La casa
En una vieja casona del coraz¨®n de Le¨®n deambulan las sombras de mis ausencias y se re¨²nen los habitantes de las generaciones que se van librando de este valle de l¨¢grimas
No fue sino hasta cuajar las ¨²ltimas l¨ªneas del ¨²ltimo p¨¢rrafo que la novela que llevaba poco m¨¢s de 18 meses transpirando dej¨® de llamarse La casa. Muchos a?os despu¨¦s de iniciar la navegaci¨®n de ese sue?o que le garantiza m¨¢s de un siglo de gloria, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez lleg¨® a la antepen¨²ltima l¨ªnea de m¨¢s o menos 267 p¨¢ginas para mecanografiar que ¡°las estirpes condenadas a cien a?os de soledad no ten¨ªan una segunda oportunidad sobre la tierra¡± y la novela encontr¨® el t¨ªtulo que la consagra ya para siempre. En alguna atrevida conversaci¨®n pude compartir con el autor infinito el ¨ªntimo prop¨®sito que guardo desde antes de nacer: llegar al m¨¢s all¨¢, y ante las alas plegadas de mi hermana mayor, llamada ?ngela, por su condici¨®n et¨¦rea, entregarle un ejemplar de Cien a?os de soledad como principio de toda una vida de noticias que habr¨¢ que informarle y ponerla al d¨ªa desde que se fue volando, incluso antes de que yo naciera para ocupar su cuna.
A Gabo le conmovi¨® la ocurrencia y hablamos de ese inmenso misterio de asumir la muerte como un viaje interminable con la caprichosa posibilidad de abrevar tanta luz psicod¨¦lica como para asistir a todos los hechos del tiempo en primera fila, con vestuarios para la ocasi¨®n y la estricta prohibici¨®n de no poder delatarnos como viajeros del pret¨¦rito. Si eso es as¨ª, entonces ese hombre que nadie ha identificado en la vieja fotograf¨ªa en sepia donde cabalgan Pancho Villa y Emiliano Zapata por las calles de la vieja Ciudad de M¨¦xico es nada menos que mi t¨ªo Carlos Anaya, muerto a finales del siglo XX y, por lo visto, cumpliendo un antojo revolucionario, inofensivo y hasta cierto punto an¨®nimo. Y si de veras la cosa es as¨ª, es de suponerse que Gabo titul¨® La casa al novel¨®n que rezume y aglutina su obra entera como una met¨¢fora del santuario familiar en Aracataca, la casa de los mayores y amores, la de los fantasmas y la ni?a que come cal de los muros, la del taller de los pescaditos de plata y el comedor donde se sientan todos¡ incluso los muertos.
Algo as¨ª se me afigura con la vieja casona de la calle de 5 de mayo n¨²mero 335 en el coraz¨®n de Le¨®n, Guanajuato, donde deambulan las sombras de todas mis ausencias. Habr¨ªa que sumar por partida doble por ese raro amor que uni¨® a mis padres siendo parientes y en el entrecruzamiento de tantos azares primos segundos son tan hermanos como los hermanos primos y hermanas son las elegidas y las que comparten la misma sangre y todos a una en una kermesse interminable que suele poblar las insomnes madrugadas de mis mejores sue?os, donde se revuelven las ¨¦pocas y el largo de las faldas, las carpetitas de encaje y los primeros refrescos embotellados. Al fondo, un t¨ªo gigantesco le da cuerda a un viejo reloj de p¨¦ndulo que ha de marcar siempre las mismas horas sin horas.
En el tercer patio, donde hubo una biblioteca en tiempos de bisabuelos, qued¨® un intento de huerto y un gallinero con guajolotes. A mi abuela do?a Carmen le fue creciendo una alunarada verruga en un p¨¢rpado que parec¨ªa gui?o de uno de esos pavos y la recuerdo volviendo de misa quit¨¢ndose el velo de encaje negro como si se alzara una mariposa negra por encima de sus canas. Todas las ma?anas empezaban con la llegada de mi abuelo don Pedro F¨¦lix de vuelta del mercado con una inmensa canasta de frutas reforzada en el mango por una cinta color naranja: naranjas y mangos, granada de china, papaya y la cornucopia entera izada por obra y resistencia de una cinta de aislar all¨ª donde no se a¨ªsla a nadie porque por all¨ª parece que no ha pasado nada ni un solo instante desde que el hombre lleg¨® a la Luna en una pantalla en blanco y negro o desde que se asomaba la t¨ªa Lolita desde la casa de encima y las cosas se segu¨ªan enviando para arriba en canastillas, incluso cuando ese cielo lo ocupada Malena reci¨¦n casada con Quique.
Ahora que se ha ido mi hermano Paco me imagino que se re¨²ne en la Casa con may¨²scula con los habitantes de todas las generaciones que se van librando de este valle de l¨¢grimas para vivir la eterna tertulia de cuadritos peque?os de queso panela y caballitos de tequila que reposan sobre los brazos de las mecedoras con asientos de cuero rudo y el costurero repleto de tiliches y cachivaches como para¨ªso para las escondidillas. All¨ª donde no falta ni un solo pariente y conocido, donde la Nana Ch¨¦ calienta atole en un fog¨®n y Elvira carga inexplicablemente todo el peso de un cart¨®n de limones, tan escu¨¢lida que mi padre la apodaba Charles Atlas.
A mis hermanos y a m¨ª nos ense?aron a jugar de pared en un extendido pasto trasero de la casa de Malucha y Javier en Irapuato y la vida se encarg¨® de metaforizar en toda suerte de lides la maravillosa confianza de saber que la triangulaci¨®n de todos los pases entre hermanos constru¨ªa avances imbatibles que normalmente terminaron en goles. Ahora que mi hermano Luis se debate al filo de la neblina siniestra de la covid-19, afanosas bocanadas por hinchar las velas de sus pulmones, quiz¨¢ ajeno a¨²n a la partida de nuestro hermano Paco por obra del mismo bicho impalpable de nuestro tiempo negro, me pregunto si se le concede delirar entre la nube donde sigue intacta la casa de tres patios con columnas, rodeada por las habitaciones que llamamos piezas, con acuosa escenograf¨ªa que cubre m¨¢s de un siglo de biograf¨ªas, recetas, amores y silencios.
Deseo que todos los contagiados despierten en un pr¨®ximo amanecer donde hemos de confirmar que los que han partido se quedaron aqu¨ª precisamente porque habitan ya la casa de la memoria compartida como un espejo que no les borra el rostro y la leve sonrisa, la primera mirada de mi bisabuelo cuando se quit¨® los algodones de los ojos reci¨¦n operados de cataratas y la ¨²ltima conversaci¨®n que tuvo mi abuelo Pedro F¨¦lix con un ¨¢ngel que lo visit¨® al pie de su cama para avisarle que ya se lo llevaba en andas o el rinc¨®n donde do?a Carmen escuchaba ¨®pera para llorar a deshoras¡ y el largu¨ªsimo pasillo que recorre toda la ruina de esa vieja casona ya derribada en la realidad, por donde vamos corriendo todos los hermanos y todas las primas y todos los primos y choznos o nietos desde el ¨²ltimo patio entre guajolotes hasta la puerta de herrer¨ªa con cristales biselados que da a la calle, ac¨¢ afuera donde el mundo se queda siempre girando para bien o para males, mientras todo permanece silenciosamente ruidoso en la casa que habitamos todos de coraz¨®n.
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