Noche a cubierto en los t¨²neles del metro de Kiev: ¡°Esto ya es una guerra¡±
Miles de personas se refugian en el suburbano y en los s¨®tanos mientras contin¨²an los ataques sobre la capital de Ucrania
Las guerras nos refrescan con frecuencia la memoria. Nos hacen ver que el horror no entiende de fronteras ni de ¨¦pocas. Las interminables escaleras mec¨¢nicas que conducen al suburbano de Kiev, de indisoluble aroma sovi¨¦tico, permiten en la noche del jueves al viernes volver a contemplar una escena lejana en el espacio y en el tiempo, pero familiar: aquellos refugiados que dorm¨ªan a cubierto de las bombas en las estaciones del metro de Madrid en plena Guerra Civil delante de la c¨¢mara de Alfonso, gran retratista de la Espa?a del pasado siglo, parecen haberse teletransportado a ocho d¨¦cadas despu¨¦s y unos miles de kil¨®metros m¨¢s al este. Engullidas por las entra?as de la capital ucrania, miles de personas buscan acomodo bajo el p¨¦treo cielo de las b¨®vedas del suburbano de Kiev o en los s¨®tanos de los edificios, tan solo 24 horas despu¨¦s del inicio de la ofensiva rusa contra Ucrania. Los empuja tierra abajo el miedo a posibles ataques del ej¨¦rcito ruso, que en la primera jornada de invasi¨®n caus¨® el jueves la muerte a ¡°137 h¨¦roes¡±, seg¨²n inform¨® en la madrugada del jueves al viernes el presidente ucranio, Volod¨ªmir Zelenski.
En el suburbano se ve a familias enteras, parejas de ancianos, grupos de j¨®venes, inmigrantes¡ Muchos de ellos est¨¢n acompa?ados de sus mascotas, perros y gatos, considerados un ser querido m¨¢s al que no quieren dejar atr¨¢s en los peores momentos. ¡°Mira lo que te voy a ense?ar¡±, llama la atenci¨®n del reportero una chica joven al tiempo que abre su mochila. De su interior, cual conejo salido de chistera de mago, emerge una gatita blanca y negra.
Kitsuna navega entre las caricias y arrullos que le propina Daria, de 22 a?os, editora de v¨ªdeo en un canal de televisi¨®n. ¡°Tengo confianza en mi ej¨¦rcito¡±, repite ella varias veces junto a su novio, Denis, tambi¨¦n de 22 a?os y empleado en un comercio de electr¨®nica. Les acompa?a Rom¨¢n, de 23 a?os, su compa?ero de piso, que es el que a las cinco de la madrugada del jueves llam¨® a la puerta con una advertencia: ¡°La guerra ha comenzado¡±.
Los tres se hallan matando el rato sentados en el suelo de la estaci¨®n Ploshcha Lva Tolstoho, llamada as¨ª en honor del escritor ruso Le¨®n Tolstoi, autor de Guerra y Paz. Daria se ve, sin duda, m¨¢s cerca de la primera parte de la novela que de la segunda. ¡°Esto ya es una guerra¡±. Los tres echan la vista atr¨¢s y recuerdan cuando, con 14 a?os, les toc¨® vivir la revoluci¨®n del Maid¨¢n hace ocho a?os. ¡°?ramos unos cr¨ªos¡±, a?ade ella.
A unos metros escasos, en una entra?able estampa, Tamara, de 80 a?os, permanece sentada en su silla de ruedas con las piernas cubiertas por una manta roja. Junto a ella, atento a lo que pueda surgir o necesitar, su marido, Vlad¨ªmir, de 70. Con una sonrisa tan amplia como su desconocimiento de la situaci¨®n, Artur, un ni?o de a?o y medio, permanece sentado en el regazo de su madre. ¡°Esta es ya la segunda aventura de su vida. La primera ha sido nacer en la pandemia¡±, cuenta Catarina, de 35 a?os. Sentado tambi¨¦n en el suelo junto al carrito del ni?o, el padre, Andr¨¦, de 35 a?os, reconoce que tienen miedo por sus padres, por su beb¨¦, por lo que pasar¨¢ ma?ana y pasado ma?ana.
¡°Vivimos rodeados de noticias falsas¡±, a?ade ¨¦l en referencia al ruido y el caos que siembra la ¡°propaganda rusa¡±. Ambos, que adem¨¢s de matrimonio son compa?eros de trabajo en la misma empresa de embalajes, ven tres posibles escenarios: el acuerdo pac¨ªfico, la confrontaci¨®n o que los ucranios dejen las armas en el suelo para evitar que la guerra vaya a m¨¢s.
A lo largo de diversas estaciones puede verse a personas con esterillas, con mantas, con sacos de dormir, con hamacas de playa o con sillas. Unos matan el tiempo con un libro como aliado, otros conversan en corro, los hay que comen y beben. Muchos, c¨®mo no, no apartan los ojos de la pantalla del m¨®vil. Los menos dormitan, pues el ruidoso paso de los convoyes impide romper a dormir durante las primeras horas en este albergue subterr¨¢neo. Algunos agentes y empleados del metro no ven bien la presencia de reporteros que desean ser testigos de la primera noche de la poblaci¨®n protegi¨¦ndose bajo las bombas bajo tierra.
Pasadas las diez de la noche, con el toque de queda activado hasta las siete de la ma?ana y las calles pr¨¢cticamente desiertas, una docena de personas, entre ellas una anciana, tratan de acceder a una de las estaciones de metro. Dos de las uniformadas de la compa?¨ªa se lo impiden. Hay discusiones, forcejeos, empujones¡ y el grupo se queda sin hueco en el refugio en una noche en la que las bombas vuelven a caer sobre Kiev.
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