El jesuita heredero de Juan XXIII
El Papa que convoc¨® el Concilio Vaticano II, fue el precursor de la revoluci¨®n de Francisco. La semilla del cambio de la Iglesia crece, aunque lentamente
La mayor cr¨ªtica que los ultraconservadores hacen al pontificado del papa Francisco es el haber renunciado a ser, como sus antecesores, el Pont¨ªfice supremo de la Iglesia para convertirse en el simple Obispo de Roma. Tambi¨¦n le reprochan haberle dado primacia a los Evangelios por encima de la teolog¨ªa y del Derecho Can¨®nico. Hasta tal punto que se comenta en los ambientes de la Curia Romana, a¨²n hostiles al nuevo estilo de gobierno de la Iglesia impuesto por Francisco, que esperan que su sucesor "vuelva a ser Papa".
Para los ultraprogresistas, al rev¨¦s, la revoluci¨®n desatada por el primer papa jesuita, es m¨¢s bien un maquillaje que no ha conseguido tocar los pilares b¨¢sicos del conservadurismo de la Iglesia Cat¨®lica. ?Qui¨¦nes tienen raz¨®n? Quiz¨¢s los que le acusan de haberse olvidado de ser el Papa ungido por las insignias de los emperadores romanos, que combate por volver al cristianismo primitivo, para ser simplemente el sucesor de Pedro en la sede episcopal de Roma.
Francisco ha confesado que falta una ¡°teolog¨ªa de la mujer¡± que retome el tema a la luz de los primeros cristianos
Quienes lo acusan de no haber conseguido todav¨ªa reformas b¨¢sicas como la concesi¨®n del sacerdocio a la mujer, la abolici¨®n del celibato obligatorio, o la legalizaci¨®n del aborto ignoran que los tiempos de la Iglesia no son los del calendario que, por cierto, ella cre¨®, sino los de una cierta eternidad. Francisco no puede, ni quiz¨¢s debe, presentarse como el iconoclasta que, de la noche a la ma?ana, pone patas arriba las bases de una Iglesia milenaria, que se considera infalible.
Y sin embargo, s¨ª es cierto, y lo advierten los conservadores, que ha puesto en marcha reformas fundamentales, con dif¨ªcil vuelta atr¨¢s. Se trata de medidas que empiezan por su propia actidud, desde la sencillez de su vida personal hasta el abandono de las insignias del poder mundano, as¨ª como a la insistencia en que la Iglesia debe dar la preferencia absoluta a todo lo que el mundo arrincona o desprecia. Le ha puesto hasta nombre a ese mundo, en su reciente discurso ante los nuevos cardenales, cuando les dijo que, en el pueblo de Dios del que debe ocuparse la Iglesia, los preferidos deben ser "el hambriento, el olvidado, los enfermos, los t¨®xicodependientes", es decir, puntualiz¨® Francisco, "personas concretas con sus dolores y heridas".
Sobre el delicado tema de la concesi¨®n del sacerdocio a la mujer ¡ªque la Iglesia ha considerado siempre imposible por razones "dogm¨¢ticas"¡ª Francisco ha confesado que falta una "teolog¨ªa de la mujer" que retome el tema a la luz del primer cristianismo, que en la jeraqu¨ªa contaba con presencia femenina. Es el primer paso para acabar con esa anomal¨ªa de la instituci¨®n de la Iglesia de Roma, la ¨²ltima en el mundo que discrimina a la mujer.
A quienes acusan a la Iglesia de Francisco por la derecha y por la izquierda habr¨ªa que recordarles los pasos de gigante que ha supuesto este pontificado solo en los ¨²ltimos 50 a?os al pasar, por ejemplo, del hieratismo principesco y misticismo del papa Pio XII al papa Francisco, que abandon¨® los palacios pontificios y pide a los obispos que dejen de presentarse como pr¨ªncipes, como les advirti¨® en Brasil. Les pidi¨® que "huelan m¨¢s bien a oveja", incit¨¢ndoles a mezclarse con la gente, a ir a su encuentro, sobre todo al de los marginados.
He conocido a siete papas y hoy Francisco me parece un marciano en la Iglesia al recordar, por ejemplo, mi primer encuentro personal con P¨ªo XII, el pr¨ªncipe Pacelli, que hab¨ªa dado t¨ªtulos de nobleza a toda su familia. Yo era a¨²n un joven estudiante en la Universidad Gregoriana de Roma. Consegu¨ª un encuentro con el Papa a trav¨¦s de su todopoderosa secretaria, sor Pasqualina Lehnert, que se hab¨ªa llevado a Roma de la ¨¦poca en que era Nuncio en Berl¨ªn.
La noche anterior me lleg¨® una carta de la Secretar¨ªa de Estado para recordarme que en mi encuentro con el Papa antes de besarle el anillo pontificio, deb¨ªa arrodillarme y besarle los pies. No llegu¨¦ a bes¨¢rselos porque un monse?or me levant¨® a media genuflexi¨®n. P¨ªo XII me coloc¨® su gran anillo de oro en los labios y me habl¨® sin mirarme, con los ojos en el vac¨ªo.
Juan XXIII fue, sin duda, con su intuici¨®n de convocar el Concilio Vaticano II, el precursor de la revoluci¨®n de Francisco, los dos papas que m¨¢s se parecen. En aquellos tiempos, su secretario, Loris Capovilla, que hab¨ªa sido periodista, me cont¨® que el Papa le narraba que P¨ªo XII, cuando acababa una audiencia general en la que le besaban el anillo, al volver a sus aposentos se lo quitaba y lo colocaba en alcohol. Tem¨ªa que tuviera microbios. As¨ª como se preocupaba de que pudieran haber besado su mano "comunistas infiltrados". Juan XXIII se divert¨ªa recordando aquella an¨¦cdota. A ¨¦l le encantaba no s¨®lo que le besaran el anillo, sino que la gente le tocara. "Si vienen a m¨ª, es porque me quieren. Qu¨¦ m¨¢s da que sean comunistas", le dec¨ªa a Capovilla.
Para los pesimistas que creen que la Iglesia y el Vaticano no han cambiado en el ¨²ltimo medio siglo, el pontificado de Francisco, comparado solamente con el de P¨ªo XII, es un abismo de progresismo. Si al papa Pacelli le asustaba que ateos y comunistas pudieran besarle su anillo, Francisco, cuando era cardenal en Buenos Aires, cuenta en su libro de conversaciones con el rabino Skorka, Entre el cielo y la tierra, que cuando encontraba a una persona no le preguntaba si cre¨ªa en Dios sino "si hac¨ªa algo por los otros". Solo entonces se entender¨ªan. Y a una devota que se jactaba de darle limosna a los pobres que se cruzaba por la calle, Francisco, le pregunt¨® si le echaba las monedas en el plato o si "se las colocaba en su mano, toc¨¢ndola".
Francisco es consciente que ha recogido el relevo de la apertura en la Iglesia promovida por su antecesor Juan XXIII con el Concilio. No es casualidad que en su discurso a los nuevos cardenales les recordase d¨ªas atr¨¢s el testamento del llamado "Papa bueno" en el que confiesa: "Estoy particularmente contento de morir pobre". Dio tambi¨¦n gracias a su voto de pobreza que le "ayud¨® a no pedir nada, ni dinero ni favores para m¨ª, para mis parientes o amigos".
Juan XXIII, al igual que Francisco, se preocupaba m¨¢s de las necesidades de las personas, que de si cre¨ªan en Dios. Cuando era Nuncio en Bulgaria dejaba siempre una luz encendida en la ventana de su cuarto y explicaba que era para que, si alguien pasaba por all¨ª con alg¨²n problema, pudiera entrar sin llamar. "No le preguntar¨¦ si cree o no en Dios, sino qu¨¦ necesita".
El sue?o de la vieja Curia Romana es que Dios se lleve a Francisco o que renuncie como el papa Ratzinger. Recuerda a lo que dijo el cardenal de Sevilla en su di¨®cesis al volver del revolucionario Concilio Vaticano II, en el que el episcopado espa?ol fue de los m¨¢s reacios al cambio: "Y ahora a esperar que las aguas vuelvan a su cauce". Volvieron solo en parte. Aquel Concilio no solamente no muri¨®, sino que abri¨® los caminos al pontificado de Francisco. Despu¨¦s de ¨¦l, dif¨ªcilmente la Iglesia y el Vaticano ser¨¢n los mismos.
La semilla est¨¢ plantada. Y Francisco, que prefiere citar los Evangelios al Derecho Can¨®nico, a pesar de su aparente sencillez, es, como buen jesuita, consciente de que las estrucuras se cambian despacio pero con actos concretos. Por lo pronto, del actual Colegio Cardenalicio, que deber¨¢ elegir a su sucesor, casi la mitad, 54, han sido ya nombrados por ¨¦l. El realismo es tambi¨¦n evang¨¦lico. No hay que olvidar que Jes¨²s exhortaba a los suyos a ser "sencillos como las palomas pero astutos como las serpientes". Francisco parece ser ambas cosas.
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