Dejar de ser leyenda y dejar de ser
Fidel luch¨® con dureza contra un estalinismo viejo para imponer el estalinismo suyo
Desde su entrada a La Habana en los primeros d¨ªas de 1959, Fidel Castro, para bien o para mal, marc¨® la historia contempor¨¢nea. Su llegada al poder, previsible, pero a la vez sorprendente, dio comienzo a un proceso universal de toma de conciencia de lo latinoamericano. Antes de eso, la Am¨¦rica de habla espa?ola, portuguesa, francesa, era un continente remoto, de imitaci¨®n, de caricatura, poblado de gobernantes m¨¢s bien pomposos y rid¨ªculos. P¨ªo Baroja, con su acostumbrada acidez, hab¨ªa dicho que era el continente tonto, y la verdad es que razones no le faltaban. Pero a partir de la entrada en escena de Castro, el continente rezagado empez¨® a provocar cataclismos pol¨ªticos. Y se not¨®, de paso, que no solo era el territorio de la revoluci¨®n social m¨¢s avanzada, sino tambi¨¦n el espacio de una imaginaci¨®n creadora diferente.
Despu¨¦s se descubrir¨ªa que la imaginaci¨®n y la revoluci¨®n, como siempre ocurre, entraban en un choque frontal, un conflicto sin salida, pero los primeros tiempos fueron de inspiraci¨®n, de fe colectiva, de entusiasmo contagioso. La prolongada permanencia de Fidel Castro en el poder, fen¨®meno revolucionario en sus comienzos, anomal¨ªa hisp¨¢nica de la historia moderna, se convirti¨® al cabo de los a?os, en virtud de una extra?a paradoja, en tiempo detenido, en expresi¨®n atrasada de realismo m¨¢gico. En su prolongado oto?o, el patriarca apelaba a la magia caribe?a, basada siempre, en ¨²ltimo t¨¦rmino, en el dominio del lenguaje. Era una afirmaci¨®n del verbo enfrentado a los desacatos de la realidad: una proeza ret¨®rica, un discurso que se prolongaba m¨¢s all¨¢ de la cuenta.
En la temporada universitaria de 1958 y 1959, en los meses de la campa?a de la Sierra Maestra y del triunfo de la guerrilla, me encontraba en la universidad norteamericana de Princeton. Hab¨ªa ingresado hac¨ªa poco a la diplomacia chilena de carrera y segu¨ªa cursos en la conocida Escuela Woodrow Wilson de Asuntos Internacionales. En abril de 1959, Fidel Castro fue invitado a Estados Unidos por la Asociaci¨®n Nacional de la Prensa y acept¨® incluir en su programa una charla en esa universidad. Princeton era entonces y todav¨ªa es una de las grandes instituciones norteamericanas, pero las autoridades universitarias de la ¨¦poca, asustadas, prudentes, resolvieron que la charla tuviera lugar en la peque?a sala de actos de mi escuela y ante un auditorio restringido. En mi calidad de alumno de postgrado, me encontraba en las primeras filas cuando el entonces joven Fidel Castro, seguido por una docena de guerrilleros masculinos y femeninos en uniforme verde oliva, hizo su espectacular ingreso. Fue todo un signo de los tiempos, de las fuerzas volc¨¢nicas que se agitaban debajo de la superficie en Am¨¦rica Latina: en lugar de los habituales gobernantes de trajes grises, de bigotes recortados, una fila de guerrilleros de boinas y largas melenas que ingresaban al claustro con seguridad displicente.
El episodio, de una teatralidad bien calculada, arranc¨® murmullos de asombro, y Fidel Castro comenz¨® su charla con una confesi¨®n que tambi¨¦n era teatral: un productor de Hollywood acababa de ofrecerle dos millones de d¨®lares para que actuara en una pel¨ªcula sobre su batalla contra Batista. Pero la verdadera batalla de Fidel solo se hallaba en sus comienzos, y era mucho m¨¢s ambiciosa de lo que se imaginaban entonces los periodistas, los sesudos analistas universitarios y la gente de Washington. En Princeton, sin embargo, Fidel Castro, utilizando un ingl¨¦s elemental, se propuso hacer un discurso apaciguador. Es imposible saber ahora si solo pretend¨ªa ganar tiempo o si consideraba en serio, en esos primeros meses en el poder, una alternativa reformista. Dijo que la reforma agraria crear¨ªa una multitud de propietarios, en un pa¨ªs donde la propiedad peque?a apenas exist¨ªa, y que en esta forma surgir¨ªa un mercado interno pr¨®spero para las exportaciones norteamericanas.
Cuando discut¨ª con Fidel Castro una noche de marzo de 1971, en momentos en que el poeta Heberto Padilla acababa de ser encarcelado, acusado, entre otros graves delitos, de presentarme a m¨ª, representante diplom¨¢tico de Chile, una imagen negativa de la Revoluci¨®n, cit¨¦ las palabras moderadas, conciliadoras, que hab¨ªa empleado el comandante en ese ya lejano discurso de Princeton. Yo nunca estuve en Princeton, contest¨® de inmediato Fidel, impert¨¦rrito, y despu¨¦s se dirigi¨® al ministro de Relaciones Exteriores, Ra¨²l Roa, la otra persona que estaba presente en la discusi¨®n. ?D¨®nde estuve?, pregunt¨®: ?No fue en Yale? No, primer ministro, tuvo que rectificar Roa, que no hab¨ªa abierto la boca en toda la noche, fue en Princeton. Ah¨ª, en ese instante preciso, cambi¨® todo el tono de la discusi¨®n. Fidel abri¨® mucho los ojos, pas¨® del usted autoritario a un tuteo de confianza, y exclam¨®: ¡°?T¨² estabas all¨ª!¡±
Era complicado ser un testigo inc¨®modo frente a Fidel Castro. Lo era para Ra¨²l Roa, para m¨ª, para cualquiera. ?l, por su parte, era un maestro consumado de los r¨¢pidos cambios de tono. Sus discursos estaban salpicados de efectos bruscos, de culminaciones vibrantes, de climas y anticlimas manejados a la perfecci¨®n. Castro se entend¨ªa mal con la gente tranquila, reflexiva, introvertida, y muy bien, en cambio, con otros actores como ¨¦l, sobre todo si eran actores secundarios, y a su lado casi todos lo eran. En la gran pol¨ªtica de la Guerra Fr¨ªa, Nikita Jruschov, con su temperamento fogoso, chispeante, imaginativo y superficial, era la persona indicada para congeniar con el comandante en jefe. Habr¨ªa sido mucho m¨¢s dif¨ªcil que Castro forjara una alianza con el impasible Jos¨¦ Stalin. De manera que su estrategia, vista con ojos de hoy, parece el producto de una ¨¦poca, de un momento, de unas circunstancias, y de su habilidad para aprovecharlas.
No olvidemos que pudo aparecer durante todos sus primeros a?os, con la complacencia de Jean-Paul Sartre y de tantos otros, como el campe¨®n del antiestalinismo, de un socialismo nuevo, alegre, libertario, con pachanga, con m¨²sica de fondo, y que mientras proyectaba esta imagen tan atractiva, controlaba en forma f¨¦rrea todo el sistema pol¨ªtico de la isla, sin excluir, desde luego, al partido comunista cubano con su vieja guardia. Su escasa simpat¨ªa por Pablo Neruda y por otras figuras hist¨®ricas del comunismo ten¨ªa este origen, esta raz¨®n de ser. Fidel luch¨® con dureza, sin el menor escr¨²pulo, contra un estalinismo viejo, gastado, para imponer el estalinismo suyo, que se llamaba fidelismo o castrismo.
En la primera conversaci¨®n que sostuve con ¨¦l, al llegar a La Habana en calidad de representante del reci¨¦n instalado Gobierno de Salvador Allende, Castro me dijo tres o cuatro cosas altamente reveladoras y que demostraban, de paso, su casi total pesimismo frente al proceso que se iniciaba en Chile. Esto ocurr¨ªa en los primeros d¨ªas de diciembre de 1970, a las dos de la madrugada, en la sala de redacci¨®n del diario Granma. Yo hab¨ªa desembarcado hac¨ªa pocas horas de un avi¨®n procedente de M¨¦xico, despu¨¦s de varios transbordos, pero reconozco que se me quit¨® el sue?o cuando se abri¨® una puerta lateral y apareci¨® Fidel Castro en persona, el mismo de Princeton, pero con 12 dif¨ªciles a?os m¨¢s a cuestas. Ah¨ª, al cabo de un r¨¢pido pre¨¢mbulo, dio el siguiente consejo: los chilenos deb¨ªamos hacer primero la nacionalizaci¨®n de la gran miner¨ªa del cobre, controlada por compa?¨ªas norteamericanas, y dejar el socialismo para m¨¢s tarde.
No dijo m¨¢s, pero dej¨® en claro que la producci¨®n socialista era endiabladamente complicada, como lo demostraba el reciente fracaso en la isla de una zafra azucarera gigante, y en cambio la nacionalizaci¨®n del cobre, que representaba alrededor del 90% de las exportaciones chilenas, pod¨ªa ser llevada a cabo con ¨¦xito y entendida por cada ciudadano del pa¨ªs, sin necesidad de mayores sutilezas ideol¨®gicas. Y dijo otra cosa, que no interesaba tanto a Chile, pero que lo retrataba a ¨¦l mismo en sus resortes m¨¢s de fondo. Si ustedes necesitan ayuda, prometi¨®, y hablaba de ayuda armada, no vacilen ni un segundo en ped¨ªrmela, porque seremos malos para producir, pero para pelear s¨ª que somos buenos.
Habr¨ªa sido mil veces preferible la alternativa contraria: que ellos fueran buenos, precisamente, para producir, para impulsar el desarrollo econ¨®mico, para sacar a su pa¨ªs de la pobreza, y malos para pelear. Pero Fidel Castro, desde su juventud universitaria, fue el hombre de la confrontaci¨®n, de la conspiraci¨®n, de la lucha permanente. Su simbiosis con su hermano Ra¨²l era perfecta: ¨¦l llevaba adelante la lucha en el nivel pol¨ªtico, mientras que Ra¨²l, en su calidad de jefe militar, le cubr¨ªa las espaldas. La Revoluci¨®n Cubana, desde sus or¨ªgenes, fue una revoluci¨®n militar socialista. Ten¨ªa que combatir siempre. Ah¨ª estaba su sentido, su justificaci¨®n y, a la vez, su tal¨®n de Aquiles. Ahora me acuerdo de los ni?os en edad escolar marchando por las calles de La Habana armados con fusiles de palo y gritando consignas. La primera letra del alfabeto era la F de Fidel; la segunda, la CH del Che Guevara. Parece una broma mal intencionada, pero no lo es.
El final de la Guerra Fr¨ªa fue el comienzo del fin del castrismo, aunque fuera un final retardado. Una vez m¨¢s, la condici¨®n de isla del pa¨ªs protegi¨® a su jefe y a su r¨¦gimen. Pero hab¨ªa un destino ya escrito. El tiempo iba a dictar su sentencia inapelable. El h¨¦roe de mi generaci¨®n se transform¨® en un personaje anacr¨®nico, pasado de moda, pat¨¦tico, lo cual no deja de ser inquietante para los de mi tiempo. Y los entonces apasionados del castrismo no derivaron al anticastrismo: evolucionaron, m¨¢s bien, desde una pasi¨®n poco reflexiva, hacia la m¨¢s completa indiferencia. La muerte anticipada del r¨¦gimen cubano anunciaba la muerte inevitable, para muchos inveros¨ªmil, de su s¨ªmbolo y su leyenda: el comandante en jefe.
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