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TRAGEDIA EN LAMPEDUSA

Lampedusa, vecinos del dolor

Los 6.000 habitantes de esta min¨²scula isla italiana, adonde este mes fueron a morir 400 inmigrantes llegados de ?frica, llevan dos d¨¦cadas conviviendo con el drama

Cuatro inmigrantes, esta semana en una playa de Lampedusa.
Cuatro inmigrantes, esta semana en una playa de Lampedusa.Isabella Balena

No hay ni un cine ni una librer¨ªa ni una discoteca, el agua potable la tienen que traer en barco y las embarazadas, cuando llegan al octavo mes, cogen el ferry y se van a Palermo, alquilan un apartamento y se dedican a esperar. Hace m¨¢s de 30 a?os que no nace nadie en Lampedusa. A falta de hospital, un peque?o helic¨®ptero traslada a los pacientes graves a Sicilia. ¡°Si hay solo un enfermo o un herido, puede viajar un acompa?ante con ¨¦l; si hay dos, van solos; y si hay tres¡­, no, mejor que no haya tres¡±. Sentada en la helader¨ªa de Vito Fiorino, con una sonrisa que forma parte de su fisonom¨ªa, Chiara Rescica, de 22 a?os, admite que su pedregosa isla ¡ªde 10 kil¨®metros de largo por tres en su parte m¨¢s ancha¡ª deja mucho que desear, pero tambi¨¦n que muy pocos de su generaci¨®n quieren marcharse: ¡°Todo el que se va, atra¨ªdo por las diversiones de la gran ciudad, termina asfixi¨¢ndose y regresando. No somos gente de tierra firme. Si no fuera por esto¡­¡±, dice Chiara poni¨¦ndose seria, muy seria. ¡°Si no fuera por esto¡­¡±.

¡°Esto¡± son cuatrocientos ata¨²des puestos en fila. 387 eritreos, sudaneses y et¨ªopes muertos frente a la isla el jueves 3 de octubre. 22 sirios ¡ªm¨¢s dos centenares cuyos cuerpos no se han recuperado¡ª ahogados a 60 millas al sur de Lampedusa el viernes d¨ªa 11. Decenas de ni?os, hu¨¦rfanos de esos y otros naufragios, repartidos a la buena de Dios por orfanatos de Sicilia. Un primer ministro italiano que llega a Lampedusa una semana tarde y promete un funeral de Estado. El llanto de los familiares de las v¨ªctimas en el puerto cuando se percatan d¨ªas despu¨¦s de que era mentira, de que dos barcos de guerra est¨¢n cargando a sus difuntos con una gr¨²a ¡ªde dos en dos, de cuatro en cuatro¡ª y llev¨¢ndoselos de la isla para enterrarlos qui¨¦n sabe d¨®nde. No ya sin un funeral de Estado. Sin un responso siquiera. Demasiado dolor para una isla tan peque?a, apenas 6.000 habitantes que desde hace 20 a?os vienen dando, in¨²tilmente, la voz de alarma. Una llamada de auxilio que nadie ha querido atender hasta que, el jueves 3, se produjo la gran tragedia presentida. Solo entonces, tras una r¨¢pida visita al hangar del aeropuerto convertido en una inmensa morgue ¡ªlos ata¨²des de los adultos con un ramillete de flores, los de los ni?os, con un mu?eco de Ikea¡ª y al centro de internamiento de inmigrantes, el presidente de la Comisi¨®n Europea, Jos¨¦ Manuel Dur?o Barroso, pronunci¨® una frase que por s¨ª sola explica la apat¨ªa de Europa hacia el drama de la inmigraci¨®n: ¡°Una cosa es verlo en televisi¨®n y otra cosa es verlo aqu¨ª¡±.

Verlo, por ejemplo, desde la helader¨ªa de Vito Fiorino en V¨ªa Roma ¡ªla ¨²nica avenida de Lampedusa¡ª o desde la casa de Angelina Bolino junto al aeropuerto ¡ªla pista es m¨¢s larga que el pueblo¡ª. Los dos, con la ley italiana en la mano, pueden ser procesados por ayudar a la inmigraci¨®n clandestina, considerada en s¨ª un delito. Se da la circunstancia de que Vito y Angelina representan dos perfiles t¨ªpicos de Lampedusa. El primero es un comerciante, un peque?o emprendedor llegado de Mil¨¢n hace a?os para vivir una vida m¨¢s suave, propietario de un viejo barco pesquero convertido en barca de recreo con el que de vez en cuando sale a navegar con los amigos. Ella tiene 74 a?os, tres hijas, seis nietos y un apartamento vac¨ªo. Vito y Angelina comparten adem¨¢s con la mayor¨ªa de los vecinos una amabilidad tranquila, una disposici¨®n a pegar la hebra con los desconocidos y un cierto desapego por los dictados de la moda. ¡°Esta isla te va desnudando sin darte cuenta hasta dejarte con lo esencial, con lo necesario. Te despoja de mundanidad¡±, explica una doctora que despu¨¦s de vivir en varias ciudades de Italia se decant¨® por el clima suave y las aguas transparentes de Lampedusa.

La pista del aeropuerto es m¨¢s grande que el pueblo. No hay hospital. Los pacientes graves se llevan en helic¨®ptero a Sicilia

El desapego por la est¨¦tica se nota en el vestir y tambi¨¦n en la mayor¨ªa de las casas de la isla, las del centro cortadas por el mismo patr¨®n ¡ªdos plantas, poca pintura y las puertas siempre abiertas¡ª y las de las afueras crecidas sin orden ni concierto, sometidas a una ¨²nica regla urban¨ªstica: no molestar a los vecinos para evitar denuncias que destapar¨ªan un racimo de ilegalidades. Como en tantas otras partes de Italia, pero sobre todo en una isla donde cruzarse con el pr¨®jimo no es una probabilidad sino un hecho cotidiano, la ley va por una acera y la vida por la de enfrente.

La noche del 2 de octubre, tras cerrar la helader¨ªa, Vito Fiorino y otros siete amigos embarcaron con la intenci¨®n de cenar, pasar la noche fondeados junto a la isla de los Conejos y pescar al amanecer. ¡°Ser¨ªa a eso de las seis de la ma?ana¡±, recuerda Vito, ¡°cuando Alessandro, uno de los amigos, nos despert¨® a los dem¨¢s dici¨¦ndonos que estaba escuchando gritos. Yo la verdad es que al principio no o¨ª nada, pensaba que tal vez eran p¨¢jaros, pero luego, al encender la barca y navegar un poco mar adentro, los vimos. No te miento si te digo que el mar estaba lleno de gente, en la oscuridad, parec¨ªa la escena de una pel¨ªcula. Cog¨ª el tel¨¦fono y llam¨¦ a la capitan¨ªa del puerto. La primera vez fue a las 6.30 o 6.40. Luego hubo muchas m¨¢s hasta que por fin reaccionaron¡±. La historia de Vito no es ning¨²n secreto. Tras llegar al puerto de Lampedusa con los 47 inmigrantes que sus amigos y ¨¦l hab¨ªan logrado salvar, las c¨¢maras lo buscaron y ¨¦l no se escondi¨®.

Aquella ma?ana del 3 de octubre, cuando ya se intu¨ªa que los ahogados de la barcaza que se incendi¨® y se hundi¨® frente a la isla de los Conejos se iban a contar por cientos, Vito dijo cosas muy duras: ¡°Nosotros ya hab¨ªamos subido a bordo a 47 n¨¢ufragos, pero ellos [la Guardia Costera] lo hac¨ªan muy lentamente, pod¨ªan haber ido m¨¢s deprisa. Cuando volv¨ªamos a puerto cargados de n¨¢ufragos hemos visto la patrullera de la Guardia de Finanza que sal¨ªa como si fuese de paseo. Si hubieran querido salvar a la gente, habr¨ªan salido con barcas peque?as y r¨¢pidas. La gente se mor¨ªa en el agua mientras ellos se hac¨ªan fotograf¨ªas y v¨ªdeos. Cuando mi barco estaba lleno de inmigrantes y les pedimos a los agentes que los subieran a la patrullera, nos dec¨ªan que no era posible, que ten¨ªan que respetar el protocolo. Tambi¨¦n me quer¨ªan impedir ir al puerto con los n¨¢ufragos. Si ahora quieren detenerme por haber salvado a n¨¢ufragos, que lo hagan, no veo la hora¡­¡±.

Si hubieran llegado en plena temporada tur¨ªstica esto hubiera sido una carnicer¨ªa¡±, dice un quiosquero

Han pasado ya casi dos semanas, es casi medianoche y Vito reconoce que, de todo aquel enfado, le ha quedado un expediente abierto en la Capitan¨ªa del Puerto ¡ª¡°se han sentido ofendidos y me han hecho ir para que declare¡±¡ª y, sobre todo, ¡°un amargor en la boca¡±. Pese a todos los que salv¨®, Vito dice que no se le van de la cabeza todos aquellos que se le escurrieron de entre las manos: ¡°Estaban llenos de fuel, la ropa y las zapatillas de deporte empapadas tiraban de ellos como un ancla¡±. Antes de cerrar, dos de los muchachos eritreos a los que salv¨®, casi unos ni?os, aparecen por la helader¨ªa. Cuentan que en el centro de acogida les han dicho que ma?ana saldr¨¢n de la isla.

¡ª?Para d¨®nde os llevan?

¡ªNo lo sabemos.

¡ªPero, ?c¨®mo puede ser? ?No os han dicho a d¨®nde os llevan?

¡ªNo. No te preocupes, Vito, estaremos bien. Gracias, hermano.

Le dan un abrazo y se van. La oscuridad de V¨ªa Roma ¡ªla electricidad, como la gasolina o el aceite de oliva, es un 30% m¨¢s cara aqu¨ª que en el resto de Italia¡ª los envuelve. Vito se queda mir¨¢ndolos. Su expresi¨®n es de emoci¨®n, de cabreo, de tristeza. A esta hora de la noche, la avenida principal de Lampedusa se convierte en un lugar desconcertante. No es dif¨ªcil explicar por qu¨¦.

Unas horas antes, al atardecer del martes, se encadenan una serie de hechos simult¨¢neos en el plat¨® de televisi¨®n en que se ha convertido el puerto de Lampedusa. En la playa de Guitgia, los ¨²ltimos turistas del verano ¡ªtodos italianos¡ª contemplan c¨®mo un grupo de j¨®venes inmigrantes rodea las tumbonas y ocupa un discreto lugar m¨¢s all¨¢ de la arena. Poco a poco, los muchachos se quedan en calzoncillos y se meten en el agua tibia. Al rato, y con el pretexto de un trampol¨ªn natural sobre una roca, algunos turistas ¡ªsobre todo los m¨¢s j¨®venes¡ª van acerc¨¢ndose y compartiendo juegos. El due?o del quiosco que vende peri¨®dicos, golosinas y art¨ªculos de playa aborda a un par de periodistas y, sin perder la compostura, dice que la prensa se est¨¢ cargando el turismo de la isla: ¡°Est¨¢is asociando la palabra Lampedusa y la palabra muerte. Eso es terrible para nosotros. Aqu¨ª la mayor¨ªa de la gente vive del turismo. Con lo que gano en cuatro meses, mi familia tiene que vivir todo el a?o. Y si los turistas dejan de venir, ?qu¨¦ vamos a hacer? La pesca ya no es lo que era y las f¨¢bricas de conserva cerraron todas. Est¨¢is diciendo que la gente de Lampedusa se est¨¢ portando bien con los inmigrantes. Pero no os enga?¨¦is. Eso es porque los naufragios se han producido en oto?o, cuando la temporada estaba terminando. Si llega a ser en primavera y se anulan las reservas hoteleras, esto hubiera sido una carnicer¨ªa, os lo digo yo¡±. Mientras habla, al fondo, una gr¨²a va cargando decenas de ata¨²des en un barco de guerra.

Familiares con los ataúdes de fallecidos en el naufragio.
Familiares con los ata¨²des de fallecidos en el naufragio. Isabella Balena

Alrededor del barco, a pesar del olor dulz¨®n de la muerte, se arremolina un grupo de curiosos. Le pregunto a una mujer con un ni?o peque?o en brazos por qu¨¦ ha venido: ¡°Para ver¡±. La de al lado a?ade: ¡°Y para que no est¨¦n solos¡±. Un piquete de soldados y agentes del cuerpo de Carabinieri forma un pasillo por el que entra en el puerto, marcha atr¨¢s, un furg¨®n. Los militares saludan mientras operarios con mascarillas van sacando cuatro ata¨²des blancos. A los f¨¦retros de los adultos, en cambio, los trasladan en camiones desde el hangar del aeropuerto ¡ªdonde llevan m¨¢s de 10 d¨ªas¡ª y no les presentan honores. La escena se completa con un cura, un m¨¦dico de la Orden de Malta ¡ª¡°si quiere hablar conmigo, tiene que pedir permiso en Roma, pero ya le digo que aqu¨ª poco estamos haciendo¡±¡ª y varios voluntarios de la Cruz Roja. Decenas de inmigrantes contemplan la ceremonia, algunos rezan, otros lloran sin consuelo. Muy pocos de los ata¨²des tienen pegada una fotograf¨ªa o escrito un nombre. La inmensa mayor¨ªa solo est¨¢ identificado por un n¨²mero. Nadie sabe ad¨®nde los llevan. El funeral de Estado prometido es en realidad una tr¨¢gica confusi¨®n. Golpeados por las guerras, las mafias, el mar y la muerte, ahora tambi¨¦n tienen que enfrentarse a la burocracia italiana. A la ma?ana siguiente, los eritreos se acercan silenciosamente a la iglesia de San Gerlando, a la mitad de V¨ªa de Roma, y van dejando sus zapatos en el umbral, como si estuvieran en una mezquita. Ya que el Gobierno italiano no ha sido capaz en dos semanas de organizar unas honras f¨²nebres, ellos las organizan por su cuenta, de forma sencilla, casi clandestina. El padre Mosie y el padre Amanuel les cuentan que los submarinistas de los Carabinieri, al recuperar los cuerpos del barco hundido a 47 metros de profundidad, han visto que algunas de las v¨ªctimas llevaban en la boca una cruz o un rosario: ¡°Un gesto de fe extrema que los eritreos hacemos en los momentos extremos¡±.

Esta isla te va desnudando hasta dejarte con lo esencial. Te despoja de mundanidad¡±, dice una doctora

La cruz de madera, limpia, sencilla, se est¨¢ convirtiendo en un s¨ªmbolo de la rebeli¨®n de Lampedusa contra el olvido de Europa. Francesco Tuccio tiene mucho que ver. Desde hace muchos a?os, cuando el mar arrojaba a la costa los restos de un naufragio, Francesco, no acierta a decir por qu¨¦, rescataba unos cuantos tablones y se los llevaba a su carpinter¨ªa. Aquellas maderas azules, astilladas, algunas con inscripciones en ¨¢rabe que jam¨¢s lleg¨® a entender, le hablaban del sufrimiento, del miedo y de la duda, de la muerte y tal vez de la esperanza. Un d¨ªa tall¨® una cruz. Otro d¨ªa, otra. Cuando se enter¨® de que el papa Francisco hab¨ªa decidido que Lampedusa fuese el primero de sus viajes apost¨®licos, se ofreci¨® a don Stefano, el p¨¢rroco, para construir el altar de la misa con todos aquellos restos del naufragio que un d¨ªa, sin saber por qu¨¦, guard¨® en la carpinter¨ªa. Cuando, el 8 de julio, el Papa habl¨® de los inmigrantes ¡ª¡°?qui¨¦n de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, por las j¨®venes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias?¡±¡ª lo hizo apoy¨¢ndose en el altar construido por el carpintero Francesco. La cruz de los vecinos de Lampedusa y la cruz que los inmigrantes muerden como una compa?¨ªa al m¨¢s all¨¢.

Tras la oraci¨®n por sus hermanos muertos, los eritreos salen de la iglesia, se ponen sus zapatos y regresan lentamente al llamado Centro de Identificaci¨®n y Expulsi¨®n (CIE), de donde ¡ªen teor¨ªa¡ª no podr¨ªan salir. De hecho, un estricto control del Ej¨¦rcito en la puerta cierra el paso a todo aquel que no tenga un permiso expreso para entrar y salir. No hace falta. Se trata de un teatro m¨¢s. Para llegar al centro hay dos caminos. El asfaltado ¡ªpor el que la alcaldesa Giusi Nicolini llev¨® a Letta y Barroso para que conocieran de cerca la verg¨¹enza sin apellidos¡ª y el que, por entre los riscos, utilizan cada d¨ªa los inmigrantes para entrar y salir a su antojo. No ser¨ªa arriesgado apostar que el agujero practicado en la alambrada haya sido realizado por tijeras oficiales. Basta entrar por ¨¦l, darse una vuelta por un centro que huele a orines y basura, para comprender que, si no existiera esa v¨ªa de escape, el centro se convertir¨ªa en el polvor¨ªn, con incendio incluido, que ya fue en 2009 y 2011. Por aquel entonces, no solo se produc¨ªan desembarcos masivos, sino que Silvio Berlusconi, entonces primer ministro, dejaba que la situaci¨®n se pudriese para luego presentarse como salvador. Lleg¨® a decir que se comprar¨ªa una casa para relanzar el turismo y hasta que construir¨ªa un campo de golf ¡ªen una isla que es una roca sin agua¡ª. No hace falta a?adir que se trat¨® de una m¨¢s de sus charlotadas.

La oscuridad envuelve las calles. La gasolina, la electricidad o el aceite son un 30% m¨¢s caros que en el resto de Italia

El mi¨¦rcoles pasado, F¨¢tima, de 9 a?os, y Rania, de 8, dos ni?as sirias llegadas en uno de los ¨²ltimos desembarcos, recog¨ªan flores amarillas entre piedras, botellas de pl¨¢stico vac¨ªas, ropa sucia y cristales rotos. Las promesas en Lampedusa ¡ªde campos de golf o de funerales de Estado¡ª se las suele llevar el viento del invierno.

Por eso, estas ¨²ltimas noches, V¨ªa Roma se convert¨ªa en un lugar triste, desconcertante. En cuanto los inmigrantes regresaban al centro de acogida para disputarse bajo los pinos un colch¨®n h¨²medo de goma espuma y los habitantes de la isla, como Vito Fiorino o Angelina Bolino, se encerraban en sus casas, los profesionales de la tragedia ¡ªsubmarinistas, m¨¦dicos, militares, voluntarios, periodistas¡ª se intercambiaban, al consuelo de una copa, historias terribles. La del cad¨¢ver de una madre que, entre los restos del barco hundido, segu¨ªa tapando la boca de su hija para que no se ahogase. La de los tres hermanos, hu¨¦rfanos del naufragio, enviados a un orfanato de Sicilia, donde solo lloran y dicen mam¨¢. La del eritreo que perdi¨® a toda su familia o la de la joven siria que alumbr¨® a un hijo durante la traves¨ªa y luego muri¨® ahogada. Son historias de la tragedia, pero no son la tragedia de quienes las cuentan. Tal vez un ara?¨®n en el coraz¨®n o una medalla al valor. Todos ellos tendr¨¢n historias que contar y gente que las escuche. Sin embargo, la familia de Josef y Shahina ¡ªTala, Wail y Ahmed¡ª siguen en el campo de acogida, sin saber qu¨¦ ser¨¢ de ellos, sin importar lo que digan o a d¨®nde prefieran ir. Son, seg¨²n la ley italiana, culpables de un delito de inmigraci¨®n ilegal. Como tambi¨¦n lo es Angelina Bolino, de 74 a?os, por dejar su apartamento vac¨ªo a unos inmigrantes sin documentaci¨®n: ¡°?Y c¨®mo no les voy a dejar una parte de mi casa si a m¨ª me sobra? Mi nieto me dice: abuela, has hecho una cosa noble. Y yo le digo: no, es una cosa normal. Se nos llena la boca diciendo ¡®mi tierra, mi tierra¡¯. ?C¨®mo va a ser la tierra de nadie si aqu¨ª estamos de paseo y por tan poco tiempo?¡±.

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