La noche del fin del mundo
El enfrentamiento entre las autoridades y los sicarios que trataban de evitar la captura de El Chapo aterroriz¨® a Los Mochis
Si el mundo alg¨²n d¨ªa llega a su fin, deber¨¢ parecerse a esto: a un boxeador corriendo desesperado escaleras abajo para evitar que maten a sus hijos, a un marido abrazado a una esposa aterrorizada por el ruido de explosiones o a una madre y una hija limpiando con fregonas y trapos un charco de sangre.
La madrugada en la que comenz¨® la captura de Joaqu¨ªn El Chapo?Guzm¨¢n en un barrio residencial de Los Mochis, Sinaloa, el peso supermosca Fernando Montiel, un muchacho fibroso con un tatuaje en el cuello y varios cinturones de campe¨®n en su vitrina, todav¨ªa ten¨ªa montado el ¨¢rbol de Navidad en el sal¨®n, muestra de que los ni?os se negaban a dar por concluidos los festejos. A las cuatro de la ma?ana los marinos derribaron con un mazo la puerta de su casa y, al encontrarse con el deportista que corr¨ªa despavorido por las escaleras para proteger a los suyos, en pijama, le preguntaron si alguien se escond¨ªa en su casa. No, no creo, les dijo.
Los marinos subieron de todos modos al primer piso y en una de las habitaciones encontraron agazapado a un sicario. Uno de los pistoleros que se enfrent¨® a las autoridades para facilitar la huida de El Chapo por la alcantarilla ¡ªun cl¨¢sico de este escapista nato¡ª hab¨ªa llegado hasta la casa del boxeador saltando de azotea en azotea en busca de un escondite. "No s¨¦ qu¨¦ hubiera pasado si llego a entrar yo o uno de mis hijos...", dice, dejando al descubierto la verdad inc¨®moda de que los campeones tambi¨¦n tienen miedo.
A esas horas, Fernando y Dora se despertaron sobresaltados. Viven cerca de la casa en la que las autoridades rodearon al l¨ªder del cartel de Sinaloa. "Se escuchaban como ca?onazos. El helic¨®ptero pasaba y daba r¨¢fagas de luz. ?Era la guerra!", relata Dora. Como ten¨ªan miedo, el matrimonio que lleva tantos a?os casados se abraz¨® mucho, se quiso mucho, m¨¢s que de costumbre, y se taparon con las s¨¢banas en la ilusi¨®n infantil de que ese gesto les protegiera de las balas. Ya pas¨®, ya pas¨® todo, dice ahora Dora mientras ofrece unas empanadillas de cajeta que ha hecho esta ma?ana para volver a la rutina.
La refriega ha dejado un reguero de agujeros de bala en coches, muros, ¨¢rboles, carteles de publicidad y negocios como una tapicer¨ªa. Uno de los hoyos en la cochera de una vivienda sirve de mirilla para ver de inc¨®gnito el interior: dos mujeres, familiares de dos generaciones distintas, trapeando con violencia el suelo. La sangre, de dos sicarios que fueron abatidos all¨ª mismo por los militares, no sale a la primera.
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