Cuba, m¨¢s all¨¢ de Fidel y el Che: c¨®mo matar al verdugo
Cuando dos editoriales francesas quisieron ponerle el nombre de Fidel Castro y el Che a mis libros, buscaban revivir un muerto que yo enterr¨¦
Una editorial francesa publica Los ca¨ªdos, mi primera novela, pero quiere llamarla La bicicleta del Che. Otra editorial francesa va a publicar La tribu, mi primer libro de cr¨®nicas, pero quiere llamarlo Hoy Fidel est¨¢ muerto. Intercedo, desde luego, y no sucede. La justificaci¨®n apela al p¨²blico franc¨¦s, resituar el texto de un desconocido, acerc¨¢rselo como producto. La operaci¨®n de acercamiento de un objeto es lo que hace la publicidad, vuelve obediente el signo. No s¨¦ qu¨¦ quiere decir ¡°el p¨²blico franc¨¦s¡± o ¡°el p¨²blico cubano¡±, pero, sea lo que sea en ambos casos, tienen que venir a m¨ª.
Ese ejercicio de traici¨®n sem¨¢ntica estafa menos al que compra que a la cosa que se vende. Detr¨¢s de la componenda del autor y del editor para perpetrar su peque?a estafa traviesa, en la que el editor transforma el texto en souvenir pol¨ªtico y el autor lo acepta como un mal menor, o no, ante el incontestable ¨¦xito de desembarcar en otras lenguas, hay un rejuego m¨¢s siniestro, la verdadera raz¨®n del trueque del t¨ªtulo, que no es m¨¢s que el acuerdo ya hist¨®ricamente establecido, jerarqu¨ªas culturales dadas por sentado, entre el editor y el consumidor para decidir lo que el autor ex¨®tico es, lo que debe y lo que hace falta y lo que le conviene que siga siendo en el mundo.
Tanto el Che como Fidel Castro aparecen, cada uno, en los libros que fueron amenazados con la violencia de sus nombres, pero desde una posici¨®n eminentemente lateral, subsumidos en relatos corales donde ofician como figuras de humo o entelequias de la doctrina, el amor y la propaganda. La pregunta es c¨®mo entras en las culturas ajenas, sabiendo que tu lugar en el otro decide qui¨¦n eres t¨². Eso me lleva a la larga tradici¨®n pedag¨®gica de la v¨ªctima que combate el mal desde la sublimaci¨®n del verdugo, aparentemente conden¨¢ndolo, cuando es todav¨ªa el verdugo su embajador, su carta de triunfo y su traductor en tierra extra?a; incapaz de imaginar, aquel que habla, formas que excedan y por tanto derroten al tirano o al oligarca. Uno de los puntos de arrancada del arte es ese en que aprendemos a matar de manera oblicua, en ning¨²n caso el verdugo puede vivir a trav¨¦s de m¨ª.
Hace un par de a?os entregu¨¦ un cuento para una antolog¨ªa de j¨®venes autores en lengua espa?ola que publicaba la revista inglesa Granta. El cuento suced¨ªa en Col¨®n y C¨¢rdenas, dos municipios perdidos en los que transcurrieron mi infancia y adolescencia. En alg¨²n momento la editora me sugiri¨® que aclar¨¢semos que los hechos ocurr¨ªan en Cuba. ?Por qu¨¦?, dije. Para ubicar al lector. En efecto, pens¨¦, ?pero justo lo que yo quiero es que el lector se desubique! La literatura no es una br¨²jula, es un territorio que no tiene mapa, a trav¨¦s del cual puede avanzarse solo por las marcas accidentadas que otros extraviados han dejado en la ruta antes que uno. Col¨®n y C¨¢rdenas son cualquier cosa, y al mismo tiempo son tambi¨¦n m¨¢s espec¨ªficos que todo, algo que no puede ser m¨¢s que su particularidad.
El municipio es el lugar del cosmopolitismo en un mundo roturado por el arado magn¨ªfico de la globalizaci¨®n. No las llamadas grandes ciudades, y mucho menos los pa¨ªses entendidos de ese modo, articulados alrededor de la ley nacional. El nombre oficial endereza el texto hacia la norma. Si yo hubiese aceptado ubicar mi relato en Cuba, un relato, por dem¨¢s, que ya estaba ubicado en Cuba, y que por tanto no hab¨ªa que enfatizarlo, habr¨ªa metido su trama en una red b¨¢sica de nociones pol¨ªticas y culturales que solo generan el malentendido de la comodidad. La propia naturaleza del relato en cuesti¨®n no exig¨ªa que se mencionara a Cuba, algo que yo habr¨ªa hecho a las primeras de cambio si hubiese sido necesario o lo hubiese cre¨ªdo pertinente, y en cuyo caso, sospecho, no habr¨ªan tenido que dec¨ªrmelo, dado que no es muy alto el grado de dificultad que para un cubano implica mencionar a Cuba o no hacerlo.
La editora de Granta detect¨® algo que, en un punto, me alegr¨® que detectara, puesto que hab¨ªa sido una omisi¨®n deliberada. Falta el pa¨ªs, parec¨ªa decirme. As¨ª era. Pierdo el pa¨ªs, gano el pueblo. Col¨®n y C¨¢rdenas est¨¢n m¨¢s cerca del lector ingl¨¦s que Cuba, porque Col¨®n y C¨¢rdenas pueden quedar en la esquina de su casa, en el sentido de que no son significantes, como los nombres de las naciones, gastados por la demagogia, propiedad extranjera, es decir, el municipio abre a la invenci¨®n el negocio macabramente cerrado de la identidad. El municipio es el territorio, la naci¨®n es la postal, ya un no-lugar como los aeropuertos y los hoteles. En resumen, la menci¨®n de Cuba en esos t¨¦rminos bals¨¢micos, atemperar la aridez del lugar lejano, inmediatamente habr¨ªa convertido mi cuento en un sitio de ocio y al lector en un turista. No s¨¦, ni sabr¨¦ nunca, qu¨¦ es ser un lector franc¨¦s o un lector ingl¨¦s, pero denuncio ante cualquier organismo internacional la condescendencia a la que parecen expuestos.
Los pa¨ªses no son apenas una marca referencial, que es justamente lo que promueve la neurosis identitaria del capitalismo tard¨ªo, sino espacios que se descoyuntan y se injertan en un cosmos est¨¦tico subversivo, una reconfiguraci¨®n y una contaminaci¨®n de los territorios por fuera de sus l¨ªmites legales, tal como ocurre con el tr¨¢nsito de los elementos: la corriente de los mares, la direcci¨®n de los vientos, las olas migratorias, el flujo del capital o los ritos del poder.
Curiosamente, el anca de la escritura marcada con hierro candente por la letra de la identidad, redunda en el universalismo abstracto del que hablaba Glissant, la horma fatal de la transparencia, una suerte de disoluci¨®n neutra de la atm¨®sfera, un lenguaje domesticado y uniforme, sin consciencia de s¨ª mismo, que permite cierta traducci¨®n serializada del argumento, algo que r¨¢pidamente puede aterrizar en cualquier lugar porque en realidad no habla de nada ni de nadie, son f¨®rmulas adaptables, una plantilla literaria al uso. Para la clase media o alta, el tedio, el peso de las herencias o los linajes. Para la clase baja, el sufrimiento, la inexorable tragedia de la no redenci¨®n. Para los primeros, la elipsis, la econom¨ªa de gestos, un ambiente sugerido. Para los segundos, el ¨¦nfasis, el morbo, el regodeo en las formas de la miseria.
Todo esto mi cultura lo acepta porque se supone que tenemos que escapar del color local. Los maestros del color local ¡ªCort¨¢zar, Garc¨ªa M¨¢rquez, Carpentier¡ª, los chicos que viv¨ªan obsesionados con merecer Europa, desconociendo ampliamente que a Europa no hay que merecerla porque ya somos Europa, dijeron que el lugar y sus costumbres eran el color local. Que lo era Arguedas, Jos¨¦ Eustasio Rivera, incluso ¡ªaqu¨ª especulo¡ª puede que hasta Guimaraes. Pero no hay mayor color local que la pretensi¨®n de escapar del color local, es decir, la abstracta escritura universal. El aspiracionismo, la palabra sin memoria, eso es color local.
?Por qu¨¦ se supone que un franc¨¦s no tiene que huir de algo as¨ª? Todav¨ªa consumimos como formas de arte el barato nihilismo folcl¨®rico de Houellebecq y, peor a¨²n, la pomposa, desesperante auto conmiseraci¨®n de Emmanuel Carr¨¨re, quintaesencia del burgu¨¦s como farsante espiritual de provincias, un Bouvard y P¨¦cuchet del multiculturalismo que el lunes se cuelga el disfraz de cat¨®lico, el martes de budista, el mi¨¦rcoles de ateo.
En El canon occidental ¡ªun libro que siempre hay que leer tanto por su despiadado amor hacia la literatura como por la evidencia que entrega sobre la vasta limitaci¨®n de la conciencia blanca¡ª Harold Bloom comenta lo siguiente: ¡°El milagro del universalismo de Shakeaspeare es que no pretende trascender las contingencias: los grandes personajes de sus obras aceptan estar empapados de su contexto social e hist¨®rico, al tiempo que rechazan cualquier tipo de reducci¨®n: hist¨®rica, social, teol¨®gica, o las de nuestras moralizaciones o psicologizaciones actuales¡±. El diagn¨®stico es certero, pero no es un milagro tal cosa, sino un saldo racional. El universalismo de Shakeaspeare viene en parte precisamente porque no pretende trascender la contingencia, no establece ese duelo, ni siquiera se lo plantea.
Entre 2018 y 2019 viaj¨¦ con mucha frecuencia a las principales ciudades de Am¨¦rica Latina. Recuerdo llegar a Buenos Aires, a un festival literario de turno, y presenciar orondos, en las cenas de protocolo, a las rutilantes estrellas locales, los autores de punta de Planeta o Random House, as¨ª como alg¨²n otro nombre emergente del momento. Cargaban con sus elogios y sus premios, sus columnas de opini¨®n en los peri¨®dicos de mayor tirada, sus talleres de guion o cuentos cortos repletos de j¨®venes nerviosos, pero, sobre todo, con la codificaci¨®n de sus lectores. Parec¨ªan saber, de un modo m¨¢s o menos extra?o para m¨ª, lo que se iba a leer, o lo que se le¨ªa, lo que hab¨ªa que dar.
En cuanto tomaba un avi¨®n a otro lugar esta puesta en escena desaparec¨ªa, todos aquellos fantasmas se dilu¨ªan en los l¨ªmites de su feudo letrado, pero aparec¨ªan entonces, en la capital contigua, sus semejantes. Apenas cruc¨¦ los Andes, me encontr¨¦ en Santiago de Chile el mismo teatro, al igual que en Lima, o en Bogot¨¢, o en Ciudad de M¨¦xico, donde viv¨ªa por esas fechas. Cada autor nacional parec¨ªa extremadamente orgulloso de su posici¨®n, satisfechos con las, para m¨ª, magras recompensas recibidas, y su escritura, si es que alguna vez tuvieron la oportunidad de apuntar a otros destinos, se mostraba alarmantemente conforme, limitada al mantenimiento del usufructo simb¨®lico y material obtenido. El cruce de fronteras de sus textos lo conceb¨ªan no como una apuesta est¨¦tica sino como un procedimiento de la corporaci¨®n, algo que no correspond¨ªa al oficio de las palabras, sino al flirteo oportuno con el editor de Espa?a.
Como autor cubano, no son muchos los privilegios que el mercado de la cultura puede entregarme. A mi pa¨ªs no llega ninguna editorial de la lengua, ni grande ni peque?a, no hay festivales literarios de importancia ni en La Habana ni en Santiago de Cuba, y los que alcanzan el rango de figuras locales lo son m¨¢s por su obediencia ¨ªntegra a las ¨®rdenes del poder pol¨ªtico que porque hayan ocupado un puesto de peso en la industria del libro. Sin embargo, como en ¨²ltima instancia el pa¨ªs de un escritor, y el ¨²nico que necesita, es la lengua en la que escribe, puedo no tener privilegios como autor cubano, pero como autor cubano exiliado s¨ª. Ya no me defino por el lugar en el que estoy, sino por el lugar en el que no estoy, lo que es lo mismo en t¨¦rminos de representaci¨®n. O sea, tanto como el autor exitoso de Buenos Aires o Santiago de Chile, yo corro el riesgo del teatro dispuesto para el autor de La No-Habana.
Occidente tiene reservado un suculento lugar de enunciaci¨®n para la v¨ªctima del comunismo, mientras opera en el orden real para que el comunismo, sus desfiguradas variantes de hoy, no cesen. El papel de este tipo de autor es lamentarse, y su posibilidad de subsistencia pasa por la capitalizaci¨®n de la queja. Uno se convierte en el guardi¨¢n de un cad¨¢ver, mientras la aduana del resto del mundo en principio permanece cerrada para nosotros. No hace falta que ejerzas tu mirada aqu¨ª, mantente atado al lugar del que escapas, parece decir el orden liberal. El refugio te fue entregado con esa condici¨®n.
Toda escritura adaptada sin pelea a semejante balcanizaci¨®n no solo propicia el tono sumiso, sino que lo promueve. Y el comunismo es, mutatis mutandis, una etiqueta m¨¢s del padecimiento en la fiesta global de la heterogeneidad sufrida. Cuando las editoriales francesas quieren ponerle el nombre de Fidel Castro y el Che a mis libros, buscan revivir un muerto que yo enterr¨¦, que siga sujeto en el orden simb¨®lico a la misi¨®n ex¨®tica del cultivo de mi identidad. Pero ¡°yo no soy el que soy¡±, dice Yago. Repartidos los dem¨¢s caudales, tengo derecho a encontrar la virtud en el mal, todav¨ªa.
Sigue toda la informaci¨®n internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.