Caminar, pero en silencio
Primero fue el 'walkman', luego la pantalla del m¨®vil. Hemos permitido que nos encierren, y nuestros paseos se asemejan ahora a los recorridos de los robots
Ocurri¨® en Rexburg, Idaho (EE UU). Las autoridades de este peque?o pueblo de 26.000 habitantes decidieron hace unos a?os prohibir que se consultase el m¨®vil al andar, esa actividad que tiene un nombre nuevo y al mismo tiempo extra?o: twalking, una contracci¨®n de texting (escribir mensajes) y walking (caminar). Demasiados accidentes; a menudo rid¨ªculos, a veces fatales. En Idaho comenz¨® la caza a los son¨¢mbulos en que nos hemos convertido, esos t¨ªteres que cruzan la calle con la mirada fija en el tel¨¦fono, desafiando a los coches que llegan, o que se chocan con el peat¨®n de enfrente cuando caminan por las aceras.
Una libertad menos, dir¨¢n aquellos que temen las reglas que rigen nuestro comportamiento en nombre de la salud p¨²blica y la seguridad personal. ?Y si fuera al rev¨¦s? ?Acaso es ser libre el querer permanecer encadenado a la propia servidumbre? A veces, la regla libera. Ahora todos avanzamos con la cabeza agachada. Sin embargo, recuerdo un momento en que mir¨¢bamos hacia arriba, sin siquiera darnos cuenta. Formo parte de una generaci¨®n que todav¨ªa pod¨ªa pasear sin auricu?lares en los o¨ªdos y sin la pantalla encajada en la palma de la mano, que pod¨ªa caminar con las manos en los bolsillos, dejar que la mirada vagara del camino al cielo, y cuyo pensamiento se negaba a ser domesticado, pasando de lo importante a lo insignificante, de lo personal a lo universal, del presente al recuerdo y de la emoci¨®n a la meditaci¨®n. Los fil¨®sofos lo saben: caminar es pensar en movimiento. Tambi¨¦n es una oraci¨®n que hacemos con las dos piernas, una comuni¨®n con lo que nos rodea, en el olvido involuntario de nosotros mismos. Era un regalo y no lo sab¨ªamos. Era un don y todav¨ªa nos cuesta calcular la magnitud de una p¨¦rdida que nos afecta a todos.
Hemos permitido que nos encierren, pieza por pieza, y nuestros paseos se asemejan ahora a los recorridos de los robots. Primero, nuestros o¨ªdos acogieron el walkman. Menuda sensaci¨®n, vivir como en una pel¨ªcula, al ritmo de una banda sonora que pod¨ªamos elegir. Pero al permitirnos escuchar lo que quer¨ªamos, dejamos de escuchar lo que el mundo, la naturaleza y el viento ten¨ªan que decirnos. Entonces lleg¨® el turno de los ojos, con la pantalla retroiluminada del m¨®vil que nos permiti¨® encontrar nuestro camino al hacernos perder el paso errante, y nos propuso entretenernos aboliendo la creaci¨®n que nace de todo aburrimiento. Ahora los algoritmos se han apoderado de nuestros cerebros. Las grandes plataformas utilizan la neurociencia para hacernos dependientes de las pantallas y lograr que pasemos el mayor tiempo posible en sus servicios. Nos solicitan una y otra vez (alertas, compartir, me gusta, notificaciones de mensajes). Respondemos, encantados de darle a nuestro cerebro la recompensa que recibe cada vez que responde a un est¨ªmulo inmediato. Y nuestra vida est¨¢ cortada, nuestro deseo ya no tiene tiempo de nacer. Lo que sol¨ªa ser un paseo por un camino desconocido se parece a un viaje mec¨¢nico en el encierro de una pecera.
De modo que s¨ª, olvidemos el twalking. Y redescubramos esta pr¨¢ctica antigua que sigue a nuestro alcance: caminar con las manos en los bolsillos, la mirada perdida, el humor cambiante. El tel¨¦fono apagado en el fondo de la mochila. Desconexi¨®n temporal para reencontrarnos con el mundo, con los dem¨¢s y finalmente con nosotros mismos.
Bruno Patino es ensayista y autor de ¡®La civilizaci¨®n de la memoria de pez¡¯ (Alianza).
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