Lampedusa, vecinos del dolor
Los 6.000 habitantes de esta min¨²scula isla italiana, adonde este mes fueron a morir 400 inmigrantes llegados de ?frica, llevan dos d¨¦cadas conviviendo con el drama
No hay ni un cine ni una librer¨ªa ni una discoteca, el agua potable la tienen que traer en barco y las embarazadas, cuando llegan al octavo mes, cogen el ferry y se van a Palermo, alquilan un apartamento y se dedican a esperar. Hace m¨¢s de 30 a?os que no nace nadie en Lampedusa. A falta de hospital, un peque?o helic¨®ptero traslada a los pacientes graves a Sicilia. ¡°Si hay solo un enfermo o un herido, puede viajar un acompa?ante con ¨¦l; si hay dos, van solos; y si hay tres¡, no, mejor que no haya tres¡±. Sentada en la helader¨ªa de Vito Fiorino, con una sonrisa que forma parte de su fisonom¨ªa, Chiara Rescica, de 22 a?os, admite que su pedregosa isla ¡ªde 10 kil¨®metros de largo por tres en su parte m¨¢s ancha¡ª deja mucho que desear, pero tambi¨¦n que muy pocos de su generaci¨®n quieren marcharse: ¡°Todo el que se va, atra¨ªdo por las diversiones de la gran ciudad, termina asfixi¨¢ndose y regresando. No somos gente de tierra firme. Si no fuera por esto¡¡±, dice Chiara poni¨¦ndose seria, muy seria. ¡°Si no fuera por esto¡¡±.
¡°Esto¡± son cuatrocientos ata¨²des puestos en fila. 387 eritreos, sudaneses y et¨ªopes muertos frente a la isla el jueves 3 de octubre. 22 sirios ¡ªm¨¢s dos centenares cuyos cuerpos no se han recuperado¡ª ahogados a 60 millas al sur de Lampedusa el viernes d¨ªa 11. Decenas de ni?os, hu¨¦rfanos de esos y otros naufragios, repartidos a la buena de Dios por orfanatos de Sicilia. Un primer ministro italiano que llega a Lampedusa una semana tarde y promete un funeral de Estado. El llanto de los familiares de las v¨ªctimas en el puerto cuando se percatan d¨ªas despu¨¦s de que era mentira, de que dos barcos de guerra est¨¢n cargando a sus difuntos con una gr¨²a ¡ªde dos en dos, de cuatro en cuatro¡ª y llev¨¢ndoselos de la isla para enterrarlos qui¨¦n sabe d¨®nde. No ya sin un funeral de Estado. Sin un responso siquiera. Demasiado dolor para una isla tan peque?a, apenas 6.000 habitantes que desde hace 20 a?os vienen dando, in¨²tilmente, la voz de alarma. Una llamada de auxilio que nadie ha querido atender hasta que, el jueves 3, se produjo la gran tragedia presentida. Solo entonces, tras una r¨¢pida visita al hangar del aeropuerto convertido en una inmensa morgue ¡ªlos ata¨²des de los adultos con un ramillete de flores, los de los ni?os, con un mu?eco de Ikea¡ª y al centro de internamiento de inmigrantes, el presidente de la Comisi¨®n Europea, Jos¨¦ Manuel Dur?o Barroso, pronunci¨® una frase que por s¨ª sola explica la apat¨ªa de Europa hacia el drama de la inmigraci¨®n: ¡°Una cosa es verlo en televisi¨®n y otra cosa es verlo aqu¨ª¡±.
Verlo, por ejemplo, desde la helader¨ªa de Vito Fiorino en V¨ªa Roma ¡ªla ¨²nica avenida de Lampedusa¡ª o desde la casa de Angelina Bolino junto al aeropuerto ¡ªla pista es m¨¢s larga que el pueblo¡ª. Los dos, con la ley italiana en la mano, pueden ser procesados por ayudar a la inmigraci¨®n clandestina, considerada en s¨ª un delito. Se da la circunstancia de que Vito y Angelina representan dos perfiles t¨ªpicos de Lampedusa. El primero es un comerciante, un peque?o emprendedor llegado de Mil¨¢n hace a?os para vivir una vida m¨¢s suave, propietario de un viejo barco pesquero convertido en barca de recreo con el que de vez en cuando sale a navegar con los amigos. Ella tiene 74 a?os, tres hijas, seis nietos y un apartamento vac¨ªo. Vito y Angelina comparten adem¨¢s con la mayor¨ªa de los vecinos una amabilidad tranquila, una disposici¨®n a pegar la hebra con los desconocidos y un cierto desapego por los dictados de la moda. ¡°Esta isla te va desnudando sin darte cuenta hasta dejarte con lo esencial, con lo necesario. Te despoja de mundanidad¡±, explica una doctora que despu¨¦s de vivir en varias ciudades de Italia se decant¨® por el clima suave y las aguas transparentes de Lampedusa.
La pista del aeropuerto es m¨¢s grande que el pueblo. No hay hospital. Los pacientes graves se llevan en helic¨®ptero a Sicilia
El desapego por la est¨¦tica se nota en el vestir y tambi¨¦n en la mayor¨ªa de las casas de la isla, las del centro cortadas por el mismo patr¨®n ¡ªdos plantas, poca pintura y las puertas siempre abiertas¡ª y las de las afueras crecidas sin orden ni concierto, sometidas a una ¨²nica regla urban¨ªstica: no molestar a los vecinos para evitar denuncias que destapar¨ªan un racimo de ilegalidades. Como en tantas otras partes de Italia, pero sobre todo en una isla donde cruzarse con el pr¨®jimo no es una probabilidad sino un hecho cotidiano, la ley va por una acera y la vida por la de enfrente.
La noche del 2 de octubre, tras cerrar la helader¨ªa, Vito Fiorino y otros siete amigos embarcaron con la intenci¨®n de cenar, pasar la noche fondeados junto a la isla de los Conejos y pescar al amanecer. ¡°Ser¨ªa a eso de las seis de la ma?ana¡±, recuerda Vito, ¡°cuando Alessandro, uno de los amigos, nos despert¨® a los dem¨¢s dici¨¦ndonos que estaba escuchando gritos. Yo la verdad es que al principio no o¨ª nada, pensaba que tal vez eran p¨¢jaros, pero luego, al encender la barca y navegar un poco mar adentro, los vimos. No te miento si te digo que el mar estaba lleno de gente, en la oscuridad, parec¨ªa la escena de una pel¨ªcula. Cog¨ª el tel¨¦fono y llam¨¦ a la capitan¨ªa del puerto. La primera vez fue a las 6.30 o 6.40. Luego hubo muchas m¨¢s hasta que por fin reaccionaron¡±. La historia de Vito no es ning¨²n secreto. Tras llegar al puerto de Lampedusa con los 47 inmigrantes que sus amigos y ¨¦l hab¨ªan logrado salvar, las c¨¢maras lo buscaron y ¨¦l no se escondi¨®.
Aquella ma?ana del 3 de octubre, cuando ya se intu¨ªa que los ahogados de la barcaza que se incendi¨® y se hundi¨® frente a la isla de los Conejos se iban a contar por cientos, Vito dijo cosas muy duras: ¡°Nosotros ya hab¨ªamos subido a bordo a 47 n¨¢ufragos, pero ellos [la Guardia Costera] lo hac¨ªan muy lentamente, pod¨ªan haber ido m¨¢s deprisa. Cuando volv¨ªamos a puerto cargados de n¨¢ufragos hemos visto la patrullera de la Guardia de Finanza que sal¨ªa como si fuese de paseo. Si hubieran querido salvar a la gente, habr¨ªan salido con barcas peque?as y r¨¢pidas. La gente se mor¨ªa en el agua mientras ellos se hac¨ªan fotograf¨ªas y v¨ªdeos. Cuando mi barco estaba lleno de inmigrantes y les pedimos a los agentes que los subieran a la patrullera, nos dec¨ªan que no era posible, que ten¨ªan que respetar el protocolo. Tambi¨¦n me quer¨ªan impedir ir al puerto con los n¨¢ufragos. Si ahora quieren detenerme por haber salvado a n¨¢ufragos, que lo hagan, no veo la hora¡¡±.
Si hubieran llegado en plena temporada tur¨ªstica esto hubiera sido una carnicer¨ªa¡±, dice un quiosquero
Han pasado ya casi dos semanas, es casi medianoche y Vito reconoce que, de todo aquel enfado, le ha quedado un expediente abierto en la Capitan¨ªa del Puerto ¡ª¡°se han sentido ofendidos y me han hecho ir para que declare¡±¡ª y, sobre todo, ¡°un amargor en la boca¡±. Pese a todos los que salv¨®, Vito dice que no se le van de la cabeza todos aquellos que se le escurrieron de entre las manos: ¡°Estaban llenos de fuel, la ropa y las zapatillas de deporte empapadas tiraban de ellos como un ancla¡±. Antes de cerrar, dos de los muchachos eritreos a los que salv¨®, casi unos ni?os, aparecen por la helader¨ªa. Cuentan que en el centro de acogida les han dicho que ma?ana saldr¨¢n de la isla.
¡ª?Para d¨®nde os llevan?
¡ªNo lo sabemos.
¡ªPero, ?c¨®mo puede ser? ?No os han dicho a d¨®nde os llevan?
¡ªNo. No te preocupes, Vito, estaremos bien. Gracias, hermano.
Le dan un abrazo y se van. La oscuridad de V¨ªa Roma ¡ªla electricidad, como la gasolina o el aceite de oliva, es un 30% m¨¢s cara aqu¨ª que en el resto de Italia¡ª los envuelve. Vito se queda mir¨¢ndolos. Su expresi¨®n es de emoci¨®n, de cabreo, de tristeza. A esta hora de la noche, la avenida principal de Lampedusa se convierte en un lugar desconcertante. No es dif¨ªcil explicar por qu¨¦.
Unas horas antes, al atardecer del martes, se encadenan una serie de hechos simult¨¢neos en el plat¨® de televisi¨®n en que se ha convertido el puerto de Lampedusa. En la playa de Guitgia, los ¨²ltimos turistas del verano ¡ªtodos italianos¡ª contemplan c¨®mo un grupo de j¨®venes inmigrantes rodea las tumbonas y ocupa un discreto lugar m¨¢s all¨¢ de la arena. Poco a poco, los muchachos se quedan en calzoncillos y se meten en el agua tibia. Al rato, y con el pretexto de un trampol¨ªn natural sobre una roca, algunos turistas ¡ªsobre todo los m¨¢s j¨®venes¡ª van acerc¨¢ndose y compartiendo juegos. El due?o del quiosco que vende peri¨®dicos, golosinas y art¨ªculos de playa aborda a un par de periodistas y, sin perder la compostura, dice que la prensa se est¨¢ cargando el turismo de la isla: ¡°Est¨¢is asociando la palabra Lampedusa y la palabra muerte. Eso es terrible para nosotros. Aqu¨ª la mayor¨ªa de la gente vive del turismo. Con lo que gano en cuatro meses, mi familia tiene que vivir todo el a?o. Y si los turistas dejan de venir, ?qu¨¦ vamos a hacer? La pesca ya no es lo que era y las f¨¢bricas de conserva cerraron todas. Est¨¢is diciendo que la gente de Lampedusa se est¨¢ portando bien con los inmigrantes. Pero no os enga?¨¦is. Eso es porque los naufragios se han producido en oto?o, cuando la temporada estaba terminando. Si llega a ser en primavera y se anulan las reservas hoteleras, esto hubiera sido una carnicer¨ªa, os lo digo yo¡±. Mientras habla, al fondo, una gr¨²a va cargando decenas de ata¨²des en un barco de guerra.
Alrededor del barco, a pesar del olor dulz¨®n de la muerte, se arremolina un grupo de curiosos. Le pregunto a una mujer con un ni?o peque?o en brazos por qu¨¦ ha venido: ¡°Para ver¡±. La de al lado a?ade: ¡°Y para que no est¨¦n solos¡±. Un piquete de soldados y agentes del cuerpo de Carabinieri forma un pasillo por el que entra en el puerto, marcha atr¨¢s, un furg¨®n. Los militares saludan mientras operarios con mascarillas van sacando cuatro ata¨²des blancos. A los f¨¦retros de los adultos, en cambio, los trasladan en camiones desde el hangar del aeropuerto ¡ªdonde llevan m¨¢s de 10 d¨ªas¡ª y no les presentan honores. La escena se completa con un cura, un m¨¦dico de la Orden de Malta ¡ª¡°si quiere hablar conmigo, tiene que pedir permiso en Roma, pero ya le digo que aqu¨ª poco estamos haciendo¡±¡ª y varios voluntarios de la Cruz Roja. Decenas de inmigrantes contemplan la ceremonia, algunos rezan, otros lloran sin consuelo. Muy pocos de los ata¨²des tienen pegada una fotograf¨ªa o escrito un nombre. La inmensa mayor¨ªa solo est¨¢ identificado por un n¨²mero. Nadie sabe ad¨®nde los llevan. El funeral de Estado prometido es en realidad una tr¨¢gica confusi¨®n. Golpeados por las guerras, las mafias, el mar y la muerte, ahora tambi¨¦n tienen que enfrentarse a la burocracia italiana. A la ma?ana siguiente, los eritreos se acercan silenciosamente a la iglesia de San Gerlando, a la mitad de V¨ªa de Roma, y van dejando sus zapatos en el umbral, como si estuvieran en una mezquita. Ya que el Gobierno italiano no ha sido capaz en dos semanas de organizar unas honras f¨²nebres, ellos las organizan por su cuenta, de forma sencilla, casi clandestina. El padre Mosie y el padre Amanuel les cuentan que los submarinistas de los Carabinieri, al recuperar los cuerpos del barco hundido a 47 metros de profundidad, han visto que algunas de las v¨ªctimas llevaban en la boca una cruz o un rosario: ¡°Un gesto de fe extrema que los eritreos hacemos en los momentos extremos¡±.
Esta isla te va desnudando hasta dejarte con lo esencial. Te despoja de mundanidad¡±, dice una doctora
La cruz de madera, limpia, sencilla, se est¨¢ convirtiendo en un s¨ªmbolo de la rebeli¨®n de Lampedusa contra el olvido de Europa. Francesco Tuccio tiene mucho que ver. Desde hace muchos a?os, cuando el mar arrojaba a la costa los restos de un naufragio, Francesco, no acierta a decir por qu¨¦, rescataba unos cuantos tablones y se los llevaba a su carpinter¨ªa. Aquellas maderas azules, astilladas, algunas con inscripciones en ¨¢rabe que jam¨¢s lleg¨® a entender, le hablaban del sufrimiento, del miedo y de la duda, de la muerte y tal vez de la esperanza. Un d¨ªa tall¨® una cruz. Otro d¨ªa, otra. Cuando se enter¨® de que el papa Francisco hab¨ªa decidido que Lampedusa fuese el primero de sus viajes apost¨®licos, se ofreci¨® a don Stefano, el p¨¢rroco, para construir el altar de la misa con todos aquellos restos del naufragio que un d¨ªa, sin saber por qu¨¦, guard¨® en la carpinter¨ªa. Cuando, el 8 de julio, el Papa habl¨® de los inmigrantes ¡ª¡°?qui¨¦n de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, por las j¨®venes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias?¡±¡ª lo hizo apoy¨¢ndose en el altar construido por el carpintero Francesco. La cruz de los vecinos de Lampedusa y la cruz que los inmigrantes muerden como una compa?¨ªa al m¨¢s all¨¢.
Tras la oraci¨®n por sus hermanos muertos, los eritreos salen de la iglesia, se ponen sus zapatos y regresan lentamente al llamado Centro de Identificaci¨®n y Expulsi¨®n (CIE), de donde ¡ªen teor¨ªa¡ª no podr¨ªan salir. De hecho, un estricto control del Ej¨¦rcito en la puerta cierra el paso a todo aquel que no tenga un permiso expreso para entrar y salir. No hace falta. Se trata de un teatro m¨¢s. Para llegar al centro hay dos caminos. El asfaltado ¡ªpor el que la alcaldesa Giusi Nicolini llev¨® a Letta y Barroso para que conocieran de cerca la verg¨¹enza sin apellidos¡ª y el que, por entre los riscos, utilizan cada d¨ªa los inmigrantes para entrar y salir a su antojo. No ser¨ªa arriesgado apostar que el agujero practicado en la alambrada haya sido realizado por tijeras oficiales. Basta entrar por ¨¦l, darse una vuelta por un centro que huele a orines y basura, para comprender que, si no existiera esa v¨ªa de escape, el centro se convertir¨ªa en el polvor¨ªn, con incendio incluido, que ya fue en 2009 y 2011. Por aquel entonces, no solo se produc¨ªan desembarcos masivos, sino que Silvio Berlusconi, entonces primer ministro, dejaba que la situaci¨®n se pudriese para luego presentarse como salvador. Lleg¨® a decir que se comprar¨ªa una casa para relanzar el turismo y hasta que construir¨ªa un campo de golf ¡ªen una isla que es una roca sin agua¡ª. No hace falta a?adir que se trat¨® de una m¨¢s de sus charlotadas.
La oscuridad envuelve las calles. La gasolina, la electricidad o el aceite son un 30% m¨¢s caros que en el resto de Italia
El mi¨¦rcoles pasado, F¨¢tima, de 9 a?os, y Rania, de 8, dos ni?as sirias llegadas en uno de los ¨²ltimos desembarcos, recog¨ªan flores amarillas entre piedras, botellas de pl¨¢stico vac¨ªas, ropa sucia y cristales rotos. Las promesas en Lampedusa ¡ªde campos de golf o de funerales de Estado¡ª se las suele llevar el viento del invierno.
Por eso, estas ¨²ltimas noches, V¨ªa Roma se convert¨ªa en un lugar triste, desconcertante. En cuanto los inmigrantes regresaban al centro de acogida para disputarse bajo los pinos un colch¨®n h¨²medo de goma espuma y los habitantes de la isla, como Vito Fiorino o Angelina Bolino, se encerraban en sus casas, los profesionales de la tragedia ¡ªsubmarinistas, m¨¦dicos, militares, voluntarios, periodistas¡ª se intercambiaban, al consuelo de una copa, historias terribles. La del cad¨¢ver de una madre que, entre los restos del barco hundido, segu¨ªa tapando la boca de su hija para que no se ahogase. La de los tres hermanos, hu¨¦rfanos del naufragio, enviados a un orfanato de Sicilia, donde solo lloran y dicen mam¨¢. La del eritreo que perdi¨® a toda su familia o la de la joven siria que alumbr¨® a un hijo durante la traves¨ªa y luego muri¨® ahogada. Son historias de la tragedia, pero no son la tragedia de quienes las cuentan. Tal vez un ara?¨®n en el coraz¨®n o una medalla al valor. Todos ellos tendr¨¢n historias que contar y gente que las escuche. Sin embargo, la familia de Josef y Shahina ¡ªTala, Wail y Ahmed¡ª siguen en el campo de acogida, sin saber qu¨¦ ser¨¢ de ellos, sin importar lo que digan o a d¨®nde prefieran ir. Son, seg¨²n la ley italiana, culpables de un delito de inmigraci¨®n ilegal. Como tambi¨¦n lo es Angelina Bolino, de 74 a?os, por dejar su apartamento vac¨ªo a unos inmigrantes sin documentaci¨®n: ¡°?Y c¨®mo no les voy a dejar una parte de mi casa si a m¨ª me sobra? Mi nieto me dice: abuela, has hecho una cosa noble. Y yo le digo: no, es una cosa normal. Se nos llena la boca diciendo ¡®mi tierra, mi tierra¡¯. ?C¨®mo va a ser la tierra de nadie si aqu¨ª estamos de paseo y por tan poco tiempo?¡±.
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