Dónde se sitúa Vox en la familia ultra europea
La invasión de Ucrania hace aflorar las diferencias en los partidos de extrema derecha
Aunque el eurodiputado Jorge Buxadé y la candidata de Vox a la Junta andaluza, Macarena Olona, viajaron a París el 24 de abril y se fotografiaron con Marine Le Pen, Santiago Abascal no ha dicho aún una palabra del histórico resultado de la líder ultraderechista francesa (41,4% de los votos) y tardó más de 15 horas en felicitarla, vía Twitter, por su paso a la segunda vuelta. En cambio, se apresuró a congratularse el 3 de abril de la cuarta victoria consecutiva del húngaro Viktor Orbán (53% de los votos).
En declaraciones a RNE, Buxadé aseguró que el Reagrupamiento Nacional francés no era “el partido hermano” de Vox y ni siquiera contestó si quería que Le Pen ganara las elecciones. Se limitó a decir que prefería que no ganara Macron. Le Pen no era la candidata favorita de Vox. Su apuesta era el tertuliano ?ric Zemmour, profeta de la teoría xenófoba del “gran reemplazo” —la supuesta sustitución de la población cristiana europea por la inmigración musulmana—, que ha hecho pasar por moderada a la líder ultraderechista francesa. Marion Maréchal Le Pen, nieta del fundador del Frente Nacional y aliada de Vox, con quien ha montado un semillero de jóvenes líderes ultras en Madrid, es la vicepresidenta del partido de Zemmour, Reconquista, un nombre que rememora la épica más a?eja de Abascal.
Mientras que Marine Le Pen tuvo durante a?os un número dos abiertamente gay, Florian Philippot, su sobrina participaba en las marchas contra el matrimonio homosexual. Mientras Le Pen apuesta por aumentar salarios y pensiones con un sector público fuerte, Zemmour quiere poner a dieta el Estado del bienestar. Vox es ultraliberal como Reconquista, pero intenta emular a Le Pen y seducir a los votantes de los barrios obreros agitando el miedo a la inmigración.
Como alegaba Buxadé, Reagrupamiento Nacional y Vox no comparten grupo en el Parlamento Europeo. Los de Le Pen se sientan con la Liga de Salvini, el Partido de la Libertad austriaco (FP?), el Partido de los Finlandeses —los tres con experiencia en gobiernos de coalición en sus respectivos países— y Alternativa por Alemania (AfD), entre otros.
Vox, en cambio, forma parte del Grupo de Conservadores y Reformistas Europeos (ECR, por sus siglas en inglés), junto a los ultraconservadores polacos de Ley y Justicia y los Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, heredera del posfascista Movimiento Social Italiano (MSI), que disputa la hegemonía de la ultraderecha italiana a Salvini, además de otros socios menores.
Con este segundo grupo comparte Vox una moral basada en el fundamentalismo católico: mientras la líder de AfD, la germana Alice Weidel, se declara lesbiana; los polacos de Ley y Justicia son abiertamente homófobos y un tercio de los municipios del país se ha declarado “libres de ideología LGTBI”. Vox se ha acercado a este último bloque, no solo por su mayor afinidad ideológica —Abascal defiende el “aborto cero”, incluso en caso de violación, y rechaza el matrimonio gay y la eutanasia— sino por conveniencia: al contrario que los de Le Pen y Salvini, los polacos no están sujetos a cordón sanitario en Estrasburgo, lo que ha permitido a una eurodiputada de Vox, Mazaly Aguilar, ser vicepresidenta de la Comisión de Agricultura.
En tierra de nadie están los 12 eurodiputados del Fidesz, del húngaro Orbán, que se han quedado como no inscritos tras salir del Partido Popular Europeo y no hallar acomodo en los dos grupos ultras, donde cargos y prebendas estaban ya repartidos.
Una gran familia dividida por la guerra
Steven Forti, investigador de la Universidade Nova de Lisboa y autor de Extrema derecha 2.0 (Siglo XXI Editores), cree que los partidos de la ultraderecha forman “una gran familia” y “son más las cosas que comparten que las diferencias”. En el sur y este de Europa, donde la Iglesia católica ha tenido históricamente gran peso, defienden una moral más conservadora; mientras que en el centro y el norte son laicos, explica. Todos parten de un programa económico neoliberal, pero algunos priman las medidas para incentivar la natalidad y proteger a la familia tradicional. En su opinión, las “verdaderas líneas de fractura entre ellos son geopolíticas, derivadas del diferente contexto de cada país”, y alimentadas por las ambiciones personales de sus líderes.
La invasión de Ucrania ha hecho aflorar dramáticamente estas diferencias. Mientras Le Pen y Salvini han intentado esconder sus pasados lazos con Putin, Polonia se ha convertido en retaguardia de la defensa de Kiev y ha dado acogida a millones de refugiados ucranios. En cambio, Orbán, sin llegar a vulnerar las sanciones impuestas por la UE, ha rechazado el tránsito de armas para Ucrania por su territorio y se ha mostrado dispuesto a pagar el gas ruso en rublos, como exige Moscú.
La última vez que Orbán, Le Pen y el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, se reunieron fue el 29 de enero en Madrid, con Abascal como anfitrión. Los ultras europeos no tuvieron dificultad en pactar una declaración en la que denunciaban la supuesta pretensión de convertir a la UE en un “mega-Estado ideologizado”, rechazaban los expedientes abiertos a Polonia y Hungría por vulnerar el Estado de derecho y defendían la preeminencia de las constituciones nacionales sobre los tratados de la Unión. Por el contrario, el líder polaco tuvo que emplearse a fondo para arrancar a sus socios un párrafo que acusaba a Rusia de llevar a Europa “al borde de una guerra” concentrando sus tropas junto a Ucrania. Dos días después, Orbán visitaba Moscú para asegurarse el suministro de gas.
Polonia y Hungría caminan en la misma dirección: la construcción de un Estado iliberal en el que el espacio de las libertades se estrecha y los rasgos autoritarios se imponen. Pero primar los egoísmos nacionales sobre la solidaridad europea no garantiza la cooperación entre ellos. Al contrario. Está en el germen de las dos guerras mundiales.
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