Mandela y su carcelero, el ¡°se?or Brand¡±
El periodista John Carlin, testigo del fin del ¡®apartheid¡¯, describe en este extracto de ¡®La sonrisa de Mandela¡¯ la humanidad de ¡°la figura m¨¢s destacada de nuestra era¡±
Mandela nunca olvidaba a quienes lo trataban bien. Siempre se mantuvo fiel a su carcelero, Christo Brand, un individuo que una vez fuera de la c¨¢rcel carec¨ªa de utilidad pr¨¢ctica para ¨¦l, y a su hijo Riaan, al que tuvo en brazos en prisi¨®n cuando era un beb¨¦. Brand, un hombre de buen talante que hablaba de Mandela casi como si fuera cualquier otro amigo, me dijo que en prisi¨®n siempre lo llamaba ¡°se?or Brand¡± en tanto que ¨¦l lo llamaba simplemente ¡°Nelson¡±. Esta costumbre nunca cambi¨®, ni siquiera cuando Mandela lleg¨® a la presidencia y Brand lo telefone¨® para felicitarlo. Mandela le hab¨ªa dado su n¨²mero de casa, un detalle que Brand contaba con la misma naturalidad que cuando mencion¨® que volvieron a reunirse en ?msterdam en 2002: ¡°Me present¨® a la reina de Holanda y yo lo ayud¨¦ a subir las escaleras¡±.
Mandela invit¨® a Brand a la celebraci¨®n de su 80? cumplea?os en la residencia presidencial de Pretoria en 1998, un acontecimiento en el que tambi¨¦n anunci¨® el matrimonio con su tercera esposa, la mujer con la que finalmente descubrir¨ªa una felicidad duradera, Gra?a Machel, viuda del que fuera presidente de Mozambique, Samora Machel, y exministra de Educaci¨®n en su Gobierno. Mandela organiz¨® el viaje de Brand desde Ciudad del Cabo. Era la primera vez en su vida que sub¨ªa a un avi¨®n.
Siete a?os m¨¢s tarde ser¨ªa Mandela quien volar¨ªa hasta su ciudad para visitarle. Hab¨ªa enviado tarjetas de felicitaci¨®n a Riaan cada a?o desde que hab¨ªa salido de prisi¨®n. A medida que iba creciendo, adjuntaba notas en las que le exig¨ªa que fuera disciplinado en sus estudios. Cuando termin¨® la escuela, lo ayud¨® a acceder a un curso de buceo profesional. ¡°Mandela siempre me dec¨ªa que consideraba a Riaan responsabilidad propia¡±, contaba Brand.
No conozco a ning¨²n compa?ero que no sintiera devoci¨®n por ¨¦l, por m¨¢s experiencia que tuviera o c¨ªnico que fuera
Y en diciembre del a?o 2005, otro accidente de tr¨¢fico. Riaan muri¨® a los 22 a?os. Christo Brand estaba en el tanatorio identificando el cad¨¢ver de su hijo cuando Mandela lo llam¨® para darle el p¨¦same y decirle que quer¨ªa viajar hasta all¨ª y acudir al funeral. ¡°Pero era al d¨ªa siguiente y no pudo asistir¡±, dijo Brand, ¡°as¨ª que, en cuanto pudo, vino a visitarme a mi casa de Ciudad del Cabo¡±.
Conmigo tambi¨¦n fue amable sin necesidad alguna. Le escrib¨ª una nota la semana que me marchaba de Sud¨¢frica, a principios de 1995, tras seis a?os como corresponsal. Envi¨¦ la nota por fax y 15 minutos despu¨¦s recib¨ª una llamada de una de sus secretarias de los Edificios de la Uni¨®n pregunt¨¢ndome si pod¨ªa comer con el presidente el jueves, dos d¨ªas despu¨¦s. Contest¨¦ que s¨ª. La secretaria me dijo que se trataba de una ocasi¨®n en la que habr¨ªa unas cincuenta personas presentes para celebrar el cumplea?os de un viejo compa?ero de armas de Mandela, Yusuf Cachalia. Despu¨¦s me enterar¨ªa a trav¨¦s de Amina, la mujer de Cachalia, que Mandela la hab¨ªa telefoneado antes de hacerme la invitaci¨®n para preguntarle si le importaba. Cuando lleg¨® su turno de palabra en la comida, se extendi¨® en su vieja amistad con Yusuf Cachalia, pero tambi¨¦n encontr¨® tiempo para referirse a m¨ª cordialmente un par de veces. No hace falta decir que sucumb¨ª a su encanto personal, pero me queda el consuelo de saber que no fui ni mucho menos el ¨²nico de los periodistas al que le pas¨® lo mismo.
No conozco a ning¨²n compa?ero que no sintiera devoci¨®n por ¨¦l, por m¨¢s experiencia que tuviera o c¨ªnico que fuera. Mi amigo Bill Keller, que era redactor jefe de la oficina de Sud¨¢frica del New York Times durante mi periodo como corresponsal all¨ª, que gan¨® un Premio Pulitzer por su trabajo sobre la ca¨ªda de la Uni¨®n Sovi¨¦tica y despu¨¦s se convertir¨ªa en el director del Times, me dijo en cierta ocasi¨®n en su despacho que ninguna de las ensalzadas personalidades pol¨ªticas a las que ¨¦l hab¨ªa conocido estaba a la altura de Mandela.
Zelda la Grange [su asistente personal], que pod¨ªa saberlo mucho mejor que nosotros, tambi¨¦n dec¨ªa que jam¨¢s hab¨ªa conocido a nadie comparable a ¨¦l. Me cont¨® que le encantaba su sentido del humor, que nadie de entre todos los supuestamente grandes era capaz de re¨ªrse de s¨ª mismo como lo hac¨ªa Mandela ante los dem¨¢s, ¡°pero con gracia¡±. Seg¨²n dec¨ªa, el mejor rasgo de su persona era en realidad muy simple: ¡°Su humanidad. Su forma de ser un grand¨ªsimo ser humano. La pregunta que la gente suele hacer con m¨¢s frecuencia es si es cierto que no estaba resentido, y la respuesta es muy sencilla: ?no! Nunca ha mostrado un m¨ªnimo atisbo de ello. Si hubiera estado yo en su lugar, ?ni por asomo me hubiera comportado as¨ª! De modo que es un ser humano especial, extraordinario. Es muy generoso, y eso se ve en c¨®mo se interesa por las personas normales. Quiere saber realmente c¨®mo les va a tu padre, tu madre o tu hermano cuando te pregunta¡±. Zelda dijo que esa era la raz¨®n por la que lo admiraba, pero en realidad era mucho m¨¢s que eso: lo amaba.
Amor, o algo muy parecido, era tambi¨¦n lo que sent¨ªa por ¨¦l John Reinders. Un a?o despu¨¦s de que Mandela abandonara la presidencia, Reinders, que continu¨® en el Gabinete sirviendo a su sucesor, Thabo Mbeki, recibi¨® una llamada de tel¨¦fono de su anterior jefe pregunt¨¢ndole si podr¨ªan ¨¦l y su familia ir a comer a su casa el siguiente domingo.
Las l¨¢grimas surcaban las mejillas de Reinders mientras me relataba c¨®mo se present¨® con su esposa y sus dos hijos adolescentes en la casa de Mandela en Johanesburgo. Esperaba formar parte de una gran reuni¨®n, pero solo estaban John, su mujer, los chicos y Mandela. ¡°Nos sentamos a comer, pero antes de empezar, Mandela se levant¨® y alz¨® su copa. No se dirigi¨® a m¨ª, sino a mi esposa y mis hijos. Se disculp¨® ante ellos por haberme hecho trabajar tanto. Dijo que les hab¨ªa privado con demasiada frecuencia de mi compa?¨ªa como marido y padre. Despu¨¦s me mir¨®, volvi¨® la vista hacia ellos de nuevo y dijo: ¡®Pero desempe?¨® sus funciones de manera excelente. ?Excelente!¡±.
Despu¨¦s de la comida, Mandela acompa?¨® a Reinders y su familia hasta la puerta y los escolt¨® hasta su coche. ¡°Se qued¨® all¨ª de pie despidi¨¦ndonos con la mano con esa hermosa y enorme sonrisa hasta que nos alejamos. Todos le devolvimos el saludo¡±.
?Por qu¨¦ los invit¨® a comer y dedic¨® ese discurso de agradecimiento y disculpas a la esposa e hijos de John Reinders? Porque pon¨ªa en pr¨¢ctica en privado los mismos valores que promulgaba en la escena p¨²blica; porque en la intimidad de su casa, lejos de las c¨¢maras de televisi¨®n, se comportaba siempre de manera generosa, respetuosa, amable y cort¨¦s sin que mediara ning¨²n inter¨¦s personal o pol¨ªtico.
La sonrisa de Mandela, de John Carlin, ya est¨¢ a la venta editado por Debate. 192 p¨¢ginas. 15,90 euros.
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