La costumbre de resucitar
Elegir un equipo es elegir un destino. Ser necaxista es aceptar el riesgo y la paciencia
En El Reino, Emmanuel Carr¨¨re juzga imposible profesar el catolicismo sin aceptar una escena fundamental de su narrativa: la resurrecci¨®n. M¨¢s complejos, los feligreses del Necaxa necesitamos que nuestro equipo resucite mucho.?
El necaxista exagera la identidad. Nuestro sentido de pertenencia no depende de la tradici¨®n ni del arraigo, sino de ignorar la norma. No le han faltado glorias a una escuadra que en los a?os treinta jugaba con un entendimiento casi sangu¨ªneo y recib¨ªa el mote de Los Once Hermanos, pero tuvieron que pasar sesenta a?os y muchas peripecias (casi todas tristes) para llegar a la siguiente racha ganadora: en los noventa, los rojiblancos se convirtieron en El Equipo de la D¨¦cada. La presa de Necaxa produce luz. La gran met¨¢fora de Moby Dick es que las ballenas no se cazan por la emoci¨®n de combatir a un mam¨ªfero gigante sino para hacer velas con su esperma: en alta mar se dirime la conquista de la luz.?
Algo similar sucede con el Necaxa. Los Electricistas padecen apagones. En 1943 abandonaron una liga degradada por el profesionalismo. Sus goles ser¨ªan gratuitos o no ser¨ªan. Siete a?os despu¨¦s, el sindicato el¨¦ctrico se hizo cargo del club y acept¨® las condiciones del capitalismo sin deponer la cr¨ªtica.?
No es casual que ah¨ª surgiera el intento de fundar una asociaci¨®n de futbolistas, encabezada por Antonio Mota, que defendi¨® la porter¨ªa de la selecci¨®n como una de sus causas perdidas (algunos masoquistas le reprochan que s¨®lo haya recibido ocho goles contra Inglaterra).
Me aficion¨¦ al equipo sin saber de su raigambre combativa ni de los trofeos que se oxidaban en sus vitrinas. Mi motivaci¨®n fue otra. Mis padres se divorciaron y nos mudamos a un barrio donde s¨®lo conoc¨ª necaxistas. Odiaba mi escuela, mi familia no era muy alentadora y opt¨¦ por otro sentido de pertenencia: ser¨ªa de mi calle.?
Elegir un equipo es elegir un destino. Ser necaxista significa aceptar el riesgo y la paciencia. Esto se agudiz¨® en 1971 cuando mi equipo fue sustituido por el Atl¨¦tico Espa?ol. Durante once a?os nos quedamos tan solos como Ad¨¢n en el D¨ªa de las Madres.
Cuando vino la resurrecci¨®n, muchos seguidores apoyaban otras alineaciones, sin m¨¢s virtud que ser reales. El estadio estaba tan vac¨ªo que se volvi¨® c¨¦lebre una broma. Una persona llamaba para preguntar: "?A qu¨¦ hora juega el Necaxa?". "?A qu¨¦ hora pueden venir?", respond¨ªan.
En 1997, el necaxista Jos¨¦ Woldenberg qued¨® al frente del Instituto Federal Electoral. Ten¨ªa m¨¦ritos como polit¨®logo y hab¨ªa depositado sus ilusiones futbol¨ªsticas en un ideal casi imposible. Las elecciones de 2000, que llevaron a la alternancia democr¨¢tica en M¨¦xico, dependieron en buena medida de este h¨¦roe c¨ªvico. Otro necaxista, el presidente Ernesto Zedillo, hizo un gesto m¨¢s digno de sus colores en la cancha que en la pol¨ªtica: acept¨® la derrota.
El Necaxa fue poderoso en los noventa y cautiv¨® a una legi¨®n de ni?os. Pero antes de que crecieran para llenar el estadio, vino otro calvario. En 2003 los rojiblancos se mudaron a Aguascalientes y en 2009 abandonaron la primera divisi¨®n.
?Es posible ser leal a tantos vaivenes? El Necaxa sigue siendo el equipo de mi calle. Lo comprob¨¦ cuando lo vi jugar en Aguascalientes. Me encontr¨¦ rodeado de japoneses y me explicaron la raz¨®n: ah¨ª est¨¢ la planta ensambladora de Nissan; los colores de la bandera japonesa son el rojo y el blanco; el Pa¨ªs del Sol Naciente se identifica con Los Rayos. En otras palabras: es el equipo de mi calle, irreconocible en la ciudad, pero intacta en mi mente.
La identidad no es otra cosa que una ilusi¨®n compartida. Como el incierto destino, el Necaxa vive para el asombro y ha vuelto a resucitar.
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