¡°Era terrible, hab¨ªa gente con los pies cortados por los talones¡±
La confusi¨®n se apoder¨® de corredores y p¨²blico del marat¨®n de Boston


En la confluencia de las calles Berkley y Boylston, junto a la boca de metro Arlington, varios corredores deambulaban cubiertos con mantas t¨¦rmicas y mirada desorientada. Muchos se hab¨ªan estado preparando durante meses para una de las carreras m¨¢s prestigiosas del mundo, pero a pocos kil¨®metros de la meta notaron que algo raro ocurr¨ªa. El p¨²blico, lejos de corearles como suele suceder, miraba sus tel¨¦fonos m¨®viles mientras muchos comenzaban a marcharse. A apenas 2.000 metros del final, Ingrid, de Nueva York, fue detenida por los asistentes de la carrera. ¡°Al principio estaba desolada, porque quer¨ªa acabar¡±, explicaba. No comprend¨ªa lo que pasaba.
Momentos antes, dos explosiones hab¨ªan sacudido la l¨ªnea de meta. Y si bien la mayor¨ªa de los 30.000 corredores no se hab¨ªan percatado de los estallidos ¡ªal igual que los miles de bostonianos que se hab¨ªan echado a la calle para ver la carrera como todos los a?os desde 1897¡ª, los testigos presenciaron escenas que dif¨ªcilmente olvidar¨¢n. ¡°Vi c¨®mo volaba una pierna sobre mi cabeza¡±, se?al¨® una mujer a la emisora Fox Radio. Otros testigos aseguraban que hab¨ªa ¡°mucha sangre¡± en el lugar de las explosiones mientras se suced¨ªan los anuncios de la polic¨ªa con ¨®rdenes de evacuaci¨®n a los viandantes, cierre de negocios y advertencia sobre la posible existencia de otros artefactos explosivos en la zona.
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A la confusi¨®n de las personas que abandonaban la zona se sumaba la incredulidad de los corredores que llegaban. Muchos no eran conscientes de la tragedia que acababa de sufrir la ciudad y se quejaban de la marca conseguida debido a la interrupci¨®n de la carrera. Otros tomaban conciencia de lo sucedido cuando cesaban los efectos de la fatiga en sus cuerpos. Galina, una inglesa residente en Orlando (Florida), buscaba a su marido, quien deb¨ªa esperarla en la l¨ªnea de meta. ¡°No lo veo. Voy a marcharme al hotel por si hubiera regresado all¨ª¡±, aventuraba. A unos metros, decenas de corredores buscaban sus pertenencias en autobuses escolares amarillos. Sus caras normalmente hubieran debido reflejar satisfacci¨®n por la carrera culminada, pero una sombra de preocupaci¨®n hab¨ªa cubierto un soleado aunque fr¨ªo d¨ªa bostoniano.
Mientras, se suced¨ªan las alarmas, falsas o no. Un paquete sospechoso estallaba en la biblioteca p¨²blica JFK y otro era desactivado en el Mandarin Hotel, se dec¨ªa que otro en la Universidad de Harvard¡ La North Eastern University ped¨ªa a los alumnos que no salieran del campus, mientras los corredores que a¨²n no hab¨ªan cruzado la meta eran desviados por una avenida lateral. Quienes permanec¨ªan en las cercan¨ªas del lugar de las detonaciones estaban especialmente impresionados por las lesiones sufridas por los heridos: ¡°Hab¨ªa gente con los pies cortados por los talones¡±, relataba un corredor al diario Boston Globe.
La polic¨ªa orden¨® el cierre de los comercios en la principal avenida comercial de la ciudad. Una ruina. El de ayer era uno de los principales d¨ªas de venta del a?o con cientos de miles de visitantes en la ciudad. Muchos de ellos caminaban sin un rumbo fijo, pendientes de las noticias y de las instrucciones de la polic¨ªa y los equipos de rescate.
Pasadas un par de horas, a unos 500 metros del lugar de la explosi¨®n, un autob¨²s blanco con el n¨²mero 47 se convirti¨® en un improvisado punto de b¨²squeda de corredores y familiares. Frente al veh¨ªculo se apilaban las bolsas amarillas con las pertenencias que los corredores deb¨ªan recoger al final de la carrera para resguardarse del fr¨ªo. Y all¨ª acud¨ªan los familiares, quienes le¨ªan los nombres para tratar de averiguar si la persona buscada hab¨ªa recogido sus cosas, y por tanto estaba bien, o por el contrario no lo hab¨ªa hecho, con lo que aumentaba la incertidumbre. Las bolsas con los nombres de Elizabeth Brown, de Washington; John Simpkins, de Vancouver (Canad¨¢) o Robert Urban, de Lexington, permanec¨ªan amontonadas a la espera de su due?o.
Los altavoces ped¨ªan a la gente que se marchara y muchos obedec¨ªan mientras el fr¨ªo se apoderaba de la ciudad.
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