Relato de cinco a?os de asedio en Guta a trav¨¦s de la familia Said
Los desplazados del principal feudo rebelde de la periferia de Damasco describen la vida bajo el control de las facciones islamistas y el cerco del Ej¨¦rcito sirio
Reclinada sobre las mismas mantas grises sobre las que hace apenas 12 horas se retorc¨ªa por el dolor de las contracciones, Fatime Said, de 22 a?os, se esfuerza por amamantar a su reci¨¦n nacida. Siete d¨ªas atr¨¢s logr¨® escapar a pie de Guta Oriental cargando con una barriga de nueve meses y su primog¨¦nito de a?o y medio. Aterrizaron en el campo de acogida temporal de Haryeleh, el m¨¢s poblado de los ocho que ha habilitado el Gobierno sirio en la periferia de Damasco. Sultana Said es el ¨²ltimo nombre que ha garabateado Abderrahman Jataed, el gobernador local, sobre un grueso cuaderno con tapas verdes. Las p¨¢ginas del registro no dicen nada sobre los traumas vividos por los 23.524 nombres que preceden al de Sultana. Con el campo saturado, en el cuaderno de Haryeleh tan solo se tachan los nombres de los muertos y se a?aden los de los reci¨¦n nacidos.
¡°No ten¨ªamos vitaminas para dar a las embarazadas, que durante los ¨²ltimos meses se han alimentado a base de pienso y ma¨ªz¡±, cuenta la comadrona Nisrine, quien a cada poco se ajusta unas desgastadas gafas que sobresalen por la ranura del velo integral que cubre su rostro. Es una de las pocas enfermeras que trabajaron en Guta bajo las bombas y ahora lo hace en el campo de desplazados donde ha asistido a 20 parturientas en una semana. Al igual que el resto de vecinos, los Said son modestos campesinos de curtida piel. Cuando en 2013 comenz¨® el asedio, labraron la tierra por 1.000 liras la jornada (menos de dos euros). Ni siquiera dos d¨ªas de trabajo bastaban para comprar una bolsa de pan en la econom¨ªa del cerco. Despu¨¦s, los cazas de la aviaci¨®n siria les dejaron progresivamente sin tierras que arar y con m¨¢s de 1.500 tumbas que cavar.
¡°Los armados nunca se metieron con nosotros ni entraron en nuestras casas¡±, repiten las desplazadas que se arremolinan para conocer a la reci¨¦n nacida de "casi tres kilos". Pero conforme se endureci¨® el cerco y, con ¨¦ste la hambruna, comenzaron los roces con los ¡°armados¡±, como llaman a los milicianos islamistas de Faylaq al Rahman que controlaban el barrio de Jisreen. ¡°Mientras nuestros hijos se mor¨ªan de hambre, ellos siempre ten¨ªan comida y agua¡±, protesta Fatime que, al igual que el resto, les acusa de revender a precios desorbitados la poca ayuda humanitaria que entraba en el enclave. El kilo de az¨²car que en Damasco se compra a 250 libras sirias (40 c¨¦ntimos de euro), se vend¨ªa a 16.000 en Guta (25 euros). Hay quien, con 12 bocas que alimentar en unos suburbios donde la poligamia no es un estatus excepcional, tuvo que malvender su casa para comprar dos kilos de az¨²car y alg¨²n saco de harina.
¡°Yo estaba como una vaca y ahora parezco un maniqu¨ª¡±, dice una se?ora que asoma la cabeza por la ventana provocando una ola de carcajadas. Entre la risa y largos silencios con los que ahuyentar el llanto, los desplazados se turnan para contar sus vivencias. Durante los dos primeros a?os de cerco recorr¨ªan en hora y media de marcha, o m¨¢s bien de carrera para evitar asfixiarse por la falta de ox¨ªgeno, un t¨²nel que les llevaba a Damasco capital.
All¨ª visitaban a sus parientes que habitaban el otro lado del cerco y hac¨ªan sus compras o iban al m¨¦dico. Por estos mismos interminables t¨²neles de hasta 20 kil¨®metros de largo y cuatro metros de ancho se avituallaban tambi¨¦n los insurrectos en armas y los hospitales en medicamentos. Los m¨¢s avispados comerciantes que mantuvieron buenas relaciones en ¡°el otro lado¡± tambi¨¦n hac¨ªan su agosto acumulando stocks de ma¨ªz y harina que revend¨ªan con ganancias del 1.000% en los periodos que se recrudec¨ªa el asedio. Cuando el Ej¨¦rcito vol¨® los t¨²neles, ¡°har¨¢ unos dos a?os¡±, todo empeor¨®.
A los habitantes de Guta les llov¨ªan las bombas desde el cielo y las balas desde la tierra cuando las tres facciones mayoritarias afincadas en Guta se enzarzaban en mort¨ªferas guerras intestinas por conquistar un pu?ado de barrios. Unos combates que provocaron la primera ola de miles de desplazados dentro del propio cerco. ¡°Nos tuvimos que ir de nuestra casa y buscamos cobijo en el barrio de Hamur¨ªe¡±, recuerda Mostaf¨¢ al Hasha. Las familias abandonaban con lo justo sus hogares para ocupar las casas de aquellos conciudadanos m¨¢s pudientes que ya hac¨ªa tiempo se sumaron a los 5.6 millones de refugiados afincados en los pa¨ªses vecinos.
Los Hasha tuvieron suerte, dicen, porque encontraron una casa ¡°de gente de bien, con suelos de m¨¢rmol, varios ba?os e incluso una terraza¡±. Si faltaban muebles, se hac¨ªan con aquellos de los edificios abandonados, moviendo la c¨®moda de una familia a una casa varias calles m¨¢s all¨¢. Para los Hasha, la cadena de ¨¦xodos ¡ªque se replica en el resto del pa¨ªs desde Homs a Raqa pasando por Alepo y siguiendo en Afrin¡ª les llev¨® a vivir durante tres a?os en unas condiciones por encima de sus posibilidades sin renta alguna que pagar. ¡°Ojal¨¢ pudi¨¦ramos volver a esa casa¡±, suspira.
La vida en los s¨®tanos de Guta
El colof¨®n para estas gentes ha llegado con la doble ofensiva a¨¦rea y terrestre que el Ej¨¦rcito regular sirio lanz¨® hace mes y medio y que se ha saldado hasta ahora con la evacuaci¨®n de m¨¢s de 15.000 combatientes islamistas y 30.000 familiares a Idlib, en el noroeste del pa¨ªs y hoy bajo el dominio de la rama local de Al Qaeda, el Frente al Nusra. Otros 100.000 civiles, seg¨²n la ONU, y 135.000 seg¨²n el Gobierno sirio, han sido desplazados a zonas bajo el control de las tropas sirias. Tan solo los pobres de solemnidad han permanecido en Guta. Al padre de Fatime le dispararon en una pierna los armados la primera vez que intentaron salir del enclave. La segunda, les cay¨® un mortero durante su huida. ¡°Los armados nos devolv¨ªan a cada ret¨¦n diciendo que los soldados sirios violaban a las mujeres y les cortaban la cabeza a los ni?os¡±, aducen los que han logrado escapar. ¡°Los milicianos ten¨ªan un hospital exclusivo para ellos y sus familias, mucho m¨¢s nutrido que el de los civiles¡±, arremete tambi¨¦n la comadrona, a pesar de que la mayor¨ªa de sus compa?eros m¨¦dicos han optado por ser evacuados a Idlib temiendo la represi¨®n en zona estatal.
En las conversaciones, los h¨¦roes sin nombre son tambi¨¦n un motivo recurrente. Todos recuerdan a un tal fulano, sobrino del panadero o primo del herrero, que durante uno de los bombardeos acudi¨® a rescatar a una ni?a herida y lo pag¨® con su vida, cayendo muerto en el mismo sitio. O las enfermeras que, como Nisrine, corr¨ªan como liebres remang¨¢ndose los sayos entre los proyectiles y las reprobaciones de los m¨¢s p¨ªos con tal de asistir a las embarazadas que par¨ªan en los s¨®tanos. En estos refugios e incluso en los t¨²neles se han parapetado miles de familias durante 30 largos d¨ªas. Bajo tierra se viv¨ªa y bajo tierra se mor¨ªa. El asma se ha extendido entre los ni?os y la mayor¨ªa de desplazados muestran una cetrina piel, s¨ªntoma de la falta de alimentos y de sol.
Si la vida dom¨¦stica en un pa¨ªs en paz no es de por s¨ª f¨¢cil, las hambrunas junto con el miedo han martilleado a estas familias desatando estr¨¦s y c¨®lera en los subsuelos de Guta. ¡°A veces las discusiones acababan en tiros entre miembros de una misma familia, otras en divorcio con un hombre que se iba dando un portazo para no volver¡±, cuenta ya menos sonriente Manar. Lo importante, coinciden los presentes, es que por fin pueden ¡°descansar la mente y dormir a pierna suelta¡±. En los s¨®tanos solo pensaban en la muerte, ahora solo piensan en regresar a sus casas. Ignoran que, al tiempo que hablan, tres hombres con nombres impronunciables se re¨²nen en Ankara para decidir su futuro. Son los l¨ªderes de Ir¨¢n, Turqu¨ªa y Rusia.
Hace dos semanas que los asediados tuvieron que elegir entre morir bajo las bombas o morir intentando escapar de ellas. Pero el ciclo de la vida no se detiene en Haryeleh donde tres d¨ªas antes de que naciera Sultana, Omar Bashah, agricultor de 49 a?os, enterraba a su padre en el cementerio del mismo campo. Una monta?a de tierra cubierta con ladrillos marca el lugar donde yace Ibrahim Bashah, el ¨²ltimo fallecido en Haryeleh a los 92 a?os de una parada respiratoria. Debilitado por la falta de alimentos y por ende incapaz de caminar, los Bashah optaron por esperar en el refugio hasta que el vencedor de la guerra por Guta tocara sus puertas. Fue el Ej¨¦rcito sirio, para el que hoy Omar solo tiene palabras de gratitud, quienes transportaron a su padre en un coche, proveyeron con agua y alimentos a toda la familia e incluso han pagado la l¨¢pida que en pocos d¨ªas se?aliza el lugar al que siempre habr¨¢ de volver Omar.
Dos pesadas bolsas negras encuadran los ojos de la octogenaria viuda Amira y madre de Omar quien se cuadra ante la c¨¢mara como si fuera a retratarse una vez m¨¢s para renovar el carn¨¦ de identidad. ¡°Ya no me quedan m¨¢s l¨¢grimas que verter. Solo aspiro a morir en paz en Guta, en mi tierra ". Mirar atr¨¢s es dif¨ªcil para estas modestas gentes que ni siquiera tienen un m¨®vil en cuya pantalla ense?ar esa ¡°preciosa y verde Guta de antes¡± de la que constantemente hablan enso?ados. Y sin embargo, no muestran ni el m¨¢s m¨ªnimo atisbo de rencor, ni hacia los armados, ni hacia los uniformados. Prefieren encomendarse a Al¨¢.
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