El colapso econ¨®mico acaba con la clase media de Afganist¨¢n
Sin ingresos, profesionales aut¨®nomos, funcionarios y peque?os empresarios se endeudan para sacar adelante a sus familias
Cuatro meses despu¨¦s de la llegada de los talibanes al poder y la interrupci¨®n de la ayuda internacional, el colapso econ¨®mico de Afganist¨¢n no solo ha puesto a millones de afganos al borde de la hambruna, sino que est¨¢ destruyendo la incipiente clase media surgida en las dos ¨²ltimas d¨¦cadas. Empleados p¨²blicos, peque?os empresarios, profesionales aut¨®nomos, escritores o periodistas se enfrentan a un invierno sin calefacci¨®n y a no saber de d¨®nde van a sacar dinero para alimentar a sus familias. Muchos ya se han empe?ado para pagar el alquiler de sus viviendas. Varios de ellos han accedido a explicar su situaci¨®n a EL PA?S.
Un matrimonio joven y enamorado
Hoda Hamosh, de 25 a?os, y Rafi Jassur, de 29, se casaron al principio de la pandemia; uno de los inusuales, pero cada vez m¨¢s frecuentes, matrimonios por amor en Afganist¨¢n. Ella, poeta y colaboradora habitual en prensa, promov¨ªa un taller de costura solidario en el que daba trabajo a 30 mujeres. ?l, dise?ador gr¨¢fico, gestionaba una imprenta de su propiedad. Ambos ten¨ªan muchos proyectos individuales y en com¨²n. Todo qued¨® suspendido el 15 de agosto, d¨ªa en la que los talibanes tomaron en poder.
Ya antes ambos hab¨ªan sufrido la intransigencia y la violencia de una sociedad muy dividida. Hamosh, muy popular en las redes sociales tanto por su poes¨ªa er¨®tica como por su activismo, recibi¨® amenazas, que les aconsejaron dejar su casa en el centro de Kabul por un modesto apartamento a las afueras. Jassur fue v¨ªctima de dos intentos de secuestro. Sin embargo, ahora era distinto.
La vida como la conoc¨ªan desapareci¨® en 24 horas. Desde sus trabajos y sus actividades culturales, hasta sus bienes m¨¢s preciados. Hamosh, que enseguida organiz¨® protestas con sus compa?eras del Movimiento por la Justicia de las Mujeres, empez¨® donando sus libros para ayudar a los desplazados internos acampados en el parque de Shahr-e-Now. ¡°Ped¨ªa que por cada libro se les entregaran diez panes¡±, explica. Pronto se vio vendiendo los armarios y los cuadros para pagar el alquiler y la luz. Jassur hizo lo propio con su coche. Incluso se deshicieron de la cama. Ahora duermen en el suelo, en la misma estancia fr¨ªa y de paredes desnudas en la que conversamos. Una pantalla de televisi¨®n es el ¨²nico elemento decorativo.
De los 30.000 afganis (unos 270 euros) que sol¨ªan gastar cada mes, han tenido que ajustar su presupuesto a 10.000. Adem¨¢s, con ellos viven sendas hermanas solteras. Se acab¨® el comer fuera y las salidas a alguna cafeter¨ªa de moda. ¡°Antes no me preocupaba de lo que gastaba, ahora cada afgani cuenta¡±, admite Jassur. Tambi¨¦n tuvo que dejar de enviar los entre 5.000 y 10.000 afganis con que ayudaba a su familia en Badakhshan. Primero tiraron de ahorros. Luego, han recurrido al pr¨¦stamo de 50.000 afganis de un amigo que reside en Suecia, una opci¨®n cada vez m¨¢s dif¨ªcil porque las transacciones bancarias est¨¢n bloqueadas.
Pero no es esa repentina precariedad lo que m¨¢s les preocupa. ¡°Como escritora, estaba acostumbrada a recibir los comentarios de mis lectores. Ahora me pregunto qui¨¦n va a leerme con todos los problemas que hay¡±, dice Hamosh. Su marido echa de menos la libertad, aunque se niega a perder la esperanza.
Dos de los hermanos de Jassur han emigrado a Ir¨¢n, sin embargo el matrimonio, que no tiene hijos, ha decidido permanecer en Afganist¨¢n. ¡°No podemos dejar nuestro pa¨ªs para ellos. Debemos quedarnos y trabajar desde dentro por el cambio¡±, defienden con el anhelo de que la situaci¨®n mejore y al menos puedan reiniciar sus trabajos. Pero rechazan que se reconozca a los talibanes. ¡°No, mientras no acepten a la sociedad civil¡±, dice Jassur. ¡°Si ellos no nos aceptan, nosotras tampoco les aceptaremos; no me asustan y no voy a permanecer sentada en casa como mi abuela¡±, apunta Hamosh.
Un empresario social
Es dif¨ªcil ver llorar a un hombre afgano. No obstante, Shafiqullah Alokozay, de 29 a?os, tiene dificultad para contener las l¨¢grimas cuando se le pregunta qu¨¦ sinti¨® cuando supo que los talibanes hab¨ªan entrado en Kabul. Ese d¨ªa, el mundo se le cay¨® encima. ¡°Me di cuenta de que no hay esperanza para el futuro¡±, declara cuando, tras una pausa, se sobrepone.
Formado en la India gracias a un programa de intercambio, renunci¨® a ampliar sus estudios en Francia para fundar una empresa social, Arib Zarghun Energy & Mining, orientada entre otros a promover la energ¨ªa solar. ¡°En este pa¨ªs tenemos 360 d¨ªas de sol y estamos importando la electricidad de los vecinos¡±, explica convencido de que su proyecto era no solo viable sino necesario. As¨ª lo consider¨® tambi¨¦n el programa de emprendimiento social Our Collective, a cuyo c¨®digo de valores se adhiere, y el Gobierno afgano.
En la primera fase, se trataba de instalar una planta de 100 MW en Kabul, otra de 50 MW en Jalalabad y una tercera de la misma potencia en Herat, con un presupuesto de 240 millones de d¨®lares (unos 212 millones de euros). ¡°?bamos a firmar el contrato el 14 de agosto¡±, cuenta sentado en una de las dos sillas de pl¨¢stico que son el ¨²nico mobiliario que queda en su oficina. ¡°He tenido que vender todo¡±, justifica. Antes, despidi¨® a los diez j¨®venes que hab¨ªa contratado, ¡°cinco chicos y cinco chicas porque busc¨¢bamos la paridad¡±, precisa en l¨ªnea con su compromiso social.
Solo tiene el equivalente a 200 d¨®lares en el banco y una deuda de 15.000 con el ¨¢ngel que le adelant¨® el dinero para instalar la sede en un c¨¦ntrico barrio de Kabul. Se trata de un empresario afgano radicado en Ucrania que ahora se ha ofrecido a ayudarle a emigrar a ese pa¨ªs. ¡°No estoy triste porque me haya arruinado. Puedo irme a Ucrania o a otro lugar y ganar esos 15.000 d¨®lares en uno o dos a?os, pero ?qui¨¦n garantiza que este pa¨ªs saldr¨¢ adelante? ?Qui¨¦n pagar¨¢ las deudas de su gente?¡±, reflexiona en alto.
M¨¢s que lo inmediato le preocupa el efecto de lo que denomina ¡°talibanismo¡±, que describe como ¡°una ideolog¨ªa que discrimina [por sexo, etnia o religi¨®n]¡± y que en su opini¨®n va a sumir Afganist¨¢n en la oscuridad. ¡°Los nuevos dirigentes nos dicen que debemos avergonzarnos de salir a la calle en compa?¨ªa de nuestras mujeres, madres o hermanas, y les parece normal que llevemos una bomba¡±, resume. Tampoco evita las cr¨ªticas al anterior Gobierno, que tacha de corrupto, pero asegura que ¡°al menos hab¨ªa esperanza¡±. Ahora no la tiene porque considera que la ideolog¨ªa de los islamistas es inflexible. Por eso, aunque hace un a?o que se cas¨®, no cree que sea momento de tener hijos. Tampoco de reconocer a los talibanes en la situaci¨®n actual. ¡°Tiene que haber presi¨®n [internacional] para que respeten los derechos humanos¡±, concluye.
El ¨²ltimo informe del centro de an¨¢lisis International Crisis Group opina, sin embargo, que ¡°resulta improbable que el estrangulamiento econ¨®mico vaya a cambiar el comportamiento de los talibanes, y da?ar¨¢ a los afganos m¨¢s vulnerables¡±.
Una familia desesperada
Los Gul Mohammad han entrado de lleno el grupo de personas vulnerables a ra¨ªz del cambio de r¨¦gimen. Anahita, de 35 a?os, y sus seis hijos, de entre 8 y 16, llevaban una vida decente en Togha, un pueblo de la provincia de Kapisa, gracias al trabajo del cabeza de familia, Khan Agha, de 40, en las Fuerzas Armadas. Cuando a principios de agosto, la llegada de los talibanes desat¨® los combates, escaparon a Kabul. EL PA?S los encontr¨® en septiembre acampados en el parque de Shahr-e-Now. Tres meses despu¨¦s y muchos grados de temperatura menos no quedaban desplazados en el parque porque las autoridades de facto les hab¨ªan devuelto a sus hogares.
No funcion¨®. ¡°A mediados de noviembre, nos metieron en autobuses y nos dieron 10.000 afganis, pero cuando llegamos [a Togha] nuestras casas estaban destruidas, hac¨ªa mucho fr¨ªo y no hab¨ªa trabajo, as¨ª que tres d¨ªas despu¨¦s decidimos volver¡±, relata Anahita, que con el trasiego y la falta de atenci¨®n m¨¦dica perdi¨® el beb¨¦ que esperaba. Por 2.000 afganis alquilaron una habitaci¨®n en el barrio de Koste Kacheluk, que comparten los ocho. No hay enseres, ni siquiera una estufa. Tan solo unas modestas alfombras para cubrir el suelo de cemento. Por la noche la temperatura baja a -4?.
Estos d¨ªas toca pagar la renta y el dinero se ha terminado. ¡°No podemos pedir prestado porque todo el mundo est¨¢ igual y ya no tenemos nada que vender para al menos comer¡±, conf¨ªa la mujer rodeada de sus tres hijas (F¨¢tima, Lida y Zahra) y uno de los chicos, Tamim. Este y el peque?o, Idris, intentan ganar algo limpiando zapatos por la calle. El mayor, Shikeb, se ofrece en los mercados para transportar las compras con una carretilla. Entre los tres, apenas juntan 100 afganis al d¨ªa. Ninguno va ya a la escuela.
Adem¨¢s, est¨¢n endeudados. Cuando Anahita perdi¨® al beb¨¦, su marido pidi¨® 20.000 afganis prestados a un pariente para el m¨¦dico. Ahora, le hacen falta y se los reclama a diario. ¡°Nos amenaza con denunciarnos a los talibanes¡±, declara preocupada la mujer. No es para tom¨¢rselo a la ligera. Khan Agha pertenec¨ªa a una unidad de las fuerzas especiales. La mayor¨ªa de sus compa?eros fueron evacuados por Estados Unidos. Pero tuvieron la mala suerte de que su cita en el aeropuerto coincidiera con el d¨ªa del atentado y despu¨¦s no logr¨® comunicarse a tiempo con su comandante. Se quedaron en tierra.
El jueves a mediod¨ªa cuando conversamos, Khan Agha a¨²n est¨¢ fuera en su ronda diaria buscando alguna chapuza. Hace tres d¨ªas que regres¨® de la frontera de Ir¨¢n, que intent¨® sin ¨¦xito cruzar ilegalmente junto a Tamim. ¡°Hubo un estallido de violencia y decid¨ª volver¡±, relata m¨¢s tarde. En su desesperaci¨®n, confiesa, que ha llegado a plantearse vender a alguno de sus hijos.
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