El Serch y su fantasma
En la semana vac¨ªa que separa la navidad del a?o nuevo se cumplieron cuatro a?os de la antepen¨²ltima vez que vi al escritor Sergio Gonz¨¢lez Rodr¨ªguez, quien muri¨® el 23 de abril de 2017
Hace algunos d¨ªas, en esa semana vac¨ªa que separa la navidad del a?o nuevo, se cumplieron cuatro a?os de la antepen¨²ltima vez que vi a Sergio Gonz¨¢lez Rodr¨ªguez, quien muri¨® el 23 de abril de 2017.
Lo recuerdo con claridad meridiana, porque me lo encontr¨¦ en una calle del centro de la ciudad, cargando un paquete que era, evidentemente, un regalo ¡ªenvuelto y con mo?o¡ª. ¡°Se te pas¨® la navidad¡±, le dije entonces, a lo que ¨¦l me respondi¨®, sonriendo: ¡°No, brother, este regalo es para alguien que cumple a?os en julio¡±.
Entonces, obviamente, no alcanc¨¦ a entender lo que aquella frase, que consider¨¦ una broma, llevaba escondido en su interior ¡ªcomo si fuera, tambi¨¦n, un paquete envuelto cuya sorpresa se me revelar¨ªa pasado un tiempo¡ª. Tras intercambiar un par de comentarios maliciosos, justo antes de despedirnos, el Serch y yo nos recordamos que ten¨ªamos que ir a comer dos o tres semanas despu¨¦s de aquel encuentro.
Se nos quer¨ªa volver costumbre celebrar mi cumplea?os ¡ªque es el 6 de enero¡ª al mismo tiempo que el suyo ¡ªque era el 26 de enero¡ª. Lo que hac¨ªamos era juntarnos alg¨²n d¨ªa intermedio, ya fuera el 15, el 16 o el 17, en cualquier restaurante o cantina de entre todas esas que el Serch conoc¨ªa, disfrutaba y cerraba, como el enorme campe¨®n de la noche que siempre fue. La decisi¨®n final, claro est¨¢, siempre era suya: uno propon¨ªa y ¨¦l dispon¨ªa ¡ªpor eso, creo, estoy ahora escribiendo este texto¡ª.
La pen¨²ltima vez que vi al autor de El centauro en el paisaje, Huesos en el desierto, Campo de guerra o El hombre sin cabeza, entonces ¡ªesto tambi¨¦n lo recuerdo con claridad meridiana, por la manera en que me recibi¨®¡ª, fue el lunes 16 de enero de 2017, en el restaurante La capital, de la colonia Condesa, barrio que a ninguno nos hac¨ªa especial gracia pero que, a ambos, nos resultaba sumamente pr¨¢ctico aquella vez. ¡°El domingo, en el parque, leyendo el peri¨®dico, se me durmi¨® una pierna, brother, luego se me durmieron los brazos¡±, me dijo el Serch antes de saludarme.
Hab¨ªa llegado al restaurante 15 minutos antes de la hora convenida y, adem¨¢s de para pedir un par de bebidas ¡ªla suya y la m¨ªa, pues siempre abr¨ªamos nuestra celebraci¨®n tomando el mismo trago¡ª, la espera le hab¨ªa prestado el tiempo necesario para experimentar, de nueva cuenta, aquella sensaci¨®n que lo sorprendiera la ma?ana del d¨ªa anterior. Por eso me hab¨ªa recibido de aquel modo, con los ojos a¨²n m¨¢s entrecerrados de lo normal: ¡°Me est¨¢ pasando lo mismo, se me durmieron las piernas, a ver si no se me duermen los brazos¡±. Asustado, le pregunt¨¦ si no prefer¨ªa que nos march¨¢ramos, que dej¨¢ramos para otro d¨ªa nuestra comida y lo llevara a un doctor.
¡°Nada de doctores¡±, me dijo entonces: ¡°Esto no es una enfermedad, brother, lo que pasa es que me estoy convirtiendo en fantasma¡±. Como sucediera con el regalo con que lo encontr¨¦ semanas antes, tampoco supe entrever el contenido de aquella sentencia que, obviamente, ocultaba algo m¨¢s grande, aunque no estuviera envuelto en papal de colores ni tuviera adosado mo?o alguno. ¡°Adem¨¢s, estamos celebrando¡±, a?adi¨® al tiro el Serch, cuando se dio cuenta de que yo no estaba bromeando y comprendi¨® que la seriedad de mi rostro pon¨ªa en riesgo verdadero nuestro festejo; que mi inquietud, nacida ah¨ª y en ese instante, pon¨ªa en entredicho las horas de aquella tarde que empezaba apenas a abrirse ante nosotros.
Y es que el Serch sab¨ªa c¨®mo pod¨ªa terminar aquella inquietud m¨ªa, a d¨®nde pod¨ªa llevarlo mi rostro serio y adusto a un mismo tiempo: tres o cuatro a?os antes, en Barcelona, tras una ca¨ªda propiciada por un escal¨®n impertinente que acab¨® con su ceja izquierda partida en dos, en lugar de llevarlo al siguiente bar, como ¨¦l quer¨ªa, lo arrastr¨¦ a un hospital ¡ª¨¦l ve¨ªa en m¨ª un amigo, mientras que yo, adem¨¢s de un amigo, ve¨ªa en ¨¦l un maestro, un escritor de esos que sus pa¨ªses cuentan con ¨¢baco, un intelectual de su recontra puta madre al que ten¨ªa la obligaci¨®n de resguardar¡ª, un hospital del que, obviamente, ¨¦l habr¨ªa de fugarse. ¡°?D¨®nde mierda est¨¢s, cabr¨®n?¡±, le pregunt¨¦, tras esperarlo m¨¢s de una hora afuera de la sala de urgencias, cuando por fin se atrevi¨® a contestar su celular.
¡°?En un bar, brother, esper¨¢ndote!¡±, asever¨® riendo, antes de explicarme d¨®nde estaba ese bar al que me dirig¨ª apurado, para encontrarlo ¡ªcon la cabeza envuelta en una venda cuyo extremo ca¨ªa sobre su espalda como brazo ponchado¡ª con nuestras bebidas delante. Igual que en La capital, aunque sin vendas ni fantasmas ni regalos. O casi sin regalos. Porque aquella vez, en La capital, la pen¨²ltima vez que vi al autor de La noche oculta, El vuelo, El plan Schreber, Amigas y Teor¨ªa novelada de m¨ª mismo, en alg¨²n momento de nuestra pl¨¢tica, tras contar ¨¦l que Enigma, el grupo de rock pesado que tuvo en la juventud, formaba parte del cartel de Av¨¢ndaro, donde, adem¨¢s, tocar¨ªan en horario estelar, le promet¨ª un regalo.
Y fue por ese regalo, que ofrec¨ª tras escuchar la historia de c¨®mo Enigma se hab¨ªa quedado sin tocar pues, justo cuando deb¨ªan subir al escenario, desconectaron la energ¨ªa del lodazal en el que cientos de miles de j¨®venes abrazaban una felicidad que al gobierno, el mismo gobierno que destinar¨ªa aquel lodazal para uno de los clubs de golf m¨¢s exclusivos de M¨¦xico, le pareci¨® intolerable ¡ªno es un s¨ªmbolo menor que ese sitio, que aquellos terrenos en los que se busc¨® la libertad, hoy sean un universo amurallado, por el que s¨®lo se puede pasear como patr¨®n o empleado¡ª, que el Serch y yo nos vimos una ¨²ltima vez.
Me explico: seis o siete meses antes de encontrarme con el Serch en el centro, la vida quiso que cayera en mis manos un tesoro. Ese tesoro era, es o fue la libreta en la cual Graciela Iturbide, la enorme fot¨®grafa que inmortaliz¨® a la encuerada de Av¨¢ndaro, hab¨ªa pegado las primeras impresiones, no s¨®lo de aquella famosa foto que todos conocemos, sino del resto de la secuencia, en la que se ve como la mujer empieza a desnudarse, c¨®mo titubea, volviendo a vestirse, y como, finalmente, recupera la determinaci¨®n para acabar de desnudarse.
¡°Tenemos que vernos pronto, brother, para que me des ese regalo¡±, me dijo el Serch cuando nos despedimos, sobre avenida Nuevo Le¨®n, horas despu¨¦s de habernos encontrado, al tiempo que depositaba, en la palma de mi mano, otro regalo, uno de esos regalos vintage que tanto disfrutaba de compartir con sus amigos. ¡°Por supuesto, carnal¡±, le respond¨ª antes de abrazarlo: ¡°T¨² me dices cu¨¢ndo¡±, a?ad¨ª despu¨¦s, volviendo el cuerpo hacia el asfalto, en busca de alg¨²n taxi.
Las semanas y los meses pasaron y, a principios de abril, poco antes de que muriera, el Serch me cit¨® otra vez para comer. Fue, esa, la ¨²ltima vez que lo vi y fue, tambi¨¦n, esa vez, la vez que ¨¦l me dio el manuscrito de uno de sus dos ¨²ltimos libros y la vez que yo le di aquella libreta en la que la encuerada m¨¢s famosa del pa¨ªs deja constancia de su desnudarse, en 13 fotograf¨ªas.
D¨ªas despu¨¦s, cuando acab¨¦ de leer el manuscrito de uno de sus dos ¨²ltimos libros ¡ªel extraordinario, singular y poderoso Teor¨ªa novelada de m¨ª mismo¡ª y cuando termin¨¦, tambi¨¦n, de arrepentirme de haberle regalado aquella libreta que no era m¨ªa y que nunca sabremos d¨®nde termin¨®, comprend¨ª por qu¨¦ andaba adelantando regalos.
Entonces quise, obvia, urgentemente, volver a ver a mi carnal, maestro e ¨ªdolo. Pero el Serch ya no estaba. Aunque morir¨ªa un par de d¨ªas despu¨¦s, ya se hab¨ªa terminado de convertir en fantasma.
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