La fuerza de la reconciliaci¨®n
D¨¦bil y cansado, Mandela conservaba su magnetismo y claridad. "Sab¨ªa que ten¨ªa raz¨®n, que era el camino hacia la paz", dijo
La ¨²ltima vez que vi en persona a Nelson Mandela, fallecido el jueves en su domicilio a los 95 a?os, fue el 8 de diciembre de 2009, en su hogar de Johanesburgo. Entr¨¦ por la puerta, atraves¨¦ el vest¨ªbulo y me dirig¨ª hacia un comedor grande. Mandela estaba sentado a la cabecera de una larga mesa, de espaldas a m¨ª. Ten¨ªa 91 a?os. Su cabello era blanco y, por fin, me fij¨¦, empezaba a escasear.
Aquella primera imagen se me ha quedado grabada con tanta claridad como el resto de la hora que pas¨¦ con ¨¦l. Era alrededor de la una de la tarde y en la calle brillaba un sol reluciente; pero la habitaci¨®n estaba en penumbra y ¨¦l estaba a solas y quieto como una estatua. Reconoc¨ª aquella inimitable inmovilidad de los numerosos actos p¨²blicos en los que le hab¨ªa visto durante mis seis a?os como corresponsal en Sud¨¢frica, entre 1989 y 1995, y en la ¨²ltima entrevista que le hab¨ªa hecho, ocho a?os antes, para un libro con el que hab¨ªa intentado, a trav¨¦s del prisma de la Copa del Mundo de rugby de 1995, captar la esencia de su grandeza.
Ya en la ¨¦poca de aquella entrevista le costaba enorme esfuerzo caminar, pero conservaba su lucidez y toda su voz, se re¨ªa con frecuencia, y a¨²n ten¨ªa el cabello gris. Pero cuando hablaba yo parec¨ªa quedarse petrificado. Su rostro perd¨ªa toda expresi¨®n, como el busto de un emperador romano o un m¨ªstico en pleno trance. O, tal vez, como un hombre que hab¨ªa pasado 23 horas al d¨ªa solo, a?o tras a?o, en una celda diminuta. La sensaci¨®n era desconcertante, hasta que me respond¨ªa y me daba cuenta con alivio que hab¨ªa estado absorto y concentrado, escuch¨¢ndome.
¡°Mi gente dec¨ªa que yo era un cobarde por tender la mano a los afrikaner. Pero yo? sab¨ªa que ten¨ªa raz¨®n"
Ocho a?os despu¨¦s, en 2009, mientras me aproximaba al comedor de su casa de Johanesburgo, con los ojos fijos en la nuca de aquella cabeza que tan bien conoc¨ªa, lo que me desconcert¨® fue el temor a que, en esa ocasi¨®n, la esfinge no cobrara vida, que permaneciera perdido en la niebla de la vejez, como hab¨ªa parecido estar durante las celebraciones de su 90? cumplea?os, en Londres, hac¨ªa a?o y medio.
Pero no. No del todo. No al principio. Incapaz de ponerse de pie, volvi¨® los hombros r¨ªgidamente en mi direcci¨®n cuando me anunciaron y me mostr¨® una sombra de su famosa y deslumbrante sonrisa. Tendi¨® la mano -tan enorme y rugosa como la recordaba de nuestro primer apret¨®n, 19 a?os antes- y dijo: ¡°Hola, John¡±. Quise creer que me hab¨ªa reconocido, porque hab¨ªamos tenido mucha relaci¨®n, pero la verdad es que no puedo estar seguro de que as¨ª fuera. Quiz¨¢, durante un segundo, hubo un destello de recuerdo. Si lo hubo, se extingui¨® a toda velocidad. Desde entonces hasta que nos despedimos, me dio poca sensaci¨®n de que supiera qui¨¦n era yo.
Delante de ¨¦l ten¨ªa un plato de carne picada sin tocar. Bajaba la mirada hacia el tenedor, como tratando de decidir si ser¨ªa capaz de levantarlo hasta la boca. Estaba delgado y la cara se le hab¨ªa encogido, como de p¨¢jaro, desde la ¨²ltima vez que le hab¨ªa visto de cerca. Parec¨ªa agradecer la visita, pero estaba confuso. De sus labios no sal¨ªa ni una palabra. Con nerviosismo, por tratar de llenar el vac¨ªo, mencion¨¦ una pel¨ªcula que acababan de hacer en Hollywood sobre ¨¦l. Me respondi¨® con un viejo latiguillo que sol¨ªa usar en las conversaciones: ¡°Bien. Muy bien¡±; y luego, ¡°ya veo. Ya veo¡±. Pero no creo que viera nada de nada. Ni tampoco la menci¨®n de Invictus -ni el poema del siglo XIX que tanto hab¨ªa amado ni el film que hab¨ªa rodado Clint Eastwood- provoc¨® ninguna reacci¨®n en ¨¦l.
El poema, que le¨ªa en prisi¨®n y que volvi¨® a leer, muchos a?os despu¨¦s, en el funeral de uno de sus hijos, empieza: ¡°Desde la noche que me envuelve,/ negra como un pozo insondable,/ doy gracias al dios que fuere/ por mi alma inconquistable¡±. ?Le hab¨ªa envuelto por fin la oscuridad? ?O iba a poder ver en ¨¦l alg¨²n atisbo de luz? Lo consegu¨ª al final, con la ayuda inicial de Zelda La Grange, la mujer afrikaner que ha sido su ayudante personal y la persona con la que seguro que ha pasado m¨¢s tiempo desde que se convirti¨® en el primer presidente democr¨¢ticamente electo de su pa¨ªs en 1994.
¡°?Venga, khulu, a comer!¡±, dijo La Grange. Khulu es un apelativo cari?oso en xhosa, la lengua materna de Mandela, que puede querer decir ¡°abuelo¡± o ¡°gran hombre¡±. ¡°Vamos, khulu, necesitas comer¡±, insisti¨®. Record¨¦ que siempre le hab¨ªa gustado hacer chistes sobre lo mucho que le mangoneaban las mujeres, as¨ª que hice un comentario en ese sentido, en voz alta, cerca de ¨¦l, porque no o¨ªa muy bien. Mostr¨® una peque?a sonrisa, se ri¨® levemente y respondi¨®: ¡°S¨ª, es verdad. Una gran verdad¡±.
Lo hab¨ªa entendido. ?xito. Hab¨ªa conectado con ¨¦l. Entr¨¦ por la brecha y empec¨¦ a evocar recuerdos de su pasado pol¨ªtico que confiaba en que siguiera atesorando en alg¨²n rinc¨®n de su mente. Funcion¨®.
Un comentario sobre el mangoneo de las mujeres? le hizo re¨ªr y permiti¨® evocar los recuerdos pol¨ªticos
Mencion¨¦ los nombres de tres de sus m¨¢s temibles adversarios afrikaner, con los que hab¨ªa mantenido conversaciones -al principio, secretas- que hab¨ªan contribuido de manera fundamental a alejar a Sur¨¢frica de la pesadilla de la guerra racial que el mundo hab¨ªa temido durante tanto tiempo.
La gloria de Mandela fue conseguir que todo un pa¨ªs cambiara de opini¨®n
El primer nombre que dije fue el del general Constand Viljoen, jefe de la Fuerza Surafricana de Defensa entre 1980 y 1985, los a?os m¨¢s violentos y represivos de la era del apartheid. ¡°Ah, s¨ª¡±, respondi¨®. ¡°El militar...¡± Luego mencion¨¦ a Niel Barnard, responsable del Servicio Nacional de Inteligencia en los a?os ochenta, considerado en todo el mundo como uno de los hombres m¨¢s siniestros de la ¨¦poca, pero con quien Mandela se reuni¨® m¨¢s de 60 veces en la c¨¢rcel, antes de salir en libertad. ¡°S¨ª¡±, replic¨®. Y por ¨²ltimo pronunci¨¦ el nombre de Kobie Coetsee, el ¨²ltimo ministro de Justicia del apartheid, y le record¨¦ que Coetsee hab¨ªa sido el primer representante del Gobierno al que Mandela hab¨ªa visto cuando estaba entre rejas. ¡°Ah, s¨ª...Bien. Muy bien¡±, dijo.
Y entonces me hizo una pregunta: ¡°?Ha estado alguna vez en la c¨¢rcel?¡± Le respond¨ª que no, aunque hab¨ªa visitado su celda de Robben Island.
Al o¨ªrlo sonri¨®, y entonces sucedi¨®. Se encendi¨® una luz en su mente y, en un instante, resumi¨® la esencia de su proeza pol¨ªtica.
¡°Mi gente dec¨ªa que yo ten¨ªa miedo¡±, empez¨®, con voz fina pero segura. ¡°Dec¨ªan que era un cobarde por tender la mano a los afrikaner. Pero yo no entr¨¦ en aquel debate con ellos. No les dije nada. Sab¨ªa que ten¨ªa raz¨®n. Sab¨ªa que ese era el camino hacia la paz. Y, al cabo de alg¨²n tiempo, comprendieron que ten¨ªa raz¨®n yo. Han visto los resultados. Vivimos en paz¡±.
Hab¨ªa dado en el clavo. La audacia y la visi¨®n que le hab¨ªan inspirado al entablar el di¨¢logo con los amos afrikaners del Estado del apartheid, en prisi¨®n, al principio sin decir nada a ninguno de sus colegas en la direcci¨®n del Congreso Nacional Africano, por lo que recibi¨® numerosas cr¨ªticas; y la convicci¨®n de que la ¨²nica manera de alcanzar el objetivo de su vida, construir una democracia estable en Sur¨¢frica y evitar un ba?o de sangre del que -como advert¨ªa a menudo- no saldr¨ªa ning¨²n ganador, era apelar a las mentes y los corazones de los enemigos ancestrales de su pueblo, y a lo mejor de s¨ª mismos.
Y al final, en efecto, todos comprendieron que ten¨ªa raz¨®n. Vieron los resultados. La gloria de Mandela, sin parang¨®n en la historia del liderazgo pol¨ªtico, fue conseguir que todo un pa¨ªs cambiara de opini¨®n. Siempre fiel a sus principios, a su sue?o de una ¡°Sur¨¢frica no racial¡±, convenci¨® a la mayor¨ªa negra de que reprimiera su odio y su impulso natural de venganza y asumiera el esp¨ªritu de reconciliaci¨®n, y a sus opresores blancos de que abandonaran sus viejos temores y sus armas y le aceptaran como presidente leg¨ªtimo. Los sudafricanos blancos se rindieron, casi sin excepci¨®n, ante su encanto y su poder de persuasi¨®n. La prueba la tuve cuando entrevist¨¦ a aquellos tres viejos enemigos suyos, el general Viljoen, Niel Barnard y Kobie Coetsee, despu¨¦s de que Mandela dejara la presidencia. Los tres hablaron de ¨¦l con veneraci¨®n, admiraci¨®n y -no es exageraci¨®n- amor.
Con una vivacidad repentina, como si la inesperada reivindicaci¨®n de sus triunfos le hubiera dado energ¨ªas, Mandela empez¨® a pinchar, con ayuda de Zelda la Grange, su carne picada. Aquel m¨¢gico estallido hab¨ªa sido todo lo que iba a sacar de ¨¦l. El reto de alimentar su fr¨¢gil cuerpo ocup¨® la mayor parte de sus pensamientos durante el resto de nuestro encuentro. Yo segu¨ª parloteando, logrando escasa respuesta, y despu¨¦s nos dijimos adi¨®s.
Como regalo de despedida me lanz¨® una vez m¨¢s su fabulosa sonrisa, la mejor sonrisa del mundo, y sal¨ª por la puerta de la casa pero no sin antes echar una ¨²ltima mirada atr¨¢s a aquella noble cabeza blanca, a solas en la gran mesa.
Fue terriblemente triste, porque sab¨ªa que nunca volver¨ªa a verle y porque estaba claro que no pod¨ªa quedarle mucho de vida. Pero tambi¨¦n hab¨ªa estado bien la visita. Muy bien.
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John Carlin es autor de dos libros sobre Nelson Mandela, El factor humano (Seix Barral) y La sonrisa de Mandela (Debate)
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