, me pareci¨® que hab¨ªa llegado el momento de ponerlo en pr¨¢ctica. No ha sido f¨¢cil, pero con el tiempo hemos descubierto que esta tierra nos ha modelado y nos ha cambiado. Estar en un lugar y llegar a conocerlo; cultivar alimentos en el huerto; plantar y talar ¨¢rboles; observar el paso de las estaciones; aprender d¨®nde construyen sus nidos las golondrinas y sus enjambres las abejas; cuidar los prados y abonar el suelo; todo ello ha sido un proceso de construcci¨®n de una relaci¨®n. Me ha ense?ado m¨¢s sobre qu¨¦ hace mal nuestra sociedad ¡ªy qu¨¦ hago mal yo¡ª que a?os de pensar y escribir.
Recuerde que, a fin de cuentas, usted es un animal y, lo sepa o no, necesita la naturaleza igual que un pez necesita el agua
?Estoy ofreciendo mi peque?a vida como posible ¡°soluci¨®n¡± a la crisis global? Por supuesto que no. Pero no hay una ¨²nica ¡°soluci¨®n¡± simple aplicable a todo, y cualquiera que la ofrezca es un fraude. Aprender a volver a amar la naturaleza a nuestra manera no cambiar¨¢ el rumbo de la econom¨ªa mundial. Pero tambi¨¦n es verdad que esa econom¨ªa se basa en una manera de mirar: el distanciamiento de la naturaleza, la codicia por poseer bienes, el deseo de estar en un sitio distinto de donde estamos. Esa es nuestra ¡°normalidad¡± y no puede durar. Tanto la naturaleza como el esp¨ªritu humano son sus v¨ªctimas. Si el virus nos ha ense?ado ¡ªal menos a algunos de nosotros¡ª c¨®mo mirar a nuestro alrededor y ver lo que estamos perdiendo, tal vez logremos averiguar la manera de salir lenta y penosamente de ese distanciamiento.
Si usted me preguntase qu¨¦ se puede hacer, desde un punto de vista pr¨¢ctico, para volver a remendar esa relaci¨®n, har¨ªa algunas sugerencias que podr¨ªan parecer tan nimias y simples ante esta crisis mundial que se sentir¨ªa tentado a rechazarlas. Le dir¨ªa: siembre unas semillas, cultive las plantas, coseche el fruto, c¨®maselo. Plante ¨¢rboles, si puede, y aseg¨²rese de pasar alg¨²n tiempo bajo sus ramas. Aprenda el nombre de al menos uno de los ¨¢rboles, plantas, aves e insectos de su vecindario. Observe cu¨¢ndo la Luna est¨¢ en fase creciente y menguante. Reduzca el tiempo que pasa en Internet, sobre todo en las redes sociales, igual que reduzca el n¨²mero de cigarrillos que se fuma (la adicci¨®n viene a ser la misma) y pase ese tiempo al aire libre, incluso aunque llueva. D¨¦ paseos, vaya de acampada, duerma al raso. Recuerde que, a fin de cuentas, es un animal y, lo sepa o no, necesita la naturaleza igual que un pez necesita el agua.
No podemos cambiar el mundo, pero s¨ª nuestro coraz¨®n. Al fin y al cabo, as¨ª es como cambia el mundo.
Paul Kingsnorth es ensayista y autor, entre otros, de ¡®Confesiones de un ecologista en rehabilitaci¨®n¡¯ (Errata Naturae, 2019).
Traducci¨®n de News Clips.
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