¡°Por aqu¨ª todos bien, gracias a Dios¡±
La posguerra espa?ola empuj¨® en Canarias a la emigraci¨®n venezolana
La posguerra espa?ola, miseria, caciquismo, prisi¨®n, paro y hambre, empuj¨® a la emigraci¨®n; en Canarias, a la emigraci¨®n venezolana. Los hombres buscaban la carta de llamada y se iban de madrugada, en patera o en barco, clandestinamente, o con esos papeles que se guardaban como el oro en las gavetas de las c¨®modas vac¨ªas. Delante, al final del viaje, hab¨ªa la quimera. A unos les fue bien, no volvieron; a otros les fue mal, los vi volver, como si los precediera un fracaso inesperado. Se quedaban las mujeres, los hijos. Aquellas mujeres, como de luto, ven¨ªan a casa, me dictaban sus cartas para explicarles a los hombres qu¨¦ pasaba aqu¨ª, qu¨¦ hab¨ªa en su ausencia.
Ellas dictaban palabra a palabra, como un testamento; explicaban la tragedia de vivir. Todas las cartas empezaban con la misma f¨®rmula: ¡°Querido marido, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aqu¨ª bien, gracias a Dios¡±. Los p¨¢rrafos que segu¨ªan eran la cr¨®nica de la miseria. Las carencias, las enfermedades, las muertes. Aquel adolescente tomaba nota de ese estremecimiento dom¨¦stico; luego les le¨ªa el contenido, ellas quedaban conforme y debajo de mis letras hac¨ªan un garabato que garantizaba la autor¨ªa. Eso que se dec¨ªa all¨ª lo hab¨ªa escrito la mujer, pero con otras manos.
Era la Espa?a oscura marcada a fuego por la guerra que se vivi¨® lejos, pero cuya metralla moral lleg¨® a la isla, a los barrios de la isla, con la impronta salvaje que a unos los llev¨® a emigrar y a otras a contar desde aqu¨ª la memoria diaria de la escasez. Un d¨ªa lleg¨® a casa uno de aquellos emigrantes. Era mi t¨ªo Tom¨¢s, manejaba un cami¨®n de Leche Carabobo, en Colinas de Bello Monte, una de las direcciones que yo pon¨ªa en los sobres a¨¦reos de aquellas cartas tristes. Mir¨® adentro de la cocina, petr¨®leo, oscuridad; al d¨ªa siguiente hizo que llegara una cocina de gas, era una novedad tal en el barrio que hab¨ªa que aprender para darle fuego. A las otras casas empez¨® a serles Venezuela igual de propicia, y se alivi¨® aquel tiempo de estupor y de estraperlo. En una casa de El Hierro vi, algunos a?os despu¨¦s, una casa alta y estrecha construida por emigrados; dec¨ªa en el frontis, escrito para siempre: ¡°Gracias, Venezuela¡±. Una ma?ana vino el cartero con el primer libro que hubo en casa, desde Caracas, con la direcci¨®n de Colegial Bolivariana, Puente Yanes a Tracabordo. Gustavito ten¨ªa un centavito. El dinero ven¨ªa por otras v¨ªas; fue Venezuela la que aliger¨® la sensaci¨®n apabullante y triste que produc¨ªa la miseria de los barrios desde donde se escrib¨ªan aquellas cartas. ¡°Por aqu¨ª todos bien, gracias a Dios¡±.
Ahora las cartas son al rev¨¦s. Venezuela es, entre otros, un dolor que padece Espa?a, y en este caso es imposible no sentir aquella tragedia como se vivi¨® aqu¨ª la que se contaba en aquellas cartas. Enfermedad, medicina, miseria, muerte. La voz de mando pol¨ªtico que aqu¨ª ordena que no se hable de Venezuela siempre me lleva a escuchar la voz de aquellas mujeres contando la tragedia m¨¢s oscura de nuestro tiempo.
¡°Por aqu¨ª todos bien, gracias a Dios¡±. No, as¨ª no acababan las cartas. Y desde Venezuela tampoco pueden acabar ahora las cartas as¨ª. Aunque quieren silenciar Venezuela, como si no fuera nuestra, nadie nos podr¨¢ quitar el dolor de Venezuela, ni la solidaridad que desata su miseria ahora entre los que somos de all¨ª al menos por carta.
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