Mi casa, ese artefacto penitenciario
El virus no ha liberado a las mujeres de la discontinuidad a la que deben someterse al cruzar el umbral de su casa
Mi madre me ense?¨® la importancia de cuidar de la casa, de tener una casa y, por supuesto, de limpiar nuestra casa. Y yo aprend¨ª una sola cosa de todo aquello: el deseo de abandonar esa casa, cualquier casa que fuera el reino y el encierro de una mujer. Nuestra particular lucha madre-hija no fue nada personal sino un hecho cultural inevitable. Porque la casa nunca ha sido un espacio neutral para las mujeres, al contrario, ha sido y sigue siendo el espacio donde se desmembra nuestra identidad hasta hacernos desaparecer. Y no siempre en sentido metaf¨®rico.
Este a?o, despu¨¦s de todo el camino recorrido, la covid ha vuelto a encerrarnos a todas (tambi¨¦n a las que hab¨ªamos conseguido huir) en ese artefacto penitenciario que llamamos casa. Podr¨ªa habernos metido en un bar, una oficina o un camping. Pero el confinamiento fue domiciliario. Y desde ese momento, la pandemia ha sido peor para las mujeres. Porque aunque las restricciones sean las mismas para todos, las consecuencias no son equitativas. La pandemia ha disparado la brecha de g¨¦nero en el empleo hasta m¨¢ximos que no conoc¨ªamos desde 2007, con un 18,39% de paro entre las mujeres en el tercer trimestre, cuatro puntos por encima de los hombres. Hay m¨¢s mujeres que hombres con empleos precarios y m¨¢s que han tenido que dimitir para dedicarse al cuidado de la casa. Pero quiz¨¢s la brecha m¨¢s importante sea la que ha dividido en dos la intimidad. A un lado ha quedado el tiempo lineal del trabajo y al otro el discontinuo del cuidado, que es el tiempo de las mujeres en el hogar. Y entiendo aqu¨ª por discontinuidad cuando el tiempo est¨¢ al servicio de otros, ya sean personas (hijos y mayores) o instituciones (como la educativa o la sanitaria que tambi¨¦n se han colado en nuestras casas) y no proporciona la identidad temporal, fija y dedicada que da por ejemplo el trabajo aceptado socialmente.
Que las tareas de la casa se han repartido en esta pandemia es cosa tan sabida como que no ha sido a partes iguales. Pero existe una invisible y pesada carga mental que ni siquiera es motivo de reparto o discusi¨®n. Me refiero a esa manera de adaptarse al tiempo de los dem¨¢s que ha sido durante siglos el tempo propio de la feminidad. Una alienaci¨®n que muchos hombres siguen confundiendo con amor. Marguerite Duras lo explicaba as¨ª en La vida material. ¡°Para los hombres una buena madre de familia es aquella que hace de esta discontinuidad de su tiempo una continuidad silenciosa e inaparente¡±. Lo escribi¨® en 1987 pero su sentido ilumina muchos confinamientos en 2020. Esa continuidad silenciosa es la que me ha llevado en m¨¢s de una ocasi¨®n a tener un solo deseo: salir de mi casa para existir al menos un instante. Una sensaci¨®n que, creo, comparto con millones de madres de familia.
Este a?o, la pandemia ha resignificado el sentido de la palabra casa. Ha modificado hasta el precio de los pisos ahora que el alquiler tur¨ªstico ha desaparecido y que los compradores sue?an con un chalet unifamiliar. Sin embargo, no ha liberado a las mujeres de la discontinuidad a la que deben someterse cada vez que cruzan el umbral. Hemos retrocedido a?os, puede que d¨¦cadas. Y aunque 2020 nos ha dejado claro que necesitamos un tiempo nuevo quiz¨¢s conviene recordar que ninguna vacuna nos lo meter¨¢ en el cuerpo. Es nuestra responsabilidad conquistarlo. Y jam¨¢s llegar¨¢ si la mitad de la poblaci¨®n vive encerrada en su propia casa. Con y sin confinamiento.
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