Medell¨ªn 113, la casa del terror: cr¨®nica de los tres asesinatos que horrorizaron a M¨¦xico
Historia de tres homicidios, una superviviente, cinco detenidos, la disputa por la herencia de un inmueble en un barrio adinerado y la conmoci¨®n de una sociedad cansada de convivir con la violencia
La mente humana funciona con una l¨®gica un tanto macabra. Es curioso lo primero que atrae la atenci¨®n en la escena de un crimen; los detalles que, m¨¢s tarde, permanecen grabados en la memoria. Por ejemplo: que en la habitaci¨®n donde se cometieron los asesinatos hab¨ªa latas de cerveza vac¨ªas, ventanas cegadas con peri¨®dicos viejos y manchas de sangre en el colch¨®n; o que en el suelo, entre ese cuarto y un peque?o almac¨¦n contiguo, los agentes encontraron tambi¨¦n un rastro rojo de un metro, las huellas que deja un cuerpo que sangra cuando es arrastrado; o, finalmente, que en esa estrecha bodega, poco m¨¢s que un armario en realidad, una manta de color caf¨¦ cubr¨ªa los tres cad¨¢veres.
Esta es una historia de casualidades, crueldad y ambici¨®n; vidas que se cruzan y muertes prematuras que muestran el lado m¨¢s descarnado de la condici¨®n humana. EL PA?S ha podido reconstruir el homicidio de los hermanos Jorge y Andr¨¦s Tirado (35 y 27 a?os)y su t¨ªo Jos¨¦ Luis Gonz¨¢lez (73 a?os) a trav¨¦s de entrevistas y el acceso a los expedientes policiales, la declaraci¨®n de la ¨²nica superviviente, el dictamen pericial y otros documentos oficiales. Los familiares de las v¨ªctimas han declinado responder por el momento.
Todo empez¨® el pasado mayo con el deceso de un anciano enfermo. El hombre era copropietario junto con uno de sus hermanos de una casa de piedra de dos plantas, con las puertas y las ventanas negras, en el n¨²mero 113 de la calle Medell¨ªn, en la Ciudad de M¨¦xico. Una residencia heredada de su madre, con un pasado se?orial, pero en la que el tiempo ha impreso ya algunos rasgos de decadencia. Aun as¨ª, la vivienda es valiosa. Est¨¢ ubicada en uno de esos barrios que en la jerga inmobiliaria denominan ¡°calientes¡±, de moda: la Roma Norte, una exclusiva colonia inmersa en un feroz proceso de gentrificaci¨®n. Es decir, un territorio cotizado y al alza.
El anciano necesitaba ayuda en el d¨ªa a d¨ªa, seg¨²n los expedientes. Por eso, en 2004 contrat¨® a una enfermera que pudiera cuidarle y ayudarle en las labores de la casa: Blanca Hilda Abrego (64 a?os). Como parte de su acuerdo, Abrego recib¨ªa un sueldo de 1.800 pesos semanales (unos 90 d¨®lares) y pod¨ªa residir en la planta baja de la vivienda. Abrego trajo con ella a su hija, Sally Mechaell Arenas (43) y sus nietos Randy (20) y un ni?o de tres a?os. Mientras, el copropietario del inmueble continu¨® viviendo en el segundo piso.
El tiempo transcurri¨®, los a?os se sucedieron en aparente calma y la familia de Abrego y el anciano convivieron en paz, aunque el hombre desconfiaba. Hab¨ªa algo en ella que no le convenc¨ªa. Poco antes de morir, decidi¨® poner su principal cuenta bancaria a nombre de su hermana, Mar¨ªa Margarita Ochoa (72 a?os). Cre¨ªa que la enfermera usaba sin su permiso el dinero de otra de sus cuentas, de acuerdo con la investigaci¨®n.
Bajo el mismo techo
Fue en ese momento cuando todo comenz¨® a enmara?arse. Al morir el anciano, su hermana vol¨® a la Ciudad de M¨¦xico para asistir al entierro, pero all¨ª, un amigo de su marido le recomend¨® quedarse en Medell¨ªn 113 hasta que resolviera los tr¨¢mites de la herencia. Sospechaba que Abrego quer¨ªa hacerse con el inmueble.
La enfermera no fue demasiado discreta en sus ambiciones: trat¨® de enga?ar a Ochoa dici¨¦ndole que el anciano le hab¨ªa dejado la casa a ella y argument¨® que hab¨ªa sido pareja del hombre, pero no pudo acreditarlo ante la ley. En junio lleg¨® tambi¨¦n a Medell¨ªn 113 Jos¨¦ Luis Gonz¨¢lez, marido de Ochoa. En agosto, la pareja decidi¨® acoger a sus sobrinos nietos, Jorge y Andr¨¦s Tirado. Los dos j¨®venes llevaban ocho a?os en la capital, tratando de abrirse camino en el mundo cultural, Jorge en la m¨²sica, Andr¨¦s en la interpretaci¨®n. La inestabilidad de sus trabajos y los ingresos precarios les llevaron a mudarse con sus t¨ªos.
Es decir: durante varios meses, las v¨ªctimas y los presuntos asesinos siguieron con sus vidas bajo el mismo techo. Los primeros en la planta alta, los segundos en la baja. En diciembre, Ochoa estaba a punto de concluir los tr¨¢mites legales para regular la herencia y poder vender el inmueble. Abrego se revolvi¨®: estaban a punto de arrebatarle la casa que sent¨ªa suya. As¨ª que ella, su hija y su nieto decidieron actuar con la ayuda de la pareja de Arenas, Azuher Lara (37 a?os), y de al menos otros tres amigos de confianza, seg¨²n la Fiscal¨ªa.
Secuestraron a los hermanos Tirado y sus t¨ªos con un enga?o: el viernes 16, a las dos de la tarde, Lara subi¨® al segundo piso para pedirle al marido de Ochoa que bajara a mover su coche. A los cinco minutos volvi¨® a subir: dijo que Gonz¨¢lez se hab¨ªa hecho una herida en la rodilla. La mujer se apresur¨® a bajar, pero cuando lleg¨® al garaje, vio a una decena de personas con las caras tapadas y a su marido tirado en el suelo, amordazado y con cinta color canela cubri¨¦ndole el rostro. No le dio tiempo a gritar. En un pesta?eo ella tambi¨¦n corri¨® la misma suerte.
Los secuestradores llevaron a Ochoa y a Gonz¨¢lez a una habitaci¨®n de la planta baja. Pronto se les unieron tambi¨¦n sus sobrinos, amordazados igual. All¨ª comenzaron las torturas: fuertes golpes, peque?as descargas el¨¦ctricas, vejaciones. Todo un repertorio de horrores amplificado por el hecho de no poder ver nada, solo imaginar: con los ojos vendados, la mujer escuch¨® c¨®mo a unos cent¨ªmetros torturaban a sus familiares. Preguntaron a los cuatro por sus datos bancarios para poder extraer dinero mientras estaban cautivos. Ochoa, quien narr¨® la historia a la polic¨ªa, describi¨® el ruido de golpes, de cuerpos que se revolv¨ªan, de bolsas de pl¨¢stico arrastr¨¢ndose por el suelo, de una voz desconocida que dijo:
¡ªEste ya est¨¢ muerto.
Fue la ¨²nica de los cuatro que sali¨® con vida de aquella sala.
Deshacerse de las pruebas
Los asesinos arrastraron los cuerpos de los hermanos Tirado y Gonz¨¢lez a una peque?a bodega contigua a la habitaci¨®n. Un cuarto de 4,36 metros por 1,71, donde los cad¨¢veres fueron apilados uno encima de otro entre cajas de cart¨®n, herramientas, bolsas de pl¨¢stico, una bicicleta. El examen m¨¦dico muestra decenas de contusiones y hematomas: los mataron a golpes, asfixi¨¢ndoles finalmente. Cubrieron sus cuerpos con un pl¨¢stico trasparente y una manta de color caf¨¦. Los dejaron all¨ª tirados.
Mientras tanto, para Ochoa la pesadilla solo acababa de comenzar. La necesitaban con vida, de acuerdo con el ministerio p¨²blico, para que pudiera firmar los documentos de cesi¨®n de la propiedad del inmueble. Durante las siguientes 48 horas la movieron entre las distintas habitaciones de la planta baja. Apenas le dieron de comer unas rodajas de manzana y un poco de agua. La mujer asegur¨® despu¨¦s a la polic¨ªa haber reconocido en alg¨²n momento la voz de Abrego diciendo que ten¨ªan encima un problema importante. La enfermera se estaba poniendo nerviosa y quer¨ªa deshacerse de las pruebas.
Ochoa no pod¨ªa saberlo, pero mientras todo esto pasaba, la sociedad capitalina se movilizaba. El s¨¢bado por la tarde la noticia de la desaparici¨®n de los dos hermanos Tirado se hizo p¨²blica y sus caras empezaron a llenar las redes sociales. Los j¨®venes eran figuras conocidas en la escena cultural y sus familiares, sus amigos, sus compa?eros de profesi¨®n, empezaron a hacer ruido y exigir que aparecieran con vida.
Mientras internet denunciaba masivamente la desaparici¨®n de los muchachos, un nuevo personaje clave para el desenlace del crimen entr¨® en escena: un hijo de Ochoa y Gonz¨¢lez. Inquieto porque no consegu¨ªa comunicarse con sus padres, interpuso una denuncia por desaparici¨®n. Esa misma tarde, recibi¨® una extra?a llamada de Abrego: la enfermera puso al tel¨¦fono a Ochoa, que le dijo a su hijo que no ten¨ªa que preocuparse, que ella se encontraba bien. Pero ¨¦l not¨® un deje extra?o en su voz, un leve temblor, algo fuera de lugar. Al d¨ªa siguiente, todav¨ªa preocupado, volvi¨® a llamar a Abrego. La enfemera se hizo de rogar y no contest¨® a la primera. Cuando finalmente respondi¨® al tel¨¦fono, asegur¨® que la pareja hab¨ªa salido, que se pondr¨ªa en contacto con ¨¦l cuando regresara a la casa. El tel¨¦fono no volvi¨® a sonar.
El hombre decidi¨® hacer las maletas y viajar a la Ciudad de M¨¦xico. El reloj marcaba las 22.40 del s¨¢bado 17 cuando llam¨® a las puertas de Medell¨ªn 113. Abrego le neg¨® la entrada bajo el pretexto de que Ochoa le hab¨ªa pedido no permitir el acceso a nadie. ?l no entend¨ªa nada: su madre no le prohibir¨ªa el paso a su casa. Las sospechas continuaban creciendo en ¨¦l. Algo ol¨ªa muy mal tras aquellos muros grises. Vencido, se retir¨® a descansar. A la una y media de la tarde del d¨ªa siguiente recibi¨® una nueva llamada de la enfermera:
¡ªNo digas nada, ni d¨®nde est¨¢s. Yo voy a salir y me esperas en la esquina. Ahorita te explico.
De fondo, a trav¨¦s del tel¨¦fono, escuch¨® lejana la voz de Ochoa gritando su nombre. Ya no pudo o¨ªr nada m¨¢s: la comunicaci¨®n se cort¨®. Llam¨® a Emergencias, quienes le citaron con el coche patrulla m¨¢s cercano en el n¨²mero 420 de la avenida Insurgentes. Los polic¨ªas, un hombre y una mujer, le recogieron a las 13:54. Seis minutos despu¨¦s ya estaban en el domicilio de sus padres. Llamaron a la puerta y esta vez Abrego s¨ª les permiti¨® la entrada.
Los hechos, a partir de aqu¨ª, son narrados en los testimonios policiales con cierta confusi¨®n. Todo sucedi¨® muy r¨¢pido: el hijo de Ochoa se precipit¨® escaleras arriba, hacia la vivienda donde sab¨ªa que resid¨ªan sus padres, pero encontr¨® las puertas cerradas. Arenas, la hija de Abrego, le increp¨® desde la primera planta. El hombre se acerc¨® y ella tir¨® de ¨¦l ¡ªse lee en el expediente¡ª hacia el interior de una sala. Al instante los dos polic¨ªas escucharon un grito de mujer. Despu¨¦s:
¡ª?Mam¨¢!
Un polic¨ªa se qued¨® custodiando la entrada, la otra se apresur¨® a descubrir el origen del grito. Al entrar a la habitaci¨®n se encontr¨® una escena dantesca: el hombre trataba de liberar a Ochoa, amordazada de pies y manos a una silla de ruedas de color negro cromado con cinta adhesiva gris. A su lado estaban Arenas, Lara y su hijo de tres a?os. Rauda, Ochoa denunci¨® que la ten¨ªan secuestrada desde el viernes, que no sab¨ªa d¨®nde ni c¨®mo estaban sus sobrinos y su marido. Despu¨¦s de detener a Abrego, su hija y su yerno, una de los agentes se aventur¨® a explorar el resto de la casa, con la firme sospecha de que en alg¨²n lugar de aquella oscura vivienda se encontraban los tres desaparecidos.
Un ¨¢rbol de navidad
El informe describe el interior de la casa como un ¡°desorden habitual¡±. El expediente habla de un ¨¢rbol de navidad en contraste con las manchas de sangre del suelo; de bolsas de pl¨¢stico con ropa y botellas vac¨ªas de agua oxigenada; de cinta adhesiva usada, todav¨ªa con pelos pegados; de una bicicleta negra y una caja de herramientas.
La estrecha bodega donde los homicidas arrojaron los cad¨¢veres es la ¨²ltima sala de la casa, al fondo a la derecha desde la puerta. Da a un patio interior y a ella se llega a trav¨¦s de la habitaci¨®n donde los secuestradores golpearon y asesinaron a los tres hombres. Las ventanas estaban tapadas con peri¨®dicos y revistas y la agente de polic¨ªa se vio obligada a iluminar su camino con la luz de una linterna. Y all¨ª, sobre el suelo, se dio de bruces con la realidad que medio M¨¦xico tem¨ªa: tres cuerpos, todav¨ªa con ropa pero descalzos. Los rostros r¨ªgidos, con rasgos de lo que en el argot forense se conoce como ¡°cianosis¡±, un tenue color azulado que ti?e la piel poco despu¨¦s del fallecimiento. Las investigaciones indicaron que llevaban muertos un per¨ªodo no mayor de 24 horas ni menor de 12 horas.
El resto ya lo saben: ocup¨® las primeras planas de los peri¨®dicos durante d¨ªas. La noticia corri¨® como la p¨®lvora y revent¨® la sensaci¨®n de seguridad del M¨¦xico m¨¢s privilegiado, el de la Roma y la Condesa, Polanco y la Ju¨¢rez, colonias que se cre¨ªan a salvo de la violencia que corroe, d¨ªa s¨ª, d¨ªa tambi¨¦n, el resto del pa¨ªs. Despu¨¦s de la detenci¨®n de Abrego, Lara y Arenas, la polic¨ªa arrest¨® tambi¨¦n a Randy, el nieto mayor, y poco despu¨¦s a una amiga de la familia identificada como Rebeca. La Fiscal¨ªa cree que a¨²n puede haber dos c¨®mplices m¨¢s; Ochoa, en su declaraci¨®n ante los agentes, asegur¨® que por lo menos hab¨ªa entre 8 y 10 secuestradores.
En la calle, lejos de esta historia, el ritmo de la vida no se ha interrumpido en la colonia Roma, que vive la Navidad entre elegantes caf¨¦s, boutiques para hipsters y tiendas vintage con ropa de segunda mano a precio de alta costura italiana. Solo hay, quiz¨¢, un lugar donde parece que el tiempo se ha detenido en aquel domingo 18 de diciembre. Un edificio gris de dos plantas, custodiado por dos agentes de polic¨ªa, con una puerta que, cuando est¨¢ entreabierta, deja ver una escalera ascendente con pasamanos de madera. En una de sus ventanas se marchitan unas cuantas flores entre velas consumidas. La calle est¨¢ desierta.
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