La vida en D¨ªa de Muertos
El reverso de la velocidad no es la lentitud, sino la muerte
En la Ciudad de M¨¦xico, el pasado D¨ªa de Muertos gir¨® en torno a la locomoci¨®n: las multitudes se desplazaron como ¨¢nimas en pena mientras los heraldos de la F¨®rmula 1 ejerc¨ªan la alta velocidad. Las masas se congregaron para estar quietas y la circulaci¨®n fue el privilegio de los especialistas. Todo gir¨® en torno a La Huesuda, deidad profana que aconseja no apresurar las cosas, o solo hacerlo por deporte.
Vivo junto a la concurrida plaza de Coyoac¨¢n. Durante tres d¨ªas salir de casa signific¨® constatar que sobran zombis y todos tienen coche. Era m¨¢s f¨¢cil avanzar de rodillas que en transporte. El espacio p¨²blico se transform¨® en un m¨¢s all¨¢ saturado por capitalinos vestidos como La Catrina, esqueleto inmortalizado en un mural de Diego Rivera.
Despu¨¦s de 23 a?os, el Gran Premio de M¨¦xico resucit¨® en la v¨ªspera del D¨ªa de Muertos. Su ¨¦xito fue absoluto
Curiosamente, el lema que Jos¨¦ Vasconcelos ide¨® en 1923 para pintar murales en el menor tiempo posible parece tomado del automovilismo: ¡°Velocidad y superficie¡±. El concepto a¨²n tiene vigencia en el Aut¨®dromo Hermanos Rodr¨ªguez, para¨ªso sin sem¨¢foros, pero resulta inviable en el resto de una macr¨®polis con m¨¢s de cinco millones de autom¨®viles.
Nada m¨¢s l¨®gico que un deporte extremo se celebre durante el puente de Muertos, ceremonia de la supervivencia. Como nuestro tr¨¢fico prefigura la eternidad, la Virgen del Tr¨¢nsito ha duplicado sus funciones: ayuda a pasar a mejor vida y concede el milagro de la vialidad.
El Gran Premio regres¨® a M¨¦xico como la utop¨ªa donde la aceleraci¨®n es posible. En 1966, cuando ten¨ªa 10 a?os, mi padre me llev¨® a la justa. Despu¨¦s del arranque, perd¨ª inter¨¦s en la carrera. Mientras mi padre anotaba las posiciones de los l¨ªderes a lo largo de setenta vueltas, yo mataba hormigas. La jornada se volvi¨® inolvidable porque se averi¨® el coche de Jim Clark, quien dominaba la F¨®rmula 1 con la escuder¨ªa Lotus-Climax. El piloto baj¨® de su auto cerca de nosotros. Vimos sus ropas sucias y la mirada de quien no tiene meta. Ignor¨® nuestros v¨ªtores y camin¨® rumbo a un destino que dos a?os despu¨¦s se volvi¨® fatal: muri¨® en una carrera de F¨®rmula 2, en Hockenheim, Alemania.
El Aut¨®dromo Hermanos Rodr¨ªguez ten¨ªa entonces un aspecto r¨²stico; a tal grado que entre los espectadores se encontraban perros. En 1970, Jackie Stewart, campe¨®n vigente, atropell¨® un perro callejero y M¨¦xico fue inhabilitado como sede. La alta velocidad regres¨® de 1986 a 1992; luego, el Distrito Federal volvi¨® a despedirse de la arcadia donde se avanza de prisa.
Solo un ruso agobiado por los rigores del invierno pod¨ªa componer La consagraci¨®n de la primavera. En forma equivalente, s¨®lo una ciudad colapsada como el DF idolatra tanto la velocidad.
Despu¨¦s de 23 a?os, el Gran Premio de M¨¦xico resucit¨® en la v¨ªspera del D¨ªa de Muertos. Su ¨¦xito fue absoluto, no s¨®lo por la organizaci¨®n y los ingresos, sino por la pasi¨®n de la gente, dispuesta a ver coches que, asombrosamente, se mueven.
Un amigo que sobrevivi¨® a un infarto suele pedirme que coma lo que ¨¦l tiene prohibido. Su apetito se ha vuelto vicario y se sacia con la voracidad ajena. Lo mismo ocurre con quienes pasaron horas en el tr¨¢fico para asistir a la ¨¦pica de la rapidez.
Como otros virtuosos de la aceleraci¨®n, Jim Clark acab¨® en una nube de fuego. De ni?o me impresion¨® su tristeza al borde de la pista. Quiz¨¢ s¨®lo estaba decepcionado por abandonar la competencia, pero caminaba como si ya conociera su futuro y supiera que el reverso de la velocidad no es la lentitud sino la muerte. Ya vencido, anunciaba lo mismo que mis vecinos disfrazados de esqueletos: no hay que llegar a la meta.
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