Bajo la monta?a de la muerte
EL PA?S recorre el poblado guatemalteco donde un alud caus¨® este mes 500 muertes y desapariciones
El fin del mundo se qued¨® el pasado 1 de octubre a las puertas de la casa de Edgar Reyes. Pero ¨¦l, al principio, ni se dio cuenta. Era jueves, ya de noche, cuando en calzones y a punto de encender la televisi¨®n, la luz se cort¨® tras un s¨²bito parpadeo. Vino entonces el temblor, luego un rugido sordo y por ¨²ltimo lo que Edgar crey¨® que era la llamada de la lluvia en su tejado. En su memoria, aquello apenas dur¨® cuatro segundos. Lo suficiente para que al abrir la puerta de la calle este camarero de 32 a?os, casado y con dos hijas descubriese que el universo hab¨ªa cambiado. Frente a ¨¦l, donde antes viv¨ªan sus vecinos, se alzaba ahora una enorme monta?a de tierra y escombros. Debajo hab¨ªa quedado su aldea, El Cambray II. Un alud la hab¨ªa barrido. El reloj marcaba las 21.50 y Guatemala acababa de sufrir una de sus mayores tragedias en d¨¦cadas. Quinientos muertos y desaparecidos. Edgar se abraz¨® como nunca antes a su peque?a Alison.
"Muchas noches, a¨²n me despierto creyendo que estoy en mi casa¡±. Sonia Escobar, de 50 a?os, acaba de salir de la morgue. Es un edificio achaparrado y blanco de Santa Catarina Pinula, el municipio al que pertenec¨ªa El Cambray II. Desde hace tres semanas, la mujer acude all¨ª todos los d¨ªas. El derrumbe le arrebat¨® a su esposo, un hermano, ocho de sus hijos y seis nietos. Ella los ha ido reconociendo uno a uno. Hoy le ha tocado el turno a su hijo Danilo Misael, de 7 a?os. Su cuerpo estaba descompuesto. Pero Sonia lo ha identificado por la funda de un canino. Los forenses han aprovechado para decirle que falleci¨® de un traumatismo craneoencef¨¢lico. La madre lo ha interpretado como una buena noticia: el peque?o muri¨® de golpe, sin sufrir la terror¨ªfica agon¨ªa de los sepultados.
Lo explica con llaneza, sin circunloquios. Al escucharla se hace dif¨ªcil no preguntarse si esta mujer peque?a, morena y aparentemente indestructible tuvo suerte al sobrevivir. Ella misma no lo tiene claro. S¨®lo sabe que a¨²n le quedan dos hijos y dos nietos por reconocer, y que aquella noche de luna menguante se escaparon de la muerte tres de sus once v¨¢stagos. Dos porque estaban estudiando en el instituto, un tercero porque trabajaba en una panader¨ªa ¡°Por ellos tengo que salir adelante¡±. Ella se salv¨® gracias a un acto de fe. Hab¨ªa acudido a la casa de una amiga a rezar por el aniversario de un fallecido. Al volver, lo vio todo: ¡°Arriba hubo como una luz y la ladera cay¨® entera sobre el pueblo. El estruendo fue horrible. Al instante supe que todos hab¨ªan muerto¡±.
Ese fue el fin de El Cambray II. M¨¢s de 125 viviendas sepultadas. El deslave sacudi¨® a Guatemala. Pero no la sorprendi¨®. Desde 2008, la Coordinadora Nacional para la Reducci¨®n de Desastres hab¨ªa advertido de que el peligro era inminente. Bastaba con visitar el lugar para entenderlo. El arrabal obrero, a s¨®lo 15 kil¨®metros de la capital, hab¨ªa crecido sin control siguiendo las orillas de un r¨ªo encajado a cuchillo entre dos vertiginosas monta?as. Tierra pobre, construcciones pobres. Nadie hab¨ªa detenido aquella locura. Y muy posiblemente alguien se enriqueci¨® con ella. Los d¨ªas anteriores al desastre llovi¨®. Y en una historia mil veces contada, la acumulaci¨®n de agua desencaden¨® el desprendimiento. El pueblo qued¨® sepultado.
Desde 2008, la Coordinadora Nacional para la Reducci¨®n de Desastres hab¨ªa advertido de que el peligro era inminente
La tragedia sobrevino en periodo electoral. Los dos candidatos presidenciales, cuyo destino se decide este domingo, se rasgaron las vestiduras. El jefe de Estado, elegido en septiembre tras el encarcelamiento por corrupci¨®n del general Otto P¨¦rez Molina, tom¨® cartas en el asunto. A los supervivientes se les ofreci¨® construirles nuevas viviendas. La dimensi¨®n del caso y el momento pol¨ªtico blindaron las promesas. Pero en un pa¨ªs donde de los escombros suelen surgir m¨¢s escombros, la desconfianza sigue en pie.
Los afectados barruntan que la ayuda pueda no llegar. Edgar Reyes, el camarero ante cuya puerta par¨® el alud, es uno de ellos. La casa era su ¨²nica posesi¨®n importante. Le cost¨® 135.000 quetzales (15.000 euros), y si no logra otra pronto, teme por su futuro. De momento vive con otras 40 familias en el albergue municipal, una nave que los psic¨®logos, para espantar fantasmas, han llenado de literas y juguetes de colores. Pero a Edgar eso no le basta. Por eso ha vuelto a su antigua vivienda. Quiere llevarse sus enseres y ahora los saca a pleno sol, mientras en lo alto los zopilotes vuelan en c¨ªrculos negros. Tienen la vista puesta en los restos del alud. A¨²n quedan cad¨¢veres por desenterrar.
El lugar, a los pies de la monta?a rota, est¨¢ bajo vigilancia militar. Forma una enorme explanada, de unos 15 metros de altura. El terreno es poroso. Al atravesarlo, las botas se hunden con facilidad. Y a veces tocan algo duro. ¡°Eso que pisa es el techo de la iglesia de El Cambray¡±, explica un soldado.
Edgar, que arrastra sus pertenencias por la zona, prefiere no pensar en ello. Su intenci¨®n es irse r¨¢pidamente. Pero otros, como Diego, que ha venido tambi¨¦n a recoger sus cosas, no lo pueden olvidar. Nacido y criado en El Cambray, el desprendimiento se llev¨® por delante a su padre, sus dos hermanos, dos abuelos y una decena de t¨ªos y primos. Mientras los enumera, su voz empeque?ece: ¡°No s¨¦ qu¨¦ har¨¦, la verdad¡±. Tiene 13 a?os y muchos de sus familiares siguen bajo sus pies. Muy cerca de ¨¦l.
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