Adi¨®s, Mubarak, adi¨®s
Es tan dif¨ªcil determinar el momento en el que una sociedad pierde el miedo que la ha mantenido atenazada a?os frente al dictador de turno, como saber cu¨¢ndo ese gobernante entiende que su tiempo ha periclitado. Ni a¨²n hoy podemos explicar por qu¨¦ en T¨²nez la inmolaci¨®n de Mohamed Bouazizi desencaden¨® una revuelta nacional que llev¨® a Ben Al¨ª a la huida y, sin embargo, eso no se produjo, por ejemplo, como consecuencia de las revueltas que en 2008 pusieron en pie de guerra a los mineros en Gafsa. Del mismo modo, m¨¢s all¨¢ de apelar a un cierto efecto de contagio, tampoco podemos precisar las razones por las que los egipcios se han lanzado a la calle y si eso, inevitablemente, supondr¨¢ la inmediata fuga de Hosni Mubarak.
Esto nos lleva, en primer lugar, a reconocer la limitada capacidad prospectiva de los an¨¢lisis realizados por servicios de inteligencia, centros de estudios y profetas diversos, asumiendo que estamos condenados a la incertidumbre y a la sorpresa. Es probablemente esta limitaci¨®n la que lleva mayoritariamente a suponer que, a partir del ejemplo tunecino, se producir¨¢ un "efecto domin¨®" por el que el resto de los pa¨ªses ¨¢rabes seguir¨¢n inmediata y autom¨¢ticamente la misma senda. Es bien cierto que en todos ellos confluyen las mismas causas estructurales que han servido de caldo de cultivo para la explosi¨®n tunecina y egipcia. En todos son evidentes las deficiencias derivadas de una gesti¨®n gubernamental corrupta e ineficiente, asentada en un aparato represivo que niega la voz a cualquier disidencia y consentida desde el exterior (tanto Washington como Bruselas). Pero conviene escapar del simplismo que supone considerar como homog¨¦neos a los 22 pa¨ªses ¨¢rabes y a sus 300 millones de habitantes.
En T¨²nez estamos asistiendo a una movilizaci¨®n tan general como espont¨¢nea, en un pa¨ªs sin estructuras pol¨ªticas alternativas al dominio absoluto del Reagrupamiento Constitucional Democr¨¢tico, en el que se ha apoyado Ben Al¨ª para desarrollar lo que se conoc¨ªa como "cuasi mafia". Esa ausencia de actores pol¨ªticos s¨®lidos- como efecto directo de la represi¨®n del r¨¦gimen- explica la riqueza de la revuelta, pero plantea un serio interrogante sobre la pr¨®xima etapa. Podemos entender que personajes como Rachid Ghanuchi (En Nahda) o Moncef Marzouki (Congreso para la Rep¨²blica) son figuras del pasado, pero no sabemos cu¨¢les pueden ser los l¨ªderes del ma?ana. Ser¨ªa irreflexivo creer que la democracia ya est¨¢ asegurada en T¨²nez, cuando falta por disolver el partido del poder (con sus c¨¦lulas de control ciudadano) y la polic¨ªa pol¨ªtica, y nombrar un gobierno de estricto perfil t¨¦cnico ¨²nicamente encargado de organizar las elecciones y abrir un proceso constituyente. Muchas son a¨²n las inc¨®gnitas por resolver antes de que la democracia llegue, por primera vez, a un pa¨ªs ¨¢rabe.
Egipto, por el contrario, ya estaba viviendo un proceso de sucesi¨®n del poder en el que cada actor mov¨ªa sus fichas con m¨¢s o menos disimulo. Por un lado, el octogenario y enfermo Mubarak pretend¨ªa asegurar la continuidad del r¨¦gimen a trav¨¦s de su hijo Gamal (tal vez acompa?ado del influyente jefe de los servicios de inteligencia, Omar Suleiman). Para ello no tuvo reparo alguno en manipular las elecciones legislativas del pasado noviembre (expulsando del parlamento a los Hermanos Musulmanes para asegurarse un tr¨¢nsito m¨¢s tranquilo hasta las presidenciales de septiembre). Su problema no ha estado en la calle, forzadamente tranquila hasta ayer, sino en el propio r¨¦gimen, con unas fuerzas armadas crecientemente opuestas a sus designios. En un pa¨ªs donde desde Nasser todos los presidentes proceden de la milicia, y donde las fuerzas armadas son un actores pol¨ªticos (y econ¨®micos) de primera l¨ªnea, cabe suponer que no iban a asentir pasivamente a lo que el desgastado rais deseara.
En esa l¨ªnea cobra sentido la hip¨®tesis de que el ej¨¦rcito haya decidido jugar con fuego, si no alentando s¨ª al menos consistiendo la actual movilizaci¨®n con vistas a debilitar a¨²n m¨¢s a Mubarak y colocarse as¨ª en condiciones de imponer sus planes (y a su candidato) en la etapa que, inevitablemente, se abre ahora en Egipto. En ese contexto, la movilizaci¨®n popular podr¨ªa no ser m¨¢s que el instrumento de quienes no pretenden traer la democracia al pa¨ªs sino ¨²nicamente provocar un cambio personal en su liderazgo. Evidentemente, se trata de un juego de alto riesgo porque nada garantiza el control de la situaci¨®n (ni siquiera con los casi 1,5 millones de polic¨ªas y 460.000 soldados) ante una sociedad hastiada de la clase pol¨ªtica y con actores tan poderosos como los Hermanos Musulmanes, obligados ahora a actuar desde la calle. Puede entenderse que otros actores, como Mohamed El Baradei, intenten igualmente sacar partido de la situaci¨®n, aunque al no contar con una base propia solo podr¨¢ tener opciones en la medida que los militares no se entiendan finalmente con el clan de Mubarak y apuesten por ¨¦l como una figura de transici¨®n.
En definitiva, las movilizaciones son un hecho generalizado en la zona, pero la democracia no es necesariamente lo que surgir¨¢ de ellas. Y esto es as¨ª no tanto por que vaya a imponerse el islamismo radical- espantajo cl¨¢sico para justificar la represi¨®n interna-, sino por el peso de una inercia que ha llevado durante d¨¦cadas, tanto a los gobernantes locales como a las potencias occidentales que les apoyan, a preferir la estabilidad a toda costa. T¨²nez puede o no abrir un nuevo cap¨ªtulo en la historia del mundo ¨¢rabe. En Egipto son a¨²n m¨¢s poderosas las razones que apuntan a un bloqueo del proceso (baste comprobar el temor con el que Washington, mientras Israel y la Uni¨®n Europea callan igualmente inquietos, muestra su apoyo a la democracia mientras presiona a Mubarak para que retome el control con algunas reformas).
En el fondo no se trata de miedo a la democracia en s¨ª, vista como plenamente beneficiosa a largo plazo, sino al periodo transitorio que hay que recorrer desde las actuales sociedades cerradas del mundo ¨¢rabe hasta desembocar en otras abiertas. En ese tr¨¢nsito los gobernantes locales temen, con raz¨®n, que perder¨¢n el poder y los pa¨ªses occidentales que surgir¨¢n nuevos actores- islamistas o no- que quiz¨¢s no quieran ser acomodaticios a sus intereses como lo han sido hasta ahora los dirigentes que han apoyado. Es la ciudadan¨ªa ¨¢rabe la que debe liderar la tarea pendiente, pero nuestra ayuda es imprescindible. Ojal¨¢ no les fallemos nuevamente mientras entonamos la despedida a Mubarak.
Jes¨²s A. N¨²?ez Villaverde. Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acci¨®n Humanitaria (IECAH)
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