El haiku que ayud¨® a hacer habitable una calle de Nueva York
Un vecino logr¨® con activismo, empat¨ªa y la b¨²squeda de soluciones que las bocinas de los coches dejaran de despertar a todo un barrio cada ma?ana, escribe el urbanista canadiense Charles Montgomery
Es por la ma?ana y estamos en la calle Clinton de Brooklyn, justo antes de las Navidades de 2001. Por cent¨¦sima vez, Aaron Naparstek, un productor de medios interactivos, se despert¨® al alba por culpa de los pitidos de los coches. Hac¨ªa meses que el ajetreo matutino lo sacaba de sus casillas. Naparstek sab¨ªa que los conductores no tocaban el claxon porque temieran chocar con alguien, sino porque estaban atascados en ...
Es por la ma?ana y estamos en la calle Clinton de Brooklyn, justo antes de las Navidades de 2001. Por cent¨¦sima vez, Aaron Naparstek, un productor de medios interactivos, se despert¨® al alba por culpa de los pitidos de los coches. Hac¨ªa meses que el ajetreo matutino lo sacaba de sus casillas. Naparstek sab¨ªa que los conductores no tocaban el claxon porque temieran chocar con alguien, sino porque estaban atascados en el sem¨¢foro entre Clinton y Pacific sin moverse ni un mil¨ªmetro. Pod¨ªa o¨ªr su rabia en esos gemidos: no era un ¡°piii, piii¡±, sino un ¡°?meeeeeec, meeeeeec!¡±. Tampoco ayudaba el hecho de que la mayor¨ªa de los cl¨¢xones americanos est¨¢n hechos para circular por la autopista y, por tanto, dise?ados para que los oigan mucho m¨¢s all¨¢ de sus inmediaciones.
Una sensaci¨®n de ser agredido fue invadiendo a Naparstek poco a poco. Algunos d¨ªas se despertaba incluso antes de que los cl¨¢xones empezaran a sonar y se quedaba tumbado en la cama anticipando el primer rugido. Cuando este llegaba, era como un pu?etazo. ¡°Sent¨ªa una opresi¨®n en el pecho y el coraz¨®n se me disparaba. Era como si alguien fuera a atacarme, joder, a hacerme da?o. Y al final sent¨ªa que alguien ten¨ªa que pagar por todo eso que me ocurr¨ªa¡±.
Esa ma?ana de invierno, un conductor impaciente puso la mano en la bocina y la dej¨® ah¨ª. El rugido segu¨ªa cuando Naparstek, con un par de zancadas, se asom¨® a la ventana del tercer piso de su bloque con fachada de arenisca y logr¨® identificar al conductor ofendido cerca del cruce, a bordo de un sed¨¢n azul p¨¢lido. Jur¨® que, si segu¨ªa pitando en el tiempo que le llevaba ir a la nevera a por unos huevos y volver a la ventana, se los volcar¨ªa encima del coche.
Y el claxon sigui¨® pitando.
El primer huevo fue un golpe certero y extremadamente grato. Despu¨¦s de tres o cuatro m¨¢s, el conductor salt¨® fuera del veh¨ªculo, atisb¨® a Naparstek y empez¨® a chillar. El sem¨¢foro se puso en verde. El atasco llegaba hasta el final de la calle Clinton y los gritos segu¨ªan. Entre otras amenazas, el conductor prometi¨® volver esa misma noche, entrar en casa de Naparstek y matarlo. Para cuando volvi¨® a meterse en el coche, parec¨ªa que todos los cl¨¢xones sonaban a la vez, y Naparstek ten¨ªa los nervios destrozados.
Despu¨¦s de unos d¨ªas pregunt¨¢ndose si el extra?o aparecer¨ªa con un bate de b¨¦isbol en las manos, se dio cuenta de que necesitaba encontrar una respuesta m¨¢s constructiva al tr¨¢fico disfuncional que reinaba en Nueva York, y tambi¨¦n a su propia ira. Prob¨® con un enfoque zen. Intent¨® escribir haikus sobre cl¨¢xones y los peg¨® por las farolas del barrio. Estos dec¨ªan m¨¢s o menos as¨ª: ¡°Con la luz verde / como una hoja en el viento primaveral / el claxon vuela r¨¢pido¡±.
Naparstek se sinti¨® mejor y, en solo unas semanas, vio c¨®mo a sus haikus p¨²blicos se sumaban otros. Al cabo de un tiempo, los escritores y lectores de haikus se reunieron para hablar de sus frustraciones. Empezaron a convocar reuniones vecinales con la polic¨ªa, para pedir que se multara a los escandalosos, y, por muy extra?o que suene, esta les hizo caso. Pero los pitidos regresaban a la ma?ana siguiente.
El ciudadano propuso una idea al Departamento de Transporte y persigui¨® a los funcionarios hasta que la aceptaron
¡°Al final me di cuenta de que necesitaba dar un paso atr¨¢s, buscar algo de empat¨ªa, comprender a esos conductores que estaban sufriendo ah¨ª abajo y ayudarlos a solucionar el problema que les estaba provocando tanta ira¡±. Decidi¨® plantarse en el alf¨¦izar con l¨¢piz y papel para documentar la din¨¢mica de los pitidos, que se revel¨® claramente enseguida. Primero, el tr¨¢fico empezaba a acumularse en la avenida Atlantic, una ruta de acceso al puente de Brooklyn y la autopista r¨¢pida de Brooklyn Queens, situada una manzana m¨¢s all¨¢. Si el sem¨¢foro entre Clinton y Atlantic estaba en verde pero no hab¨ªa modo de avanzar en el cruce, el primer conductor se quedaba ah¨ª parado, y los dem¨¢s, como no pod¨ªan ver lo que suced¨ªa m¨¢s all¨¢ de la luz verde, empezaban a pitar.
Estaba claro que el problema no pod¨ªa resolverse ampliando el espacio de la calzada, porque ya no quedaba m¨¢s disponible. Tampoco moviendo los coches m¨¢s r¨¢pido en las intersecciones, pues las leyes f¨ªsicas lo imped¨ªan. Naparstek estudi¨® varios informes de ingenier¨ªa de tr¨¢fico, habl¨® con varios especialistas en transporte y empez¨® a frecuentar las reuniones vecinales y a acorralar a todo aquel que supiera algo de gesti¨®n del tr¨¢fico para coserlo a preguntas.
Finalmente, hall¨® la respuesta en la intersecci¨®n entre la econom¨ªa de la impaciencia y el misterioso arte de la programaci¨®n de los sem¨¢foros. El ayuntamiento hab¨ªa programado las se?ales de varias manzanas de la calle Clinton para crear una ¡°oleada verde¡± que, en teor¨ªa, permitir¨ªa circu?lar a los coches sin detenerse hasta Atlantic. En la pr¨¢ctica, ese sistema creaba un cuello de botella en Atlantic que retroced¨ªa hasta el cruce entre Clinton y Pacific, donde viv¨ªa Naparstek. Sin embargo, este dedujo que, si la duraci¨®n de la luz verde se hac¨ªa m¨¢s escalonada, los conductores se entretendr¨ªan en otros cruces y no reparar¨ªan tanto en el cuello de botella al llegar a Atlantic. El sufrimiento se racionar¨ªa y aliviar¨ªa en peque?as cantidades a lo largo del trayecto, apaciguando as¨ª la sensaci¨®n final de estar atrapado.
Naparstek propuso la idea al Departamento de Transporte y persigui¨® a los funcionarios durante meses hasta que estos, por fin, aceptaron el cambio. Fue un peque?o milagro. Los pitidos se hab¨ªan reducido a alg¨²n gemido ocasional la ma?ana en que me plant¨¦ en el umbral del edificio con fachada de arenisca de la esquina entre Clinton y Pacific.
Para entonces, Naparstek y su novia se hab¨ªan mudado a una calle m¨¢s tranquila, pero ¨¦l segu¨ªa convencido de que la ciudad entera necesitaba enfocar de otro modo la gesti¨®n de las calles. Tambi¨¦n estaba muy motivado por la noci¨®n de que cualquiera que se lo propusiera pod¨ªa cambiar el funcionamiento de la ciudad. As¨ª, luch¨® para que los coches desaparecieran de Prospect Park y la plaza Grand Army. Se uni¨® a Transportation Alternatives, una asociaci¨®n de 6.000 activistas en favor de unas calles m¨¢s habitables. Tambi¨¦n convenci¨® a Mark Gorton ¡ªquien hab¨ªa amasado una fortuna con sus inversiones basadas en algoritmos y con la p¨¢gina web de archivos compartidos LimeWire¡ª para que lo ayudara en el lanzamiento de Streetsblog y Streetfilms, p¨¢ginas web y campa?as en favor de unas calles m¨¢s seguras, justas y saludables.
Hoy en d¨ªa, cuando los expertos de todo el mundo debaten los cambios masivos que arrancaron en las calles de Nueva York en 2007, invariablemente reconocen el trabajo del alcalde, Michael Bloomberg, o de su responsable del Departamento de Transporte, Janette Sadik-Khan, pero ese reconocimiento deber¨ªa extenderse a ciudadanos activistas como Naparstek.
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