En los s¨®tanos de J¨¢rkov bajo las bombas: ¡°Es nuestra ciudad, es nuestro hogar¡±
En la segunda ciudad de Ucrania los habitantes soportan el terror, la escasez y la miseria tras m¨¢s de 50 d¨ªas de asedio ruso
En la avenida de Mosc¨², en J¨¢rkov, la segunda ciudad de Ucrania, hay un refugio en el que Vadym Stoyank y sus amigos beben por la noche hasta caer redondos. ¡°Es la mejor manera para olvidar el sonido de las bombas¡±, cuenta. La artiller¨ªa ucrania y los misiles rusos se oyen a cada hora. A partir del toque de queda, a las ocho de la tarde, el poder¨ªo militar del invasor se desata con explosiones que hielan la sangre y que solo el alcohol, dice Stoyank, les permite superar.
Stoyank y la veintena de personas que conviven en el refugio de la avenida de Mosc¨² no se conoc¨ªan antes de la guerra. Eran vecinos en las colmenas de viviendas sovi¨¦ticas. Quiz¨¢ se saludaban en la escalera, o paseando al perro, pero poco m¨¢s sab¨ªan los unos de los otros. Hasta que la invasi¨®n lleg¨®. Ahora conviven cada noche en los s¨®tanos h¨²medos del edificio, durmiendo en camastros y preparando la cena en dos mesas plegables. Al principio eran 150 personas, ahora son dos decenas. La mayor¨ªa ha huido de la ciudad, al extranjero o al oeste del pa¨ªs.
El asedio ruso de J¨¢rkov comenz¨® el primer d¨ªa de la invasi¨®n, el 24 de febrero. Edificios hechos a?icos, fachadas que se caen a trozos y cristales en las aceras. Los quioscos de alcohol y tabaco han sido saqueados y la poblaci¨®n se encierra en los refugios con doble llave porque temen ser asaltados. Los rusos est¨¢n cerca, rodeando los distritos septentrionales, los m¨¢s cercanos a Rusia, pero la artiller¨ªa ucrania, las defensas antia¨¦reas y la imponente presencia militar ucrania les han parado los pies.
Stoyank y sus amigos ¡ªEugenia, Andrei, Iilya, Denis y Borys¡ª han aprendido juntos c¨®mo sobrevivir en una guerra. En J¨¢rkov es f¨¢cil poner en pr¨¢ctica las recomendaciones que la sabidur¨ªa popular ha ido acumulando durante la invasi¨®n rusa. Una lecci¨®n importante es que cuando se oye el silbido de un misil quiere decir que caer¨¢ cerca; entonces se cuentan no m¨¢s de cinco segundos hasta que impacta. Esos cinco segundos son esenciales para reaccionar tumb¨¢ndose en el suelo y aumentar las probabilidades de salir con vida.
Esos son los segundos que pasaron entre el sonido de un misil bal¨ªstico ruso y la destrucci¨®n este s¨¢bado de unas oficinas en el centro de J¨¢rkov. El objetivo era una academia militar, seg¨²n fuentes policiales. El mercado municipal al otro lado de la calle se vaci¨® en cuesti¨®n de minutos, sin carreras pero con caras que mostraban p¨¢nico. Otra lecci¨®n de la guerra es que si un misil cae en un objetivo, las probabilidades de que llegue otro para acabar con el trabajo son elevadas.
Ancianos bajo tierra
Hay dos barrios de J¨¢rkov que est¨¢n marcados por la poblaci¨®n como puntos negros, sitios a los que no hay que ir bajo ning¨²n concepto, n¨²cleos urbanos por los que hoy solo cruzan escopeteados veh¨ªculos del Ej¨¦rcito y unos pocos vecinos errantes, sin techo. Los dos barrios son Saltivka y Piatykhatky. Taisia Kupchina, de 74 a?os y sola en el mundo, sin nadie a quien acudir, reside en Saltivka, una proeza si se tiene en cuenta los nervios que incluso admiten sufrir los militares que controlan los accesos a sus calles des¨¦rticas.
Si en el conjunto de J¨¢rkov queda un 30% de la poblaci¨®n ¡ªde un total de 1,4 millones de habitantes antes de la invasi¨®n¡ª, en Saltivka no debe quedar m¨¢s del 10%. Los proyectiles caen en esta zona con tanta frecuencia, varias veces en una hora, que es imposible imaginarse c¨®mo puede mantenerse all¨ª alguien con vida. Pero all¨ª est¨¢n, bajo tierra, ancianos, personas de movilidad reducida o pobres de solemnidad. Son hombres y mujeres como Kupchina que arrastra un carro con cinco garrafas de agua que llenar¨¢ en una fuente p¨²blica. La mitad de su edificio est¨¢ destruido, los suministros esenciales ya no funcionan. Vive hacinada en el s¨®tano del edificio junto a cinco vecinos m¨¢s. Uno de ellos es Gvardicev Shironitsev, antiguo agente inmobiliario que perdi¨® su apartamento y que tambi¨¦n ha perdido el juicio, comenta un vecino suyo. Shironitsev pasa el tiempo mirando de forma obsesiva fotograf¨ªas que guarda en el tel¨¦fono de su existencia previa a la invasi¨®n. En las im¨¢genes aparece un hombre alegre, fornido y elegante; ahora es un saco de huesos, p¨¢lido como la cera, vistiendo con la ¨²nica muda que tiene: un ch¨¢ndal sucio y unas zapatillas.
Por encima de sus cabezas todav¨ªa flota la humareda que dejan las defensas antia¨¦reas que alcanzan los proyectiles enemigos. En el patio comunitario de Kupchina todav¨ªa pueden identificarse las roderas que dejaron los tanques rusos en las dos primeras semanas de la guerra, cuando tomaron parte de la ciudad. El riesgo de que una ofensiva terrestre vuelva a producirse es alto, sobre todo despu¨¦s de que Rusia se replegara de Kiev para centrarse en el frente oriental.
En el barrio de Saltivka conocen al dedillo las normas b¨¢sicas de supervivencia. A la vuelta de la esquina del bloque de Kupchina humean tres peque?os establecimientos donde hace pocos minutos impactaron tres misiles disparados desde una lanzadera m¨²ltiple de cohetes BM-21. Kupchina llora en silencio y pide un abrazo. Cada ma?ana se pinta los labios y se aplica colorete en las mejillas porque, as¨ª lo repite, quiere seguir con vida. Los tres cohetes han impactado en su camino a la fuente, pero la experiencia le indica que esa posici¨®n ya no volver¨¢ a ser atacada durante un amplio margen de tiempo. Otra cosa es lo que pueda suceder unos metros m¨¢s adelante.
En la Escuela n¨²mero 134 de J¨¢rkov hay casquillos de balas y anillas de granadas por todas partes. All¨ª se parapet¨® la infanter¨ªa rusa en la segunda semana de la guerra, hasta que fueron expulsados. Cerca de la calle Shevchenko, donde est¨¢ localizado el colegio, los restos de un misil interceptado por los escudos antia¨¦reos cay¨® el jueves sobre el garaje de V¨ªktor. Este bailar¨ªn profesional de 28 a?os iba a su barrio, Shyshkivka, cerca del frente, pero en cuesti¨®n de minutos dio marcha atr¨¢s porque se o¨ªan proyectiles disparados desde tanques e incluso el disparo de fusiles. ¡°No s¨¦ si son los nuestros o son rusos¡±, zanj¨® V¨ªtkor.
Otra lecci¨®n que se aprende bajo asedio, resume Denis Onipko, amigo de V¨ªtkor, es reconocer las armas por el sonido que emiten: ¡°Las que suenan con un eco son las nuestras¡±, describe este joven ebanista de 29 a?os, ahora ocupado como voluntario repartiendo alimentos en una organizaci¨®n local. ¡°Desde hace pocos d¨ªas se oyen sonidos que no conoc¨ªa¡±, a?ade Onipko con un tono triunfal, ¡°son las armas que nos han tra¨ªdo desde Europa¡±.
En el distrito Kominternovski de J¨¢rkov se organiza cada ma?ana una cola de m¨¢s de 200 metros de personas que esperan a recibir comida de una entidad ben¨¦fica. Unas 5.000 almas pasan por all¨ª cada d¨ªa para recibir lo que les den. Este s¨¢bado eran unos muslos de pollo. Luego ir¨¢n a otro punto pr¨®ximo en el que pueden recoger ropa. La presencia de los periodistas provoca rechazo entre los que aguardan en la cola: no quieren que se identifique el lugar de las colas del hambre, tienen miedo de convertirse en objetivo de un ataque dentro de la campa?a de terror rusa para que la poblaci¨®n salga de all¨ª por las buenas o por las malas.
El terror llam¨® a las puertas de Irina Malikeva. Vive en un barrio de casas unifamiliares al sur de la ciudad que el viernes por la ma?ana fue atacado con misiles rusos. Las casas de dos vecinos fueron destruidas. Malikeva sufre un ataque de nervios: ¡°Ya han llegado aqu¨ª, ya lo sab¨ªa que llegar¨ªan aqu¨ª, pero, ?qu¨¦ voy a hacer?¡±. Malikeva piensa en voz alta, su cerebro dispara palabras sin cesar. Tiene 60 a?os y no quiere dejar su hogar, una casa que construy¨® su padre hace 45 a?os. ¡°No tengo suficiente dinero para vivir en Europa y tampoco s¨¦ de qu¨¦ podr¨ªa trabajar all¨ª, pero si me quedo aqu¨ª¡±, prosigue Malikeva en su soliloquio, ¡°puedo morir¡±.
Hay otros supervivientes en J¨¢rkov que podr¨ªan abandonar la ciudad, pero prefieren no hacerlo. La familia Shevsuk lleva seis semanas viviendo en el and¨¦n de una estaci¨®n de metro. Su casa en Saltivka ya no existe. Aksana, madre de un ni?o de tres a?os, opina que en cualquier lugar de Ucrania correr¨¢n riesgo y que tampoco quieren vivir como refugiados en un pabell¨®n deportivo de alg¨²n lugar desconocido de Europa. ¡°Es nuestra ciudad, es nuestro hogar¡±.
El sol vuelve a ponerse y en el refugio de la avenida de Mosc¨² se abastecen con m¨¢s botellas de alcohol y de comida que cada uno traer¨¢ para compartir. El oso de peluche gigante de Daria Gierovsk ser¨¢ utilizado como almohada. Su apartamento fue destruido dos semanas antes y le han cedido un espacio en el s¨®tano de Stoyank . Por la ma?ana, cuando sale por fin al exterior a respirar aire fresco, a Gierovsk todav¨ªa le tiemblan las manos, ataques de p¨¢nico causados por el sonido de las explosiones durante la noche. Pese a ello, dice, ella es de J¨¢rkov y no piensa irse de su ciudad.
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