Una escena miserable en una frontera miserable
Cientos de migrantes est¨¢n varados en las fronteras guatemaltecas debido al cerco de seguridad del Gobierno mexicano. M¨¦xico cedi¨® ante las presiones estadounidenses y desde hace unos meses gener¨® un cord¨®n de polic¨ªas, militares y agentes migratorios en el sur. Ellas, al menos las cinco migrantes de esta historia, est¨¢n varadas en burdeles guatemaltecos a la orilla de un r¨ªo cuya ribera parece m¨¢s bien un basurero
Los dos hombres dejan por un momento de hurgar la vagina de la hondure?a y se voltean a vernos. Est¨¢n borrachos. Un tercero duerme recostado en la mesa. Los dos nos ven a La Do?a y a m¨ª. O al menos tratan. Buscan equilibrar sus cuerpos que se mueven de lado a lado, intentando recomponerse y encontrar un centro. La hondure?a est¨¢ desparramada sobre la mesa de madera, las piernas colgando y solo un zapato calzado. La minifalda de lona se le ha remangado hacia arriba, y su calz¨®n blanco queda expuesto, al igual que una teta. Ninguno de los dos hombres logra equilibrarse. Al cabo de un rato, se cansan de intentarlo, de averiguar qui¨¦nes somos, y vuelven a las cervezas. Uno de ellos acaricia otra vez la vagina de la mujer.
La Do?a que me gu¨ªa en este breve recorrido por lo s¨®rdido llama de un grito a otra hondure?a, la que sirve las cervezas. La mujer no entiende lo que La Do?a dice, porque un estruendo grupero sale de una rocola, con todo y el saturado sonido de la tuba. La mujer, con un gesto, indica que no escucha. La Do?a, con todo el poder de sus cuerdas vocales, ordena: "?Sal¨ª, pendeja!". La mujer sale. En sus primeros pasos se nota que tambi¨¦n est¨¢ borracha. Se tropieza con la peque?a grada de la entrada al garito. Va en chancletas. Del dedo gordo del pie empieza a brotarle un hilito de sangre.
Cuando avanza a trompicones los cinco metros que nos separan, la sangre ya se ha mezclado con el polvo del suelo y hace bultitos oscuros. La mujer, como si nada, saluda. Intenta sonre¨ªr haciendo una mueca lateral con la boca. Lleva los p¨¢rpados a media asta. "Sos pendeja", saluda La Do?a. "Est¨¢n bien a verga, ?verdad?", pregunta lo obvio. "Aquella m¨¢s que yo", responde lo obvio la mujer. "Aquella lleva tomando desde las ocho de la noche de ayer. Yo empec¨¦ como a las 2 de la madrugada, hoy". Son las 9.30 de la ma?ana. "Ah, pues no va a poder hablar con ninguna, porque estas tambi¨¦n est¨¢n a verga", me dice La Do?a que con una caricia en la mejilla y una nalgadita despacha a la mujer que vuelve al garito donde los hombres hurgan la vagina de su compatriota.
Estamos en El Naranjo. El Naranjo es frontera aunque no linda con M¨¦xico. Muchos de los que migran tocan tierra centroamericana por ¨²ltima vez aqu¨ª. All¨¢, subiendo por el r¨ªo San Pedro, es M¨¦xico. Aqu¨ª a¨²n es Pet¨¦n, Guatemala, las faldas de la reserva protegida Laguna del Tigre, donde los narcos aterrizan sus avionetas desde hace d¨¦cadas. La callejuela es angosta y de polvo, es ribera del r¨ªo que est¨¢ a unos metros. Algunos coyotes y migrantes con los que he hablado conocen El Naranjo como Tijuanita, porque Tijuana y su fama de viciosa es referencia popular. Conociendo aquella frontera norte, si de m¨ª dependiera, a El Naranjo lo llamar¨ªa Nuevo Laredito.
La Do?a es due?a de varios de los negocios que se desparraman en este conf¨ªn. Ella nunca pidi¨® que oculte su nombre. De hecho, dijo que pod¨ªa publicarlo. Habl¨® con grabadora encendida, sobria, fuerte y claro para que no se perdiera ni un silencio. Yo creo que es mejor no hacerlo y que La Do?a, tan mal vivida, tan bajomundo, tan adornada con baratijas, no sabe lo que le conviene. As¨ª que le dir¨¦ solo La Do?a.
Esos negocios de La Do?a son burdeles. Son los m¨¢s cutres que he visto tras m¨¢s de una d¨¦cada de cubrir migraci¨®n indocumentada en M¨¦xico y Centroam¨¦rica. Las mujeres borrachas son las dos ¨²ltimas que pude ver. Hab¨ªa tres m¨¢s en otro burdel que visitamos antes. La imagen es solo la despedida tras un polvoriento recorrido por los emprendimientos de La Do?a.
Como veremos m¨¢s adelante, es solo un pedazo de la escena. Todas esas mujeres son migrantes: cuatro son hondure?as; una, salvadore?a. Todas se prostituyen. Se han quedado aqu¨ª a trabajar porque les dijeron que del otro lado est¨¢ muy dif¨ªcil avanzar. "Muy feo", dice La Do?a.
Y s¨ª, M¨¦xico est¨¢ muy feo.
Solo por el monte
D¨ªas despu¨¦s de la visita a los burdeles de La Do?a, el 4 de junio, entr¨¦ en M¨¦xico por la frontera de El Ceibo, a 30 minutos de El Naranjo. Un taxi me llev¨® de la garita migratoria hasta el albergue para migrantes de Tenosique, La 72. En el camino, que dur¨® menos de una hora, vimos a m¨¢s de medio centenar de migrantes caminando.
Los menos lo hac¨ªan al borde de la carretera y suplicaban un avent¨®n. "Por favor", grit¨® una mujer que llevaba de la mano a dos ni?as peque?as y caminaba al lado de un hombre con una beb¨¦ en sus hombros y aquel sol que pica calentando sin piedad.
El taxi es colectivo y viajamos llenos, pero de cualquier forma, el esquel¨¦tico taxista no habr¨ªa parado. "Los de migraci¨®n nos amenazan si subimos migrantes. Nos retiran las placas", dijo el taxista. "Pero ustedes no son autoridad, no pueden pedir documentos a los pasajeros para ver si son o no indocumentados", dije. "Dile eso a los de Migraci¨®n, a ellos les vale madre", respondi¨® y subi¨® volumen a la m¨²sica de la carcacha.
Los m¨¢s, una treintena quiz¨¢, avanzaban en filas que caminaban a unos 100 metros de la carretera, monte adentro, por potreros, listos para internarse en la bre?a si las autoridades aparec¨ªan.
En los cerca de 50 kil¨®metros de carretera que recorrimos hasta Tenosique, seg¨²n anot¨¦ en mi libreta, hab¨ªa un ret¨¦n militar, una patrulla de la Polic¨ªa Federal Preventiva (PFP) escondida en un recodo con cuatro polic¨ªas dentro, otra m¨¢s dos kil¨®metros despu¨¦s, un ret¨¦n de la PFP en la entrada de la ciudad y una patrulla del Instituto Nacional de Migraci¨®n apenas un kil¨®metro m¨¢s adelante, de cara a la carretera.
Todo de cara a la carretera. En esos d¨ªas, con las caravanas a¨²n recientes en el imaginario de la migraci¨®n y la presi¨®n de Estados Unidos para que el sur mexicano sea el primer muro, el mensaje de M¨¦xico ya era claro: migren como migrantes de toda la vida, escondidos por el monte; no como migrantes de caravana, orondos por la carretera. Vuelvan a las sombras.
"Son movimientos m¨¢s preocupantes que en el Gobierno de Pe?a Nieto", me dijo el director del Albergue, Ram¨®n M¨¢rquez. La administraci¨®n de Enrique Pe?a Nieto (2012-2018) cre¨® el Plan Frontera Sur, tan criticado por las organizaciones humanitarias. Pero esto es otra cosa. Por esa carretera que cruc¨¦ en taxi no pasaba un alfiler sin documentos.
Los migrantes vuelven al monte, y el monte mexicano no es un buen lugar al que volver. 2019 no empez¨® bien para los que se van de una de las regiones m¨¢s violentas del planeta. El albergue La 72, en los ¨²ltimos meses, ha recibido denuncias de asaltos y violaciones en varias comunidades rurales por donde desfilan los centroamericanos: Sue?os de Oro, Emiliano Zapata, Los Cedros, Rancho Grande, las v¨ªas del tren y el basurero municipal en la salida de Tenosique.
Solo en enero de este a?o, La 72 registr¨® 166 agresiones a migrantes. En enero de 2018 fueron 58, casi una tercera parte. Entre enero y febrero, 203 robos con violencia a migrantes, tres secuestros y siete violaciones.
As¨ª como el Gobierno de Estados Unidos entiende que el desierto har¨¢ lo suyo para detener la migraci¨®n, el de M¨¦xico parece saber que la selva har¨¢ su parte si se cierra la carretera.
Un hombre que vive en una de esas comunidades monte adentro me dijo en Tenosique que el nivel de brutalidad de los asaltantes ha aumentado en estos meses. "Por el basurero municipal, despu¨¦s de asaltarlos, les pelan los pies con el machete para que no puedan caminar y seguirlos despu¨¦s", dijo.
En otro sal¨®n del albergue, mientras el hombre me contaba eso, un migrante hondure?o regresaba de sus curaciones diarias. Ayer, en las v¨ªas del tren de Tenosique, unos asaltantes le cortaron al veintea?ero el tend¨®n de su brazo izquierdo con una botella rota, mientras otro le apuntaba con un rev¨®lver .38. A ¨¦l y a otros dos migrantes les quitaron en total 2 000 pesos. "Y yo migro porque no tengo dinero", dijo el muchacho herido.
Cuando esa tarde sal¨ª de Tenosique hacia la capital de Tabasco, Villahermosa, qued¨® claro que el cord¨®n de seguridad no est¨¢ s¨®lo en la carretera que viene de El Ceibo. El intento es cercar el sur. En mi libreta escrib¨ª:
5.51. Salida de Tenosique. Ret¨¦n municipal, federal y militar. Unos 10.
6.00. Otro ret¨¦n federal. Tres polic¨ªas.
6.10. Patrulla de la PFP oculta. Dos polic¨ªas.
6.35. Ret¨¦n municipal. Tres polic¨ªas.
7.18. Patrulla municipal. Cuatro polic¨ªas.
7.23. Ret¨¦n militar. 18 soldados
Para ser migrante, M¨¦xico est¨¢ muy feo.
De vuelta a los burdeles
Dos fuentes de confianza en El Naranjo me dijeron que en ese pueblo con fama de viejo oeste era La Do?a la que m¨¢s ayudaba a los migrantes que se quedan varados ante el invisible muro mexicano.
"Yo me quito los frijoles de la boca con tal de darles a ellos", se elogia a s¨ª misma la se?ora nom¨¢s sentarme con ella. Hablamos en un comedor y yo a¨²n no sab¨ªa que La Do?a ten¨ªa prost¨ªbulos y que esos negocios necesitaban a los y a las migrantes.
"Aqu¨ª recibo a tendalada de gente todos los d¨ªas, hasta aqu¨ª les pongo colchonetas para que duerman", dice La Do?a se?alando su negocio, uno de los muchos que hay en esta sucia ribera del San Pedro. "?Puedo hablar con alguno?", pregunto. "Es que los hombres andan ahorita trabaj¨¢ndome una milpa que tengo yo, pero que est¨¢ lejos de aqu¨ª, y vuelven hasta en la noche", responde. "?Y las mujeres?". "D¨¦jeme ver". La Do?a camina hacia otro negocio. Otra vez la m¨²sica de banda, ese estruendo inconfundible que tiene menos variaciones en su base que la batucada. La Do?a entra. La sigo.
Son las 8.15 de la ma?ana. En el sal¨®n, frente a la barra, solo hay una mesa ocupada. Tres migrantes, dos hondure?as y una salvadore?a, acarician y se dejan acariciar por dos hombres tambaleantes. R¨ªen, cantan. Y solo dejan de hacerlo un momento mientras La Do?a y yo pasamos. "Estas est¨¢n muy a verga. Cerraron el negocio como a las dos de la madrugada y lo abrieron como a las 4 para seguir atendiendo a esos borrachos", dice. "Vamos a ver si Jeni habla", dice.
Tras el sal¨®n, un traspatio a medio construir. Piso de tierra flanqueado por dos hileras de cuartos, l¨ªneas de dos pisos con habitaciones m¨ªnimas arriba y abajo, seis y seis a cada lado. En medio, toman en una mesa cuatro hombres. Dos de ellos van con pistola al cinto.
Dentro de las habitaciones que logro ver hay una cama y poco m¨¢s. En una, un ventilador. En tres, cortina. Una no tiene siquiera marco para ventana, solo el agujero. Aquello parece lo que qued¨® de un terremoto de anta?o. Al final de las hileras, campo abierto. La construcci¨®n no est¨¢ delimitada por ning¨²n muro, y lo ¨²nico que impide que uno camine hasta el r¨ªo es la bre?a crecida y toda la basura desperdigada. Tres cerdos renegridos comen de esa basura.
La Do?a dice que cada migrante centroamericana que decide prostituirse en sus burdeles lo hace porque M¨¦xico est¨¢ feo, pero tambi¨¦n porque cada d¨ªa que pasa es un d¨ªa en el que no llegaron a Estados Unidos ni enviaron remesas. "Dejaron familia y tienen que ganarse sus centavitos para enviarle", dice. Cada una trabaja unos 15 d¨ªas, un mes como mucho, y luego siguen su camino o vuelven a sus pa¨ªses. La Do?a prefiere a las hondure?as. Dice que atienden a m¨¢s clientes cada d¨ªa, cada noche.
"?Jeni!", grita La Do?a. Nadie. "?Jeni!". Sale un hombre de uno de los cuartos. Parece viejo, unos 70, pienso, pero la vida dura apenas permite atinar y suele ser que esas arrugas no corresponden. El se?or reverencia a La Do?a. "Do?ita", dice, y la abraza y besa mientras se recompone el pantal¨®n y sube su bragueta.
Tras ¨¦l, tambaleando, viene Jeni. Parece una ni?a, unos 15, pienso, pero la vida de carencias apenas permite atinar y un cuerpo tan flacucho y peque?o a veces no corresponde. Ella se arregla la falda. "Te andaba buscando, mam¨¢", dice La Do?a. Jeni apenas atina. Sus ojos desorbitados buscan algo en el suelo. "Con ¨¦l estaba", dice se?alando al se?or. "Tambi¨¦n est¨¢ bien tomada", dice La Do?a. "?Pero salude, ni?a!", ordena.
Jeni extiende el brazo y ofrece la mano. El brazo, la mano, est¨¢n llenos de peque?as p¨²stulas blancas. Pienso, por lo blandas que se ven, que la humedad las caus¨®. Pienso, porque s¨ª, que el r¨ªo y la basura tienen que ver. Qui¨¦n sabe. Jeni me da un beso. Me saluda como a un cliente. Parece a punto de derrumbarse. "Vaya, siga con el se?or, mamita", ordena La Do?a.
Tras salir de all¨¢, caminamos por la vereda de polvo hasta aqu¨ª, donde los hombres hurgan la vagina de la hondure?a inconsciente.
Hoy no pude hablar con ninguna de las migrantes.
Hoy ellas no migrar¨¢n.
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